Fresa y Chocolate
2006-12-14
José Vilasuso
Poco importa si el protagonista de un filme es homosexual, agente de
bolsa o pelotero del Almendares. Poco importa si el móvil del mismo ha
sido dar otra falsa señal de liberalidad por parte del gobierno. Una
obra de arte se mide por otros elementos. Se va directo a su médula para
extraerle savia y almendra. Se trata de Diego, personaje central en la
cinta de Tomás Gutiérrez Alea, basada en un cuento de Senel Paz, Fresa y
Chocolate, o Chocolate y Fresa puesto que el orden de los factores no
altera el resultado.
Al inicio de la trama, Diego prueba el helado y exclama complacido:
"hum, es lo único bueno que se produce en este país." Al final David
prueba del helado e imitando los gestos del que ha sido su liberador del
engrudo comunista, exclama. "hum, es lo único bueno que se produce en
este país." En menos palabras no podíamos resumir una obra repleta de
ideología, controversia y agudo sentido de la cámara y efectos visuales.
Pero por encima de ello, resalta la actualidad cubana rodando por el
mundo para despertar conciencias, sacudir inteligencias y levantar ronchas.
El cine actual adolece de inconsistencia. Predomina la fiebre técnica
ignorando al ser humano. Fresa y Choclate, pese a la superficialidad
sugerida por su título, es obra de contenido ofrecida en forma a ratos
jocosa y luego seria como puede acontecer cuando la protesta debe
afrontar a la censura. Tan seria que su mensaje aparece arrinconado al
fondo del destartalado cuartucho que sirve de morada a Diego, como
diciéndonos, "no te dejes engañar por las apariencias." "Entre una
colmena de imágenes religiosas de pésimo gusto, libros y discos
polillosos, muebles que no dan más, dólares, whisky de Kentucky y otros
productos obtenidos en bolsa negra, aparece una colección de vetustos
retratos en blanco y negro de Gertrudis Gómez de Avellaneda, José María
Heredia, Julián del Casal, José Lezama Lima y alguno otro de nuestros
mejores poetas. Es la tradición nacional que pervive clandestina en la
covacha de un disidente de edad madura, que ha vivido la vida y la sabe
disfrutar con profunda ironía, salero y melancolía.
Diego muestra su mural con legítimo orgullo y da testimonio de su verdad
que bien vale la pena conservar. David más joven y queriendo
contrarrestarle, añade un afiche de Guevara y la banderita del
veintiséis de julio. "¿Esto también no es Cuba?" exclama sugiere. A lo
que responde Diego con mímica excéptica.
Este trasfondo que permanece a lo largo de numerosas secuencias, es como
el constante clamor de un pasado que no se apaga, ni se puede apagar
dado que es auténtico e imperecedero. A contrapelo, al pie de la
escalera hay una frase ilegible de Fidel Castro embadurnando la pared y
a la que nadie pone asunto. La verborrea pasa, como pasan de largo los
sufridos moradores de la ciudadela, - que pronto se ha de derrumbar, -
subiendo un cochino a escondidas de la presidenta del comité (quien al
fin se suicida), prostituyéndose las mujeres o todos corriendo a
buscársela a como dé lugar.
Don Elizardo Sánchez Santa Cruz y otros patriotas han advertido de sus
temores a causa del deterioro de la nacionalidad que se hace patente por
días ante el derrumbe totalitario. Es por ello loable que este filme
recuerde y revitalice nuestras figuras cardinales, puesto que la nación
no se forja dos veces. Todo lo contrario, se cimenta en la permanencia y
fortalecimiento del pasado enriquecido con nuevas aportaciones y fraguas
en las que a la larga sale airosa. Es la prueba contundente tanto de su
solidez como de lo efímero de todo totalitarismo. El mural de Diego
reviste la historia con su manto artístico. Es decir, nos la transmite
transida de la gracia inherente a la literatura. Filón de nuestra
preferencia, puesto que la alusión a las raíces nacionales no
necesariamente debe amenizarse con los acordes del Himno Invasor.
En efecto, Diego nos hace reír, escuchar aires del maestro Ignacio
Cervantes, Ernesto Lecuona y Benny Moré, pero anticipadamente apunta la
necesidad de oír otras voces. No es necesario advertir que las mismas,
sustituyen a la que desde hace más de treinta y cinco años monologa
folklórica, aburrida y amenazante para más de diez millones de
ciudadanos amordazados.
En otras palabras, las generaciones sucesivas acalladas por un
lenguaraz, claman con justeza su derecho a expresarse en el concurso
nacional hoy escondido en aquella covacha, versión tropical del bodegón
barroco. Este cúmulo de ingredientes disímiles perfila los puntos que
calza Diego y que se desprenden de una ironía pujante, no puyante. Es
que el personaje jamás destila odios, no parece conocer el rencor, de
ahí que su humor sea el más eficaz.
No pretende destruir, sino abrir los ojos a la vida, a la verdad que es
la de cada cual y por lo tanto encierra valores incontrastables. Realza
su derecho a pensar con cabeza propia, no desea verse manipulado. ¿Quién
lo objetaría? Una y otra vez, ante los esbozos dogmáticos de David,
Diego sonríe. No le hacen mella; por el contrario fortalecen su
asimilación del mundo y de los hombres. Ha rebasado las etapas focales
de un proceso que ni es tan profundo, ni novedoso como tal vez lo
creímos en mil novecientos cincuenta y nueve; sin que ello atenúe su
crueldad. Diego también recomieda a David que lea "Conversaciones en
Catedral," de Mario Vargas LLosa y se proclama admirador de Severo
Sarduy, autores proscritos que lo apartan de chauvinismos, ampliando los
horizontes existenciales de su discípulo con quien cierra en fuerte
abrazo de reconciliación.
El derroche de chistes oposicionistas requeriría información adicional
para los que residimos fuera. Reírse desde Valladolid no tiene la misma
chispa que en La Habana. Me faltaban instrumentos jocosos; sin embargo,
la distancia siempre nostálgica del terruño, permite captar e
identificarse mejor con el llanto de aquel afeminado con vetas sublimes,
cuando comprende que se unirá a la diáspora dejando lo suyo, su bodegón
e incluso su recuerdo. Su llanto es contagioso. Pero este caudal de
actualidad que se escapa entre las piernas, no permitiría, en puridad,
aceptar la frase de Luis Ortega, "esta es otra Cuba. "Definitvamente no.
Al deslizársenos el salero propio de la fecha, queda al descubierto el
sello evangélico. "Vino nuevo en odres viejos." Ya que aunque
despistados frente a cierta guasa, nos seguímos riendo. Sabemos que es
el típico jolgorio de Garrido y Piñero o Leopoldo Fernández y Aníbal de
Mar. Cuba no ha perdido el sabor. Sería su peor tragedia. Es la misma
con su pimienta criolla; nuestro relajo y azúcar, es como la poesía
genuina que cambia de temas pero conserva su estilo peculiar a través de
las generaciones.
De ahí la permanencia del mural. El preámbulo de fuerte sexo, me pareció
pura máscara conforme a la tradición clásica. Un episodio más en el
catálogo de simulaciones, doble pensar y entre líneas de que se
encuentra transida la película. El personaje ideológico es un buen mozo.
Reacciona acorde al cliché represivo y sus nuletillas martillan sin
efecto alguno. Pronto choca con David pero no alcanza a comprender por
qué. Y así, sentado en la escalinata de la universidad, mirando a un
lado y a otro, desconcertado e incoloro, cual reflejo de Roberto
Fernández Retamar, desaparece. Nadie le hace caso. Ni su nombre recuerdo.
http://www.miscelaneasdecuba.net/web/article.asp?artID=8140
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