El fantasma de Sartre en Cuba
La prensa oficial 'recupera' al filósofo, pero no menciona su ruptura con el régimen.
Duanel Díaz, Madrid
lunes 16 de enero de 2006
El centenario del nacimiento de Jean Paul Sartre, cuya conmemoración ha renovado el interés por su figura y legado en los medios académicos y periodísticos de Occidente, brinda una buena ocasión para recordar la visita del filósofo a Cuba en 1960 y su idilio de una década con la revolución cubana.
Invitado por el Gobierno Revolucionario, Sartre fue recibido en la Isla con honores de jefe de Estado. Sus opiniones y desplazamientos fueron ampliamente reportados con grandes fotos por el diario Revolución, el más leído del momento, al punto de que el filósofo, que no dejó de comparecer en la televisión, era reconocido en la calle por personas que seguramente nunca habían leído una sola línea suya.
Carlos Franqui recuerda en sus memorias que una de las comparsas del carnaval habanero cantaba a ritmo de rumba: "Saltre, Simona, un dos tres/ Saltre, Simona, echen un pie".
Sartre y su compañera fueron profundamente conmovidos por aquella entusiasta acogida y, sobre todo, por las transformaciones apreciadas en sus recorridos por la Isla, uno de ellos en compañía del propio primer ministro, Fidel Castro.
En el tercer tomo de sus memorias, Beauvoir cuenta que la pareja reencontró en Cuba "una alegría de vivir que creía perdida para siempre". A diferencia de la argelina, la revolución cubana no se agotaba en el rechazo al opresor; era también gozo, fiesta, efusión popular.
Al margen de los bloques
Cuando, a su regreso, pasaron por Nueva York, recuerda Beauvoir que ésta les pareció, en comparación con La Habana, "triste y casi pobre". Aunque Estados Unidos seguía siendo "el país más próspero de la tierra", ya no era, como en 1947, "el que forjaba el porvenir". "Las gentes con que me cruzaba —apuntó— no pertenecían a la vanguardia de la humanidad, sino a una sociedad esclerotizada por 'la organización', intoxicada por sus mentiras y que la cortina del dólar aislaba del mundo: como París en 1945, Nueva York se me aparecía ahora como una Babilonia destronada".
En La force des choses, Beauvoir relata con detalle las condiciones de ese cambio de percepción en relación con Norteamérica. Desde sus primeras estancias en ese país a fines de la década del cuarenta, contadas en el reportaje L'Amérique au jour le jour (Gallimard, 1954), las cosas habían cambiado drásticamente.
Los antiguos aliados en la lucha antifascista eran ahora una de las partes de una "guerra fría" en la que Les Temps Modernes, revista fundada en 1945 por Sartre, Beauvoir y Merlau-Ponty, había querido mantener bien una tercera línea, al margen de la política de bloques, o, después de la muerte de Stalin, una más clara alineación del lado soviético.
Pero ese tenso idilio, que incluyó una visita de Sartre a la URSS en 1954 y condicionó sus sonadas rupturas con Camus y Merlau-Ponty, fue roto por la intervención en Hungría, que el filósofo criticó desde la tribuna de Les Temps Modernes en un célebre ensayo publicado en enero de 1957: "El fantasma de Stalin".
Desencantados del socialismo soviético, Sartre y Beauvoir pusieron entonces sus esperanzas en China, sobre la que Beauvoir escribió otro conocido reportaje (La longue marche) y se involucraron de lleno en la lucha por la descolonización de Argelia.
Sartre comenzó la redacción de lo que sería el primer tomo, y único en publicarse al cabo, de su fundamental Crítica de la razón dialéctica. Es en ese contexto que, después de oír hablar de "un Robin Hood barbudo" llamado Fidel Castro, el rápido triunfo de los rebeldes cubanos los sorprende y reconforta.
"Envenenado" el aire de Francia por la burguesía gaullista y colonialista, y el de Estados Unidos por el compulsivo consumismo del hombre unidimensional, Cuba fue para Sartre y Beauvoir un soplo de aire fresco.
Beauvoir declaró al regresar a Francia que lo que ocurría en la Isla representaba "un camino de 'democratización' económica no comunista" que atraería la atención de los partidos de izquierda del mundo entero. Sartre celebró por su parte aquella revolución del Tercer Mundo como una triunfante alternativa al modelo soviético del Segundo, una revolución donde, lejos de la burocracia y el dogmatismo, teoría y praxis se acoplaban en perfecta relación dialéctica.
Los hechos y el año X
Algo de la simbiosis de pensamiento y acción elogiada por él, simboliza precisamente una imagen tan emblemática de los tiempos épicos y románticos de la revolución, como la célebre foto de Korda que capta al Che Guevara, en el momento de alumbrarle el tabaco obsequiado al viejo filósofo de fealdad socrática, ambos sentados en el despacho presidencial del Banco Nacional de Cuba.
En aquella entrevista, efectuada en horas de la madrugada con el joven guerrillero que devendría uno de los iconos de la liberación tercermundista, Sartre encontró una sorprendente ilustración del culto a la energía que profesaban los líderes del proceso cubano. La juventud estaba en el poder, y ello garantizaba, a los ojos del autor de "El fantasma de Stalin", que la revolución conservara el momento negativo, eminentemente liberador, de toda auténtica rebelión.
"Vale más no perder una hora en 1960 que vivir en 1970", apuntó en su extenso reportaje "Huracán sobre el azúcar", publicado originalmente en France-Soir y rápidamente traducido a varias lenguas occidentales. Y añadió: "Los jóvenes dirigentes tienen como objetivo realizar la fase actual de la revolución, conducirla hasta la orilla del momento siguiente y suprimirla eliminándose por sí mismos. Conocen su fuerza: saben que la década que comenzó en el año I es suya. En el año X, todo irá mejor todavía".
Los hechos lo desmentirían rotundamente. Si en 1960 el filósofo había visto en el abandono del monocultivo por la diversificación agraria y el desarrollo industrial la cifra de una radical superación del pasado subdesarrollado de la Cuba neocolonial, 1969 fue el año del comienzo de la funesta y fracasada "Zafra de los Diez Millones".
La nueva fase de la revolución contradecía lo imaginado por Sartre en la misma medida en que se abocaba claramente por el rumbo soviético. Cuando en 1972 Cuba entra en el CAME, ya Sartre y Beauvoir le han retirado públicamente su apoyo: en abril de 1971 figuran entre los firmantes de la célebre carta abierta donde un nutrido grupo de renombrados intelectuales de izquierda latinoamericanos y europeos expresan su inquietud por el encarcelamiento de Heberto Padilla.
Revolución e ideología
Unas semanas más tarde, junto a un número aun mayor de fellow travelers, rompen públicamente con el régimen de La Habana en una segunda carta abierta a Fidel Castro. La divulgada autocrítica del poeta, suerte de parodia tropical de los procesos de Moscú, había hecho seguramente recordar a ambos pensadores marxistas la más conocida sentencia de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, manifestando a todas luces que la cubana no era ya "la revolución más original del mundo".
Dos rasgos fundamentales habían destacado Sartre y Beauvoir cuando en 1960 le otorgaron ese título. Uno, la ausencia de ideología, en el sentido de que, a diferencia de la URSS, "ningún problema es silenciado en nombre de la ideología", toda vez que "es la Revolución la que hace a la ideología y no al revés", según declaró Sartre en una charla en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de la Habana.
Al recordar la filiación marxista del principio que hace derivar la teoría de la acción, el filósofo insinuaba que, a pesar de no haber asumido el marxismo como ideología del Estado, o acaso por ello mismo, Cuba era de facto más marxista que los países de Europa del Este.
Si en aquellos el marxismo se había ideologizado, aquí lo que primaba era "una ideología del problema concreto". "Los cubanos —apuntó— tienen prisa por poseer cultivos de tomates y plantas siderúrgicas. Mucho menos prisa por darse instituciones", afirmó en Huracán sobre el azúcar. Y es justo la escasa institucionalización del régimen lo que condiciona el segundo aspecto remarcado por los franceses en la situación cubana de 1960: la existencia de una democracia "concreta" y "directa", sin mediaciones entre la masa y el gobierno.
Sartre y Beauvoir declararon en los periódicos franceses no sólo que este tipo de democracia "viva y eficaz" hacía a las elecciones innecesarias, sino que ponía en evidencia los límites del parlamentarismo burgués. Todo lo cual, unido a la celebración de la "gran fuerza emocional" de la revolución encarnada en el Comandante en Jefe, huele, como ha señalado Rafael Rojas, al Rousseau del Contrato Social.
Pero en 1971 es evidentísimo que nada hay de democracia participativa y mucho de estalinismo tropical en el régimen de Cuba. Si en 1968 todavía afirmaba, en una entrevista reproducida por la revista Pensamiento Crítico, que "para un intelectual, es absolutamente imposible no ser pro-cubano", ahora Sartre considera impostergable retirar su apoyo al gobierno de Castro.
Como consecuencia, el nombre del filósofo del compromiso, muy presente en los debates estéticos y políticos acogidos por los medios cubanos durante la década del sesenta, desapareció de ellos casi del todo. Por dos décadas, Sartre no fue publicado en la Isla ni incluida su obra en los programas de estudio de las universidades. Una novela de Jaime Sarusky, que en sus ediciones de 1961 y 1962 llevaba un exergo de La náusea, apareció sin él en la reedición de 1982.
Y resulta que ahora, cuando la crisis del dogmatismo marxista —sobrevenida a raíz del desplome del campo socialista— ha determinado una etapa recuperadora en la política cultural del Estado, Sartre es celebrado en Cuba a propósito de su centenario.
La coherencia de Sartre
Pedro de la Hoz escribió en Granma que "su rebeldía, su apego al valor de las palabras y su concepción del compromiso intelectual pueden arrojar luces sobre nuestra época". Lisandro Otero, que como periodista de Revolución acompañó a Sartre en 1960, ha aprovechado la ocasión para bombardear los sitios electrónicos cubanos con artículos, tan mal escritos y oportunistas como suyos, rememorando la visita de Sartre y, sobre todo, lo que le respondió Castro cuando este le preguntó qué haría si los cubanos "le piden la luna".
De la Hoz recuerda sus elogios a la revolución, pero no menciona que Sartre firmó la carta de 1971. Otero afirma que Sartre fue manipulado por Franqui, lo cual, como ha señalado Antonio José Ponte, entrega la perplejidad de que la mente más lúcida puede ser lavada. (Un artículo anterior del propio Otero, a propósito de Susan Sontag, nos dejaba con idéntica pregunta: si era tan inteligente, ¿cómo pudo no comprender la situación cubana?). Sarusky, que no podemos dejar de reivindicar una memoria que "nos pertenece". Arenal, que no importan ya sus "errores".
Nadie reconoció que Sartre fue coherente cuando retiró al gobierno cubano su apoyo. Y ello muestra ejemplarmente los límites de la institución cultural en la Cuba de las recuperaciones y las aperturas. Aunque el marxismo no sea más "l'indépassable philosophie de notre temps", frente a los falaces intentos de la burocracia cultural cubana y sus intelectuales orgánicos, es justo oponer el fantasma de Sartre, como una de las figuras de esos "espectros de Marx" que, según Jacques Derrida, han sobrevivido a la caída del Muro de Berlín. En Cuba, donde el muro esforzadamente sobrevive, ese fantasma del filósofo seducido y decepcionado habita la memoria de una utopía que corrió la suerte del siglo.
Obra fundacional, Huracán sobre el azúcar, con todos sus errores y contradicciones, sigue siendo la pieza insuperada de una tradición de elogiosos testimonios de la revolución cubana que cada vez resulta más menguada y lamentable.
Tres décadas de miseria y dictadura determinan una notable diferencia entre la afirmación de Sartre en la conclusión de su reportaje, según la cual "la Revolución cubana debe triunfar, o lo perderemos todo, hasta la esperanza", y una semejante de Gopegui en Cuba 2005.
Es justo esa distancia lo que hace que si las declaraciones de los izquierdistas españoles provoquen indignación, las que encontramos en Huracán sobre el azúcar susciten, en cambio, una amarga sonrisa. Por ejemplo, aquel pasaje en que, a propósito de una compra de autos norteamericanos con más de doce meses de atraso, Sartre descubre el propósito de la revolución en el hecho de que haya sacado al país de la carrera de los autos nuevos.
¿Podía imaginar Sartre que los "largos años" que aquellos "automóviles cubanos de adopción" servirían al país llegarían hasta el siglo XXI? ¿Que la "hemorragia" detenida en el sector haría que al cabo de cuatro décadas el país que, a los ojos de Beauvoir, destronó a Nueva York como vanguardia de la humanidad, cifrara la imagen turística de su capital en aquellos autos que en cualquier otro lugar del mundo no son sino objetos museables?
URL:
http://www.cubaencuentro.com/es/encuentro_en_la_red/cuba/articulos/el_fantasma_de_sartre_en_cuba
La prensa oficial 'recupera' al filósofo, pero no menciona su ruptura con el régimen.
Duanel Díaz, Madrid
lunes 16 de enero de 2006
El centenario del nacimiento de Jean Paul Sartre, cuya conmemoración ha renovado el interés por su figura y legado en los medios académicos y periodísticos de Occidente, brinda una buena ocasión para recordar la visita del filósofo a Cuba en 1960 y su idilio de una década con la revolución cubana.
Invitado por el Gobierno Revolucionario, Sartre fue recibido en la Isla con honores de jefe de Estado. Sus opiniones y desplazamientos fueron ampliamente reportados con grandes fotos por el diario Revolución, el más leído del momento, al punto de que el filósofo, que no dejó de comparecer en la televisión, era reconocido en la calle por personas que seguramente nunca habían leído una sola línea suya.
Carlos Franqui recuerda en sus memorias que una de las comparsas del carnaval habanero cantaba a ritmo de rumba: "Saltre, Simona, un dos tres/ Saltre, Simona, echen un pie".
Sartre y su compañera fueron profundamente conmovidos por aquella entusiasta acogida y, sobre todo, por las transformaciones apreciadas en sus recorridos por la Isla, uno de ellos en compañía del propio primer ministro, Fidel Castro.
En el tercer tomo de sus memorias, Beauvoir cuenta que la pareja reencontró en Cuba "una alegría de vivir que creía perdida para siempre". A diferencia de la argelina, la revolución cubana no se agotaba en el rechazo al opresor; era también gozo, fiesta, efusión popular.
Al margen de los bloques
Cuando, a su regreso, pasaron por Nueva York, recuerda Beauvoir que ésta les pareció, en comparación con La Habana, "triste y casi pobre". Aunque Estados Unidos seguía siendo "el país más próspero de la tierra", ya no era, como en 1947, "el que forjaba el porvenir". "Las gentes con que me cruzaba —apuntó— no pertenecían a la vanguardia de la humanidad, sino a una sociedad esclerotizada por 'la organización', intoxicada por sus mentiras y que la cortina del dólar aislaba del mundo: como París en 1945, Nueva York se me aparecía ahora como una Babilonia destronada".
En La force des choses, Beauvoir relata con detalle las condiciones de ese cambio de percepción en relación con Norteamérica. Desde sus primeras estancias en ese país a fines de la década del cuarenta, contadas en el reportaje L'Amérique au jour le jour (Gallimard, 1954), las cosas habían cambiado drásticamente.
Los antiguos aliados en la lucha antifascista eran ahora una de las partes de una "guerra fría" en la que Les Temps Modernes, revista fundada en 1945 por Sartre, Beauvoir y Merlau-Ponty, había querido mantener bien una tercera línea, al margen de la política de bloques, o, después de la muerte de Stalin, una más clara alineación del lado soviético.
Pero ese tenso idilio, que incluyó una visita de Sartre a la URSS en 1954 y condicionó sus sonadas rupturas con Camus y Merlau-Ponty, fue roto por la intervención en Hungría, que el filósofo criticó desde la tribuna de Les Temps Modernes en un célebre ensayo publicado en enero de 1957: "El fantasma de Stalin".
Desencantados del socialismo soviético, Sartre y Beauvoir pusieron entonces sus esperanzas en China, sobre la que Beauvoir escribió otro conocido reportaje (La longue marche) y se involucraron de lleno en la lucha por la descolonización de Argelia.
Sartre comenzó la redacción de lo que sería el primer tomo, y único en publicarse al cabo, de su fundamental Crítica de la razón dialéctica. Es en ese contexto que, después de oír hablar de "un Robin Hood barbudo" llamado Fidel Castro, el rápido triunfo de los rebeldes cubanos los sorprende y reconforta.
"Envenenado" el aire de Francia por la burguesía gaullista y colonialista, y el de Estados Unidos por el compulsivo consumismo del hombre unidimensional, Cuba fue para Sartre y Beauvoir un soplo de aire fresco.
Beauvoir declaró al regresar a Francia que lo que ocurría en la Isla representaba "un camino de 'democratización' económica no comunista" que atraería la atención de los partidos de izquierda del mundo entero. Sartre celebró por su parte aquella revolución del Tercer Mundo como una triunfante alternativa al modelo soviético del Segundo, una revolución donde, lejos de la burocracia y el dogmatismo, teoría y praxis se acoplaban en perfecta relación dialéctica.
Los hechos y el año X
Algo de la simbiosis de pensamiento y acción elogiada por él, simboliza precisamente una imagen tan emblemática de los tiempos épicos y románticos de la revolución, como la célebre foto de Korda que capta al Che Guevara, en el momento de alumbrarle el tabaco obsequiado al viejo filósofo de fealdad socrática, ambos sentados en el despacho presidencial del Banco Nacional de Cuba.
En aquella entrevista, efectuada en horas de la madrugada con el joven guerrillero que devendría uno de los iconos de la liberación tercermundista, Sartre encontró una sorprendente ilustración del culto a la energía que profesaban los líderes del proceso cubano. La juventud estaba en el poder, y ello garantizaba, a los ojos del autor de "El fantasma de Stalin", que la revolución conservara el momento negativo, eminentemente liberador, de toda auténtica rebelión.
"Vale más no perder una hora en 1960 que vivir en 1970", apuntó en su extenso reportaje "Huracán sobre el azúcar", publicado originalmente en France-Soir y rápidamente traducido a varias lenguas occidentales. Y añadió: "Los jóvenes dirigentes tienen como objetivo realizar la fase actual de la revolución, conducirla hasta la orilla del momento siguiente y suprimirla eliminándose por sí mismos. Conocen su fuerza: saben que la década que comenzó en el año I es suya. En el año X, todo irá mejor todavía".
Los hechos lo desmentirían rotundamente. Si en 1960 el filósofo había visto en el abandono del monocultivo por la diversificación agraria y el desarrollo industrial la cifra de una radical superación del pasado subdesarrollado de la Cuba neocolonial, 1969 fue el año del comienzo de la funesta y fracasada "Zafra de los Diez Millones".
La nueva fase de la revolución contradecía lo imaginado por Sartre en la misma medida en que se abocaba claramente por el rumbo soviético. Cuando en 1972 Cuba entra en el CAME, ya Sartre y Beauvoir le han retirado públicamente su apoyo: en abril de 1971 figuran entre los firmantes de la célebre carta abierta donde un nutrido grupo de renombrados intelectuales de izquierda latinoamericanos y europeos expresan su inquietud por el encarcelamiento de Heberto Padilla.
Revolución e ideología
Unas semanas más tarde, junto a un número aun mayor de fellow travelers, rompen públicamente con el régimen de La Habana en una segunda carta abierta a Fidel Castro. La divulgada autocrítica del poeta, suerte de parodia tropical de los procesos de Moscú, había hecho seguramente recordar a ambos pensadores marxistas la más conocida sentencia de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, manifestando a todas luces que la cubana no era ya "la revolución más original del mundo".
Dos rasgos fundamentales habían destacado Sartre y Beauvoir cuando en 1960 le otorgaron ese título. Uno, la ausencia de ideología, en el sentido de que, a diferencia de la URSS, "ningún problema es silenciado en nombre de la ideología", toda vez que "es la Revolución la que hace a la ideología y no al revés", según declaró Sartre en una charla en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de la Habana.
Al recordar la filiación marxista del principio que hace derivar la teoría de la acción, el filósofo insinuaba que, a pesar de no haber asumido el marxismo como ideología del Estado, o acaso por ello mismo, Cuba era de facto más marxista que los países de Europa del Este.
Si en aquellos el marxismo se había ideologizado, aquí lo que primaba era "una ideología del problema concreto". "Los cubanos —apuntó— tienen prisa por poseer cultivos de tomates y plantas siderúrgicas. Mucho menos prisa por darse instituciones", afirmó en Huracán sobre el azúcar. Y es justo la escasa institucionalización del régimen lo que condiciona el segundo aspecto remarcado por los franceses en la situación cubana de 1960: la existencia de una democracia "concreta" y "directa", sin mediaciones entre la masa y el gobierno.
Sartre y Beauvoir declararon en los periódicos franceses no sólo que este tipo de democracia "viva y eficaz" hacía a las elecciones innecesarias, sino que ponía en evidencia los límites del parlamentarismo burgués. Todo lo cual, unido a la celebración de la "gran fuerza emocional" de la revolución encarnada en el Comandante en Jefe, huele, como ha señalado Rafael Rojas, al Rousseau del Contrato Social.
Pero en 1971 es evidentísimo que nada hay de democracia participativa y mucho de estalinismo tropical en el régimen de Cuba. Si en 1968 todavía afirmaba, en una entrevista reproducida por la revista Pensamiento Crítico, que "para un intelectual, es absolutamente imposible no ser pro-cubano", ahora Sartre considera impostergable retirar su apoyo al gobierno de Castro.
Como consecuencia, el nombre del filósofo del compromiso, muy presente en los debates estéticos y políticos acogidos por los medios cubanos durante la década del sesenta, desapareció de ellos casi del todo. Por dos décadas, Sartre no fue publicado en la Isla ni incluida su obra en los programas de estudio de las universidades. Una novela de Jaime Sarusky, que en sus ediciones de 1961 y 1962 llevaba un exergo de La náusea, apareció sin él en la reedición de 1982.
Y resulta que ahora, cuando la crisis del dogmatismo marxista —sobrevenida a raíz del desplome del campo socialista— ha determinado una etapa recuperadora en la política cultural del Estado, Sartre es celebrado en Cuba a propósito de su centenario.
La coherencia de Sartre
Pedro de la Hoz escribió en Granma que "su rebeldía, su apego al valor de las palabras y su concepción del compromiso intelectual pueden arrojar luces sobre nuestra época". Lisandro Otero, que como periodista de Revolución acompañó a Sartre en 1960, ha aprovechado la ocasión para bombardear los sitios electrónicos cubanos con artículos, tan mal escritos y oportunistas como suyos, rememorando la visita de Sartre y, sobre todo, lo que le respondió Castro cuando este le preguntó qué haría si los cubanos "le piden la luna".
De la Hoz recuerda sus elogios a la revolución, pero no menciona que Sartre firmó la carta de 1971. Otero afirma que Sartre fue manipulado por Franqui, lo cual, como ha señalado Antonio José Ponte, entrega la perplejidad de que la mente más lúcida puede ser lavada. (Un artículo anterior del propio Otero, a propósito de Susan Sontag, nos dejaba con idéntica pregunta: si era tan inteligente, ¿cómo pudo no comprender la situación cubana?). Sarusky, que no podemos dejar de reivindicar una memoria que "nos pertenece". Arenal, que no importan ya sus "errores".
Nadie reconoció que Sartre fue coherente cuando retiró al gobierno cubano su apoyo. Y ello muestra ejemplarmente los límites de la institución cultural en la Cuba de las recuperaciones y las aperturas. Aunque el marxismo no sea más "l'indépassable philosophie de notre temps", frente a los falaces intentos de la burocracia cultural cubana y sus intelectuales orgánicos, es justo oponer el fantasma de Sartre, como una de las figuras de esos "espectros de Marx" que, según Jacques Derrida, han sobrevivido a la caída del Muro de Berlín. En Cuba, donde el muro esforzadamente sobrevive, ese fantasma del filósofo seducido y decepcionado habita la memoria de una utopía que corrió la suerte del siglo.
Obra fundacional, Huracán sobre el azúcar, con todos sus errores y contradicciones, sigue siendo la pieza insuperada de una tradición de elogiosos testimonios de la revolución cubana que cada vez resulta más menguada y lamentable.
Tres décadas de miseria y dictadura determinan una notable diferencia entre la afirmación de Sartre en la conclusión de su reportaje, según la cual "la Revolución cubana debe triunfar, o lo perderemos todo, hasta la esperanza", y una semejante de Gopegui en Cuba 2005.
Es justo esa distancia lo que hace que si las declaraciones de los izquierdistas españoles provoquen indignación, las que encontramos en Huracán sobre el azúcar susciten, en cambio, una amarga sonrisa. Por ejemplo, aquel pasaje en que, a propósito de una compra de autos norteamericanos con más de doce meses de atraso, Sartre descubre el propósito de la revolución en el hecho de que haya sacado al país de la carrera de los autos nuevos.
¿Podía imaginar Sartre que los "largos años" que aquellos "automóviles cubanos de adopción" servirían al país llegarían hasta el siglo XXI? ¿Que la "hemorragia" detenida en el sector haría que al cabo de cuatro décadas el país que, a los ojos de Beauvoir, destronó a Nueva York como vanguardia de la humanidad, cifrara la imagen turística de su capital en aquellos autos que en cualquier otro lugar del mundo no son sino objetos museables?
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