Sunday, February 08, 2009

Una antropóloga en la Isla de los doctores Castro

La Salud en Cuba:
Una antropóloga en la Isla de los doctores Castro
por Alexander y Rolando Alum

Acaba de cumplir 50 largos años el Gobierno de los hermanos
Castro en Cuba. Sus apologistas en el extranjero aún lo justifican,
afincándose para ellos, en particular, en la defensa de unas supuestas
mejorías en el sistema de educación y, sobre todo, en el de la salud
pública.

Existe una extensa bibliografía cubanóloga, pero no ha habido
suficientes estudios académicos que desglosen en profundidad dichos
mitos. Sin embargo, al menos ya tenemos un estudio médico-antropológico
ejemplar que pone en cuestión la pregonada calidad y –sobre todo– la
presumible paridad de la medicina cubana contemporánea.

Katherine Hirschfeld, antropóloga estadounidense, fue a Cuba
en 1996 atraída por los proclamados logros socialistas en la salud
pública. En su reciente libro Health, Politics and Revolution in Cuba
Since 1898, Hirschfeld admite haber sido otro intelectual extranjero más
cuyo idealismo ingenuo se desvaneció al experimentar en carne propia la
realidad orweliana de la Cuba de hoy.

El antropólogo socio-cultural –o etnólogo– típicamente vive
por un tiempo como un nativo en una comunidad diferente a la suya (ya
sea la jungla exótica o una ciudad moderna), con el objetivo de
comprender los aspectos socio-culturales de esa sociedad. Es cierto que,
normalmente, las investigaciones etnográficas (descriptivas) se pueden
llevar plenamente a cabo sobre el terreno sólo en sociedades lo
suficientemente abiertas como para permitir dicho escrutinio, lo que
explica el porqué de la escasez de dichos estudios en sociedades
totalitarias.

La Dra. Hirschfeld, fiel a la metodología antropológica,
residió por un tiempo con una familia en Santiago de Cuba, donde devino
una verdadera "observadora-participante" cuando contrajo el dengue, la
temible fiebre infecciosa de origen africano (poco conocida en Cuba
antes de 1959). Pero las autoridades habían declarado esa enfermedad
erradicada en la década de los 80, por lo que la epidemia de 1996-97 se
convirtió en un "secreto de estado"; la admisión pública de su
existencia hubiera afectado la imagen del Gobierno, sobre todo en el
exterior. Varios médicos fueron arrestados –y luego enviados al exilio–
por oponerse a la irresponsable decisión oficialista (por ej., el Dr.
Desi Mendoza, ahora en España).

La autora atravesó por una experiencia surrealista kafkiana en
un hospital santiaguero que estaba militarizado, antihigiénico,
sobrepoblado de pacientes, subequipado y atendido por unos pocos
facultativos. Esto último es irónico, ya que Cuba envía personal médico
(supuestamente "de exceso") a otros países; por ej., la Venezuela del
Tte. Cor. Hugo Chávez, donde muchos de ellos desertan, pasando luego a
otras naciones.

La joven antropóloga pasó por otros malos ratos al ser dada de
alta del hospital, ya que sus investigaciones –entrevistó, sobre todo, a
mujeres– fueron vistas como sospechosas por la Seguridad del Estado, la
cual la hostigó e interrogó en repetidas ocasiones. Esto nos recuerda lo
ocurrido al proyecto del famoso antropólogo Oscar Lewis a finales de los
60 sobre el surgimiento de la cultura de la pobreza bajo el socialismo
(ver el libro de su discípulo, D. Butterworth, The People of
Buenaventura, 1980). La diferencia estriba en que, al ser expulsado, el
Dr. Lewis dejó en la cárcel a su asistente, Álvaro ínsua (quien luego
salió al exilio vía Costa Rica), mientras que, casi tres décadas más
tarde, al verse considerada persona no grata en Santiago, Hirschfeld
pudo marcharse a La Habana.

Después de numerosas peripecias allí, y con grandes
limitaciones, logró examinar algunos documentos históricos para su estudio.

Hirschfeld afirma que el sistema de salud posterior a 1959
llegó, al cabo del tiempo, a los rincones más apartados del país, pero
acarreando un precio político-represivo. Dicha estructura médica forma
parte integral de un complicado aparato de control socio-legal. A
diferencia del protocolo universal, el profesional médico en Cuba debe
lealtad suprema no a sus pacientes, sino al Gobierno. Todo personal
médico es considerado un "soldado revolucionario", entrenado –como parte
del curriculum (que Hirschfeld pudo examinar)– para espiar a sus propios
pacientes.

Contradiciendo a los apologistas del régimen, la profesora
Hirschfeld clasifica los servicios de salud cubanos en tres estratos
claramente desiguales: el superior, bien abastecido –no falta nada–, es
para los privilegiados del Partido Comunista, así como para los
extranjeros (ya sean huéspedes especiales del Gobierno o los que pagan
con los codiciados dólares). Este es el servicio médico "de primera
clase" que tanto celebran ciertos académicos, reporteros y acaudalados
atletas extranjeros, quienes se convierten en portavoces del Gobierno al
repetir las consignas hiperbólicas oficialistas.

El segundo nivel, de inferior calidad, es el que está llamado
a servir al resto de la población, "los de a pie", asignados a los
puestos médicos en función de donde residan. A diferencia de lo que dice
el discurso oficial, los servicios médicos no son un derecho en la
práctica, sino un "privilegio" otorgado por la dirigencia política, a la
que el pueblo tiene que demostrar lealtad y gratitud eternas. Como
escribiera en unos versos de protesta Heberto Padilla, el cubano tiene
que ser "obediente [y estar]... siempre aplaudiendo..." (Fuera del
juego, 1967). El sistema médico burocrático crea un clientelismo,
cuidadosamente diseñado, dependiente del Estado omnipotente (como lo es
casi todo lo demás allá). Las policlínicas o consultas locales,
usualmente mal provistas, funcionan, además, en coordinación con los
infames Comités de Vigilancia, por lo que los disidentes políticos
confrontan una gran desventaja. Ese fue el caso, según lo reportara
Reinaldo Arenas (v. Antes que anochezca, 1996), del dramaturgo Virgilio
Piñera, quien de semivocero intelectual se había convertido en crítico
antigubernamental: en 1979 lo dejaron morir a propósito, sin recibir
atención médica, por un simple ataque de asma.

La tercera categoría la constituye una red informal de
servicios de salud a la que recurre el cubano promedio por no confiar en
el sistema médico estatal. Típicamente, profesionales de la medicina
(dentistas incluidos) ejercen clandestinamente a cambio de efectivo o de
pagos en especie (medicamentos o enseres domésticos). Todo esto, donde
tiene igualmente cabida una chocante cultura de la corrupción, es parte
de lo que los cubanos llaman el socioísmo, en mofa al anacrónico
socialismo oficialista. El socioísmo contrasta con el ideal del supuesto
hombre nuevo socialista y, aunque Hirschfeld no lo elabora, está
correlacionado con los síntomas del concepto de cultura de la pobreza
mencionado antes.

En fin, a pesar de la omnipresencia gubernamental, las
autoridades hacen la vista gorda, ya que la red médica espontánea alivia
al Estado de pacientes que no tiene que atender.

La existencia de esa red subterránea representa otro ejemplo
de lo que en otros países se ha dado por llamar, en las Ciencias
Sociales, "la resistencia de cada día", protagonizada precisamente por
parte de los más oprimidos, los privados de acceso al poder (aquellos
por quienes abogamos, supuestamente, los intelectuales).

Hirschfeld también confirma, si es que quedaba alguna duda,
que un sinnúmero de servicios depende básicamente de remesas y envíos
caritativos del exilio, el cual, absurdamente, es blanco de constantes
ataques por parte del régimen y sus fanáticos más obsesionados en el
exterior. Paradójicamente, la red médica fantasma –o alterna– existe
gracias a la generosidad y sacrificio de los cubanos de la diáspora
(esparcidos por todo el mundo), que contribuyen humanitariamente con sus
envíos a familiares y amistades atrapados en la Isla.

Los expertos estiman que dichas donaciones se han convertido
en una tercera o cuarta industria en la economía cubana. Es más, si no
fuese por los calumniados y heterogéneos exilados, la malnutrición en
Cuba sería aún peor, ya que se estima que la ración alimenticia asignada
mensualmente por el Gobierno sólo alcanza para una semana. En 1995 se
admitió incluso la existencia de una epidemia de neuropatía óptica (la
cual puede causar ceguera); pero el entonces popular ministro de
Salubridad, el Dr. Julio Tejas, cayó en desgracia cuando reconoció
públicamente que la malnutrición rampante era la causa principal de la
epidemia.

El lector conocedor de la problemática cubana encontraría poco
nuevo aquí; pero se ha dicho que las Ciencias Sociales se reducen a
menudo a documentar –o "problematizar", en el lenguaje postmodernista de
moda– lo obvio. Lo cierto es que Hirschfeld documenta aspectos de la
vida cotidiana cubana vistos desde dentro y desde abajo, a diferencia de
ciertos apologistas, que pretenden negar la horrible realidad interna
pontificando cómodamente desde el exterior, a veces sobre la base de
breves visitas a Cuba de tipo semiturísticas (y quizás controladas).

Hirschfeld, no obstante, no le da suficiente crédito histórico
a la Cuba republicana (1902-59), cuyos índices socio-económicos y de
salubridad llegaron a sobrepasar los de la ex metrópolis española y
otros países (europeos y latinoamericanos) en poco más de medio siglo
(v., por ej., la relativa baja mortalidad infantil y la alta
longevidad). Tal como ha expuesto Carlos Alberto Montaner repetidamente,
todo esto se logró a pesar de las fallas del sistema político y de una
corrupción incontrolable (desafortunadamente típicas en Latinoamérica),
las cuales llegaron a su cima en Cuba durante la sangrienta dictadura
del ex militar F. Batista (1952-59).

Por cierto, Hirschfeld anota que Batista comenzó su carrera
política como un reformista social en la década de los 30, y da cuenta
de sus iniciativas en lo relacionado con los servicios de salud para la
población rural durante su primer mandato (1940-44; el único para el
cual fue electo constitucionalmente). Pero no ahonda en otros dos hechos
peculiares que los apologistas del castrismo prefieren, irónica y
convenientemente, pasar por alto: a) sus estrechas conexiones con el
Partido Socialista Popular (prosoviético), y b) la manera en que
explotaba a su favor, entre las minorías no blancas, su condición
mestiza y sus orígenes humildes de pobre hijo de veterano de la Guerra
de Independencia (en contraste con los Castro, hijos de un inmigrante
español convertido en rico latifundista y privilegiadamente educados en
los colegios religiosos más elitistas).

Debemos acotar que quizá uno de los legados más positivos del
colonialismo español en Cuba fue la red de centros regionales españoles
(confiscados por el Estado después de 1959). Por una modesta cuota,
dichas centros –que tenían clínicas mutualistas– ofrecían servicios
médicos de primera calidad a sus miembros (por ej., la Convadonga, Hijas
de Galicia, etc.). Por ley, esas quintas también proveían servicios
médicos de emergencia gratuitos a todo paciente que allí llegara.

Regresando a Hirschfeld, lo más admirable es su integridad
intelectual. El Gobierno revolucionario (¡todavía a estas alturas!) es
considerado una especie de vaca sagrada en ciertos medios intelectuales
y periodísticos extranjeros. Sin embargo, Hirschfeld no escatima
calificativos a la dinástica dictadura, a la que tacha de opresiva y
represiva, tiranía que se esconde detrás de una anticuada retórica
nacionalista falaz, y de la cual los cubanos en la Isla se mofan a
escondidas, tal como reporta la propia Hirschfeld. Sus estudios pasan,
pues, de la antropololgía médica a la político-legal. La loable audacia
de la candidez de Hirschfeld reta a aquellos intelectuales en el
extranjero que otorgan al callar la verdad, o al no reportarla
completamente; aquellos que menosprecian la franqueza que se espera de
los estudiosos comprometidos con el principio de la objetividad cándida,
esencial en las Ciencias Sociales.

Hirschfeld expresa desconcierto al confrontar el cuerpo
bibliográfico que todavía pinta al experimento cubano en términos
utópicos, mientras que lo que ella encontró fue todo lo contrario. Pero,
desde la perspectiva de la antropología política, debemos entender que
el tema de Cuba genera emociones peculiares entre algunos extranjeros.
Ellos parecen interpretar la experiencia del pueblo cubano según el
color del cristal con que se mira; o sea, ven el caso cubano –desde el
exterior– según su propio prisma de valores (a lo cual, por supuesto,
tienen todo su derecho intelectual en las sociedades libres).

El meollo del asunto nos devuelve a la rivalidad eterna entre
las Humanidades y las Ciencias Sociales. Mientras que los literatos se
pueden dar el lujo de crear en sus escritos de ficción un mundo de
fantasías moldeado por su imaginación (ahí están las obras de Hemingway,
Sontag y García-Márquez, por poner sólo tres ejemplos), del científico
social se espera que se ciña al protocolo consensual de responsabilidad
profesional, separándose (lo más humana y epistemológicamente posible)
de sus preferencias personales irracionales (emocionales). El estudio de
Hirschfeld es precisamente paradigmático desde el punto de vista
científico: ella fue a Cuba con ciertas premisas, una serie de hipótesis
de antemano favorables al régimen, pero al someterlas a la fría prueba
empírica durante su trabajo de campo, esas ideas preconcebidas
resultaron ser falsadas o falsificadas (como se dice a menudo en la
Filosofía de las Ciencias).

Hace un cuarto de siglo, en vísperas del 25º aniversario de la
llegada de los hermanos Castro al poder, uno de los coautores de este
artículo, R. Alum, escribió en el Wall Street Journal (30-XII-1983) que
el logro real del régimen, decepcionantemente, no estriba en haber
mejorado la calidad de vida del pueblo cubano. El acometimiento más
evidente del longevo régimen –con características monárquicas– ha sido
su efectividad a la hora de manufacturar una imagen falsa, manipulando
estadísticas, exagerando sus logros relativos y tergiversando la
historia a su favor. Esta propaganda parece todavía influir, 25 años más
tarde, sobre ciertos intelectuales (muchos de ellos incautos) en el
exterior, que tienden a identificarse no con las pobres víctimas –como
es de rigor en el mundo intelectual–, sino, insólitamente, con la
autoperpetuada gerontocracia (predominantemente militar) que ejerce una
hegemonía despótica en la Isla.

Al enfocar el fallido sistema de salud cubano y sus
implicaciones político-legales, Hirschfeld desafía, valiente y
excepcionalmente, la persistente propaganda presentando datos
cualitativos y cuantitativos de la realidad vivencial cubana que
desmienten a los apologistas más histriónicos en el extranjero.

Lo que debe hacer todo científico social con mentalidad
inquisitiva es indagar acerca de las incongruencias de cualquier
sociedad (tal como postularan el filósofo liberal J. S. Mill y el
antropólogo B. Malinowski). Cuando Fidel Castro enfermó en 2006, las
autoridades recurrieron a un cirujano en España, cuyo sistema médico –de
acuerdo con el discurso oficialista y de sus seguideros en el
extranjero– es supuestamente inferior al cubano. Así como lo leímos en
la prensa madrileña, la interrogante más lógica que surge (y no hay que
ser un académico) es si la cúpula gobernante de veras confía, política o
profesionalmente, en sus propios médicos.

Los reportes de la joven antropóloga Hirschfeld no sólo siguen
la pauta científica, sino que demuestran algo más: que las técnicas
investigativas eclécticas de la antropología, cuando son aplicadas
objetiva y científicamente, sirven como instrumentos magníficos para (en
la terminología de Foucault) deconstruir las falsedades de aquellas
sociedades que el filósofo Karl Popper llamó "cerradas". El opuesto es
el modelo de la sociedad abierta, donde, por ejemplo, las
investigaciones socio-culturales independientes no son obstaculizadas,
donde los intelectuales –incluyendo a los antropólogos y demás
científicos sociales– no son perseguidos.

Sólo el tiempo dirá si Cuba evolucionará, más tarde o más
temprano, hacia una sociedad abierta en la que, además (entre ciertas
otras condiciones mínimas), Hipócrates sea respetado y el personal
médico deba confidencialidad suprema al paciente.

CATHERINE HIRSCHFELD: HEALTH, POLITICS AND REVOLUTION IN CUBA
SINCE 1898. Transaction Publishers (Nueva Jersey), 274 páginas.
ALEXANDER ALUM, experto en Relaciones Internacionales, y
ROLANDO ALUM, etnólogo, dedican este texto a SARA LINERA DE ALUM, nacida
en España, formada en Cuba (donde ejerció el magisterio) y fallecida en
EEUU. Una versión reducia de este texto apareció en inglés en Cuban
Affairs (U. de Miami) en agosto de 2008.

http://www.uruguayinforme.com/news/06022009/06022009_alexander-rolando_alum.php

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