Tuesday, August 29, 2006

La hora de la democracia en Cuba

Reflexiones
La hora de la democracia en Cuba

Oscar Arias Sánchez (*) / El País (Madrid)

En su tercer discurso inaugural, Roosevelt nos decía que "la aspiración
democrática no es una simple fase reciente de la historia humana. Es la
historia humana". Sin democracia, la libertad -y con ella la posibilidad
de desarrollar su destino único y trascendente- no es más que un
espejismo. Y no sólo la libertad individual, también la estabilidad
política, el bienestar económico, la justicia social y todas aquellas
cosas que definen a una comunidad en la que vale la pena vivir.

A estas alturas de la historia está demostrado que no se pueden
perseguir fines nobles con medios innobles, que de la opresión no
germina nunca la libertad y que una dictadura puede satisfacer las
necesidades más básicas de las personas, pero no las más importantes,
como el respeto a su dignidad. Eso sólo lo hace una democracia.

Los países latinoamericanos conocen esta verdad como el escozor de una
vieja quemadura. Su rostro está surcado por cicatrices que los
autoritarismos de todo signo han grabado. La presencia de la democracia
en Latinoamérica ha sido un largo proceso de aprendizaje social,
tentativo, sujeto a retrocesos, pero cierto e invaluable. También ha
sido una conquista obtenida a golpe de llanto y de sangre que, sin
embargo, no ha alcanzado todavía a una de nuestras naciones hermanas.
Cuba es hoy la única excepción en la gran transformación latinoamericana
hacia la libertad. Cuba es hoy el único país hermano que se niega a
aceptar que la democracia, a pesar de todas sus carencias y debilidades,
es el sino de nuestra historia.

Para quienes genuinamente creemos que la democracia es un derecho de los
pueblos, ha pasado de sobra el tiempo de tapar con hojas de parra lo que
todos sabemos. Cuba no es una democracia "diferente", ni ha seguido un
camino propio, escogido por el pueblo cubano. Cuba es -lisa y
llanamente- una dictadura, y eso nos duele a quienes amamos la libertad.
Porque una democracia significa cosas muy concretas: elecciones libres
sobre la base del pluralismo, libertad de asociación y de expresión,
espacios para ejercer el elemental derecho a disentir y manifestar la
oposición por medios pacíficos, libertad de prensa y ausencia de censura.

Ante todo, democracia significa un poder político sometido a límites y
controles, el más importante de los cuales es el control ciudadano que
implican las elecciones periódicas y la posibilidad cierta de la
alternancia en el poder. Nada de esto existe en Cuba.

Si alguien insiste en afirmar que el pueblo cubano desdeña estos
privilegios y rechaza esta acepción de democracia, nos tendrá que decir
qué extraordinario rasgo antropológico o genético separa a los cubanos
de los alemanes del Este, que celebraron con júbilo la caída del Muro de
Berlín; de los checos que, saliendo por miles a la calle, hicieron
posible la Revolución de Terciopelo en 1989; de los estudiantes chinos
masacrados en la plaza de Tiananmen; de los activistas que, a pesar de
la represión, insisten en unir su voz a la de Aung San Suu Kyi para
pedir la democracia en Myanmar; de los miles y miles de españoles,
argentinos, chilenos, uruguayos, portugueses, brasileños, peruanos,
salvadoreños, nicaragüenses... que perdieron la vida, la libertad o el
arraigo a su patria, en la lucha contra las dictaduras y en el afán de
hacer valer los derechos que son esencia de una democracia. Nos tendrá
que responder, en suma, por qué Cuba camina a contrapelo de la historia.

Quisiera pensar que la convalecencia del presidente Fidel Castro abrirá,
por fin, un debate largamente pospuesto sobre la transición democrática
en la isla. Es una discusión en la que los países latinoamericanos
-víctimas muchos de ellos del olvido internacional cuando eran
gobernados por dictaduras- tienen el deber de participar. No para
imponer un rumbo al pueblo cubano, sino tan sólo para crear las
condiciones para que este último elija -genuinamente y no de mentiras-
un camino propio.

Al igual que fue el caso hace dos décadas en Centroamérica, los países
latinoamericanos debemos ofrecer a Cuba las condiciones para una
negociación política sin intervenciones extrarregionales, sin amenazas,
sin violencia y sin bloqueos. Para ello, es preciso otorgar al pueblo de
Cuba garantías que hagan posible una transición democrática ordenada.

La primera y más urgente garantía por la que debemos luchar en todos los
foros internacionales es el levantamiento del embargo económico y
comercial al que ha sido sometida la isla durante muchas décadas. La
segunda es el compromiso latinoamericano de presionar fuertemente, a
todo nivel, por el cierre de la base naval estadounidense en Guantánamo
y su retorno a soberanía cubana.

El apoyo inequívoco de las naciones latinoamericanas en ambos aspectos
constituye una base razonable para pedir al gobierno de Cuba señales
claras de apertura democrática. El régimen cubano debería dar esas
señales no tanto como una muestra de buena voluntad, sino de elemental
racionalidad, como un paso estratégico para hacer posible una transición
ordenada, con pleno apoyo internacional y capaz de preservar algunos
logros significativos de la Revolución.

La situación de Cuba es mucho más que un problema político. Es, ante
todo, como alguna vez lo advirtió José Figueres Ferrer, un problema
humano. Los cubanos merecen la oportunidad de escoger su destino. Si los
demócratas de Latinoamérica contribuimos a abrirles esta posibilidad,
estoy seguro de que elegirán transitar, junto con todos nosotros, la
aventura de la libertad y la democracia que nuestra comunidad de
naciones ha emprendido irrevocablemente.

(*) Presidente de la República de Costa Rica

http://www.lacapital.com.ar/2006/08/29/opinion/noticia_321871.shtml

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