Decretos para el desastre
By VICENTE ECHERRI
El 13 de octubre de 1960, hace exactamente medio siglo en el momento en
que esto escribo, se promulgaron en Cuba las leyes Nos. 890 y 891
mediante las cuales el Estado revolucionario --arguyendo utilidad
pública e interés nacional-- expropiaba forzosamente todas las grandes
empresas industriales, comerciales y bancarias del país. Poco más de un
año antes, con la primera ley de reforma agraria, se habían
``nacionalizado'' las haciendas y, ya en 1960, la Ley No. 851 del 16 de
julio legalizaba la incautación de las principales compañías
norteamericanas. Las leyes de octubre, que afectaban fundamentalmente a
personas y entidades nacionales, venían a culminar la incautación masiva
de la gran propiedad. A partir de entonces, el medro legítimo, motor de
cualquier sociedad sana, habría de ser en Cuba una ficción.
Aunque Castro no llevaba dos años en el poder y aún no había declarado
oficialmente el ``carácter socialista de la revolución'', los decretos
del Consejo de Ministros (que usurpaba las funciones del poder
legislativo) mostraban un inconfundible sesgo totalitario, al tiempo que
inauguraban la ruina de la economía cubana: un proceso de depauperación
que, sin solución de continuidad y con acentuado declive, llega hasta el
día de hoy. Si quisiera precisarse el momento exacto del quiebre de esa
economía --que había mostrado un cierto índice de pujanza en la década
que antecede a la revolución--, tendríamos que apuntar a ese 13 de
octubre en que un despotismo entusiasta termina de apoderarse de los
grandes bienes del país y, en respuesta a ello, los empresarios --sin
los cuales no puede funcionar la economía-- hacen sus maletas y se van.
Todo lo que vino después fue secuela.
El castrismo se ha esforzado a lo largo de todo este tiempo en querer
demostrar que la nacionalización masiva de las grandes empresas (después
le tocaría su turno a las medianas y a las pequeñas, a las cuales la
propia ley 890 prometía amparar) era un acto de soberanía respaldado por
el derecho internacional y, en ese empeño, llega incluso a citar un
fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos de 1964 (Banco Nacional de
Cuba vs Sabbatino) en que la máxima instancia judicial norteamericana
parece favorecer a Cuba en base a la doctrina del ``acto de Estado''. Si
bien el derecho internacional reconoce la prerrogativa de un Estado
soberano de confiscar propiedades (extranjeras y nacionales) para fines
de utilidad pública, esto siempre se contempla --y es así de sentido
común-- como una medida excepcional y en casos particulares. La sola
idea de que un Estado pueda confiscar la totalidad de las empresas que
medran en su territorio (a la que, por el contrario, es su obligación
proteger) y pretenda justificarlo como un acto ajustado a derecho es una
grosera aberración legal, aberración que el régimen de Castro ha tenido
la desfachatez de defender.
Pero si la libertad de las personas (y no sólo de las que se vieron
directamente afectadas por estos abusivos decretos) sufrió un profundo
menoscabo con las confiscaciones de hace 50 años, el perjuicio mayor
recaería sobre la economía. Al decapitar a toda una clase empresarial
--una de las más inteligentes e industriosas de América Latina-- y
sustituirla por gerentes improvisados e ineptos (entre los que se
destacaba el Che Guevara, acaso el líder de más probada ineptitud de
cuantos produjo la revolución castrista), el comunismo cubano cometió un
error capital que, por otra parte, al igual que el escorpión de la
fábula, no podía dejar de cometer porque estaba en su naturaleza. Y, tal
como ha sucedido dondequiera que se haya ensayado este sistema, el
resultado fue estancamiento, ineficiencia, bajo rendimiento o cese
absoluto de la producción, burocracia, ausentismo laboral, creciente
deterioro de la calidad de productos y servicios y, finalmente, quiebra.
A la distancia de medio siglo, el panorama de la economía cubana es
desolador. De las empresas que aparecieron listadas en el número de la
Gaceta Oficial del 13 de octubre de 1960 como objeto de la rapiña
oficial, la mayoría no existe y las pocas sobrevivientes son unos
fantasmas haraposos. Cuba está infinitamente más pobre y endeudada de lo
que se encontraba entonces, con una población que vive en condiciones
mucho peores --peor alimentada y peor vestida--, reducida casi a niveles
de subsistencia, con uno de los índices salariales más bajos del mundo y
víctima de un pavoroso déficit de viviendas; un país donde todo está
podrido o en vías de corromperse: casas y empresas, instituciones y
personas, moral y medio ambiente, y del cual ha desertado la esperanza.
Cuando se habla de la catástrofe del castrismo --y se apuntan las causas
de su fracaso-- es pertinente insistir en que no pudo haber sido de otra
manera, porque sin libertad de lucro y sin una clase empresarial ninguna
economía es viable. En ese contexto, el embargo comercial de Estados
Unidos puede haber hecho alguna mella en la economía cubana, pero
resulta insignificante si se le compara con la agresión directa generada
por la acción estatal que tiene sus hitos en estas expropiaciones
masivas de octubre de 1960 y en las de los meses que le anteceden,
cuando unos aprendices de brujo, empeñados en un proyecto absurdo, se
adueñaron con codiciosa arrogancia de lo que nunca aprenderían a manejar.
(C) Echerri 2010
http://www.elnuevoherald.com/2010/10/14/819468/vicente-echerri-decretos-para.html
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