La permuta
Miguel Iturria Savón
LA HABANA, mayo (www.cubanet.org) - Cuando Michael Fuentes me habló de
sus esfuerzos y gestiones para permutar del Cotorro para La Habana, me
acordé de la excelente actuación de Rosita Fornés en una comedia sobre
el tema llevada al cine en los años ochenta. Pero el caso de mi vecino
rebasa la sátira y se aproxima a la tragedia. Sólo su perseverancia y
ecuanimidad le permiten conservar la cordura en el proyecto de traslado
desde la periferia hacia el centro de la capital.
Pudiera pensarse en lo inútil de sus gestiones. Seria más fácil para
Michael vender su casa y comprar o construir otra en el lugar deseado.
Pero eso no es posible, pues en Cuba la compra venta de bienes inmuebles
está prohibida para los nativos. Si mi amigo fuera un extranjero con
residencia en la Isla, tal vez el Estado le vendería un apartamento en
El Vedado o Miramar, donde las inmobiliarias ofrecen casas y
apartamentos en moneda convertible.
El caso de Michael Fuentes no es singular. Miles de personas tienen que
desandar entre las direcciones municipales de vivienda, las notarias y
otras oficinas para conseguir el intercambio de su hogar por uno de
similares proporciones en un sitio más próximo a sus intereses
familiares o de trabajo.
Pero volvamos a Michael, quien obtuvo su inmueble después de seis años
de trabajo nocturno en una micro brigada de la construcción, sin
abandonar sus faenas diurnas y sin salario adicional. Sólo el derecho a
obtener un apartamento - previo pago a un banco estatal y lucha anterior
con el resto de los microbrigadistas- le llevo seis años de vida. Pero
Dios supo compensar su tenacidad. Una viejita le ofreció la primera
permuta para una casa de dos cuartos, jardín, patio y terreno lateral,
con el lógico pago en efectivo de la diferencia monetaria y del silencio
para evitar la suspicacia de los inspectores que controlan la
equivalencia del tramite.
Fue en abril de 1998. En solo una semana la notaria municipal viabilizó
el trueque de inmuebles, sin la intervención de los funcionarios de la
Dirección de Vivienda, quienes meses después tomaron el mando de tales
gestiones. Entonces Michael preparó su nuevo hogar para dar un salto en
garrocha hacia La Habana, Playa o El Vedado.
Encontró a un viejo amigo que le ofrecía el pequeño apartamento de su
madre en Almendares, a cambio de la casa y el terreno en el Cotorro.
Aceptó gustoso sin saber que la suerte lo había abandonado. Resolvió el
dictamen técnico, la tasación, el permiso de la Zona Congelada, las
verificaciones de los inspectores de las respectivas direcciones
municipales de vivienda, la solicitud ritual de cada interesado, la
propiedad de los inmuebles y el carné de identidad. Con tales documentos
y la madre del amigo convertida en su amiga, se presentó en una de las
tres mansiones que ocupa la Dirección de Vivienda de Playa.
Ni la enorme cola de personas angustiadas ni las decenas de funcionarios
que entraban y salían del palacete kafkiano pusieron en duda su afán de
permutar. Dejaron los documentos en manos de un joven abogado. Tres
meses después acudió para recoger el permiso de permuta y encaminarse a
la notaria. Pero el permiso no estaba ni el trámite procedía, pues los
papeles se habían perdido. Sólo dos meses de viajes, súplicas y
reuniones fueron suficientes para recuperarlos. Después de fotocopiar
cada documento y de convencer a su anciana compañera de aventuras,
Michael volvió a presentar la permuta ante los mismos funcionarios. Mas,
la viejita murió sin acercarse al hijo del Cotorro y mi amigo reinició
la traumática búsqueda de sus papeles.
La frustración y el tiempo perdido no fueron razones para desistir. En
2001 Michael consiguió una permuta para Muralla 66, en el Casco
Histórico de La Habana Vieja. Obtuvo todos los documentos, inspecciones
y permisos, incluido el de la Dirección de Vivienda de la Oficina del
Historiador de la Ciudad; pero ni su santo protector ni los orishas de
la pareja que iría para su casa del Cotorro pudieron conjurar a los
demonios que habitan en el alma de los funcionarios de la Dirección
Municipal de Vivienda, situada en la calle Sol. Allí le dijeron sin
inmutarse que si le permitían entrar se convertiría en arrendatario,
pues en esa zona solo el estado podía ser propietario. Más claro ni el
agua. Desistió. Prefería ser dueño en una aldea y no rehén del desalojo
en los predios del historiador.
Siguió la odisea del amigo quijotesco contra las normas de los
funcionarios. Me cuenta que en 2003 una vecina le propuso el apartamento
del padre en Peñalver 553. Ya el viejo vivía con ella y los papeles
estaban actualizados. Esta vez no perdería la propiedad, el Casco
Histórico suavizaba sus dictámenes. En ese momento, el pero consistió en
la ordenanza de darle baja a su esposa y a su hijo, dejarlos sin casa en
el Cotorro. Como el viejo vivía solo, sólo uno de los tres tenía derecho
a entrar en La Habana Vieja. Michael lo entendió: hay que cuidar el
balance poblacional en la zona turística.
Siguió en punto cero, pero no dejó de explorar. Buscó a corredores de
permutas, se anotó en una bolsa provincial, habló con los tipos de Prado
y Trocadero, visitó casas enmascaradas con coloretes, apartamentos con
barbacoas y otras desgracias. En Revillagigedo, una señora le cambiaba
su apartamento moderno por la casa, el terreno y tres mil dólares. En
Jesús Peregrino le ofrecieron algo similar. En Habana y Acosta le
permutan aún una casa en un pequeño edificio que exige reparaciones.
Todo eso y algunas cosas innombrables le han sucedido a este amigo,
quien aún sueña con saltar en garrocha los diecisiete kilómetros que
separan al Cotorro del Capitolio habanero. Tal vez quiera sacudirse el
viaje en "camello" o en el "almendrón" de 20 pesos que recorre el
trayecto. A lo mejor logre su propósito cuando desaparezcan las
direcciones de vivienda y los propietarios no dependan de funcionarios
kafkaianos que regulan las permutas tras los muros de un castillo tropical.
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