La historia se repitió y no precisamente como farsa. Cuando Alberto
Lamar Schweyer, un contrarrevolucionario nacionalista --que también los
hay--, trató de explicarse la caída de Gerardo Machado, en agosto de
1933, habló del malestar de la clase media, de la formación de un nuevo
ejército y de la intromisión de Estados Unidos. Esa idea del libro Cómo
cayó el presidente Machado (1934) podría ser la clave para entender lo
que sucedió en diciembre del 58 en Cuba: entonces también hubo una clase
media inconforme, un nuevo ejército, un dictador abandonado por
Washington y una revolución popular y bien vista en Estados Unidos.
Durante cincuenta años, la historiografía socialista y sus ecos en la
opinión pública occidental --y en la propia academia norteamericana--
han sostenido que Batista fue "el hombre de los americanos en Cuba''.
Esa percepción es correcta, pero sólo parcialmente: Washington --y no
sólo Washington, también la España de Franco o el México de Ruiz
Cortines, por medio de la famosa "doctrina Estrada''-- reconoció
diplomáticamente el régimen del 10 de marzo de 1952. Pero a partir del
verano de 1957, con el envío del embajador Earl T. Smith, el
Departamento de Estado comenzó a tomar distancia de Batista.
Durante año y medio el embajador, aunque no simpatizaba con Fidel
Castro, mantuvo un diálogo permanente con la oposición pacífica y
violenta de la isla. Unas veces con dudas y otras con resolución, Smith
y sus cónsules apoyaron el embargo de armas contra el gobierno. Batista
protestó contra esa medida por considerarla injerencista. "La
neutralidad opera contra el régimen constitucional de Cuba. Nosotros
somos antiintervencionistas y rechazamos cualquier intento de
intromisión en los asuntos soberanos de Cuba'', dirá Batista al
embajador, en marzo del 58, siguiendo la misma lógica de razonamiento
que utilizará después Fidel Castro para denunciar el "bloqueo
imperialista''.
Ya a principios de noviembre de 1958, los despachos consulares de Smith
reflejan sus dudas acerca de que las elecciones presidenciales puedan
contener la caída del régimen y su cada vez mayor apuesta a la renuncia
del presidente y la formación de una junta cívico-militar. Mientras
trataban de persuadir a Batista, por distintas vías, para que
renunciara, el embajador, el propio secretario de Estado John Foster
Dulles y, sobre todo, el subsecretario de Asuntos Interamericanos, Roy
Rubottom, mantenían contacto con la oposición y hasta con el Frente
Cívico Revolucionario, encabezado por José Miró Cardona en Miami, al que
pertenecía el Movimiento 26 de Julio.
Los revolucionarios, especialmente los voceros del 26 de Julio en el
exilio (Mario Llerena, Raúl Chibás, Luis M. Buch, Haydée Santamaría,
José Llanusa), cabildearon con eficacia a favor de la revolución en
medios periodísticos y políticos de Estados Unidos. El principal mensaje
de aquel cabildeo, como se lee en La revolución insospechada (1978) de
Mario Llerena, era que el movimiento liderado por Fidel Castro era
patriótico y democrático, no comunista, y que por tanto merecía el
respaldo de Washington. De ese importante lobby, creado entre 1957 y
1958, salió la invitación que la American Newspaper Publisher
Association hizo a Castro a principios del 59.
El respaldo que la revolución pidió a Estados Unidos fue concedido en
enero de 1959, con el reconocimiento del gobierno de Urrutia y el envío
del embajador Philip Bonsal. Ni Smith ni Bonsal fueron nuevos Sumner
Welles, como sugeriría el paralelo con el libro de Lamar, pero ambos,
sobre todo el segundo, redactaron informes favorables al primer gobierno
revolucionario, a su presidente, a su primer ministro Miró Cardona, a su
secretario de Relaciones Roberto Agramonte y al propio Castro. A pesar
de que desde fines del 58 la CIA recibía información de que Raúl y el
Che eran comunistas, Bonsal llegó a La Habana con la certeza de que
Castro, como él mismo decía, no lo era y que "Cuba necesitaba una
revolución para prosperar y contribuir a la familia democrática
latinoamericana''.
No es cierto, como sostiene la historia oficial, que Estados Unidos se
opuso a la revolución desde su triunfo. Washington respaldó al gobierno
revolucionario entre enero y julio del 59 y, por lo menos, hasta la
primavera de 1960 trató de mantener en buenos términos el diálogo
diplomático con la isla. A partir de documentos de la administración
Eisenhower en aquellos meses, Hugh Thomas llegó a la conclusión, hasta
ahora irrebatida, de que Estados Unidos estaba dispuesto a relacionarse
con una revolución nacionalista radical en Cuba, que expropiara a sus
empresarios incluso, siempre y cuando los indemnizara y celebrara
elecciones.
La mejor prueba de que Estados Unidos dio la espalda a Batista está en
la última conversación del presidente con el embajador Smith, relatada
por Roberto Fernández Miranda. Batista siempre pensó que su exilio sería
en Daytona Beach y esa había sido la oferta de Pawley a principios de
diciembre. Smith, sin embargo, le dijo entonces a Batista que "para
evitar los ataques que sin duda originaría ir inmediatamente a Estados
Unidos'' era mejor que se estableciera en España. Ese fue el origen de
la decisión de volar a Ciudad Trujillo la madrugada del 1 de enero de
1959, en lo que el embajador Lojendio tramitaba las visas españolas, y
de la complicada estancia del dictador derrocado en República Dominicana.
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