En Cuba, donde Fidel intervino durante casi cinco décadas hasta en la
cantidad de agua necesaria para hervir los porotos, su hermano Raúl
moderó el discurso, y se apartó de la línea vertical del Partido
Comunista, de modo de propiciar una transición incluyente. ¿Qué
significa eso? Que incluya, precisamente, a los funcionarios del régimen
actual.
Por Jorge Elías
Diario Exterior
España
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José F. Sánchez
Analista
Jefe de Buró
Cuba
Dept. de Investigaciones
La Nueva Cuba
Diciembre 27, 2006
En vísperas de la parada militar del 2 de diciembre en la Plaza de la
Revolución, la gran incógnita no era la presencia de Fidel Castro. Ya
no. Que estuviera poco iba a cambiar la situación. Desde el 31 de julio
había delegado el mando en su hermano Raúl. Excepto esporádicas
apariciones con el diario oficial Granma de la fecha correspondiente
sólo para demostrar que seguía vivo, todo se centraba en el secreto
mejor guardado de la isla: su estado de salud, librado a la decisión del
destino de mantener el pulgar erguido o inclinarlo hacia abajo. Faltaba
después de 47 años. Faltaba, y con su ausencia abonaba la intriga sobre
el desenlace: el desenlace de Cuba, más que el suyo.
Febriles comenzaron a ser los contactos reservados con los gobiernos de
Hugo Chávez, por un lado, y de George W. Bush, por el otro. Febriles y,
en ocasiones, precipitados. Sobre la mesa, aún dominada por el errático
pulso de Castro, Raúl tenía dos cartas cubiertas. Debía mostrar una
frente a los Estados Unidos. Debía optar, en realidad, entre ser hostil
o conciliador. Prefirió ser conciliador. Contaba con el presumible guiño
de su hermano. Sobre todo, por una señal emitida desde Washington: el
cambio no iba a gestarse en Miami, polo de poder de los cubanos
exiliados, sino en La Habana. Era, en cierto modo, la garantía de una
transición ordenada hacia una nueva etapa; hacia la democracia, quizá.
Raúl no actuó solo, pero entendió que ser hostil hubiera complicado el
delicado equilibrio de la revolución sin su mentor. El gobierno de Bush,
al igual que todos sus antecesores desde 1959, nunca llegó a comprender
la esencia del régimen cubano ni su influencia en América latina. No
pecó de ingenuo en comparar el fin de la era Castro con la muerte de
Augusto Pinochet, en retiro efectivo desde hacía tiempo. Uno sirvió de
comodín a otros países americanos, incluido Canadá, ante los afanes
hegemónicos de los Estados Unidos; el otro instauró una dictadura de
signo opuesto cuya agencia de promoción, la Operación Cóndor, no tuvo
más identidad ideológica que la eliminación de sus enemigos o detractores.
Sin Fidel, empero, el régimen cubano, excluido de la Organización de
Estados Americanos (OEA) por no ser democrático, perdió su última carta:
la legitimidad. De ahí, el mensaje de Raúl: respeten nuestra
independencia y, sobre esa base, acepten negociar. ¿Negociar el éxodo o
negociar el retorno? Negociar, en principio, una transición pacífica con
la condición de que no será vulnerada la soberanía.
Garante de ella pretende ser Chávez, pero, clausurado el diálogo con
Bush, tal vez surjan otros componedores: José Luis Rodríguez Zapatero,
interesado en preservar los lazos culturales y económicos bajo el alero
de la Unión Europea (UE), y Luiz Inacio Lula da Silva, dispuesto a
sofocar las presiones externas para una apertura democrática inmediata
en la isla. En la isla de la fantasía, abierta a todo tipo de
especulaciones.
Legitimidad en crisis
En ella, con usos y costumbres propios, no germinaron los opositores,
sino los disidentes. Usualmente, los opositores intentan cambiar la ley
dentro del sistema. En Cuba, los disidentes intentan cambiar el sistema
fuera de la ley; de la ley de la revolución, de confección doméstica.
Tan doméstica, que ni el más obcecado defensor de su doctrina creyó que
fuera un modelo político digno de ser adoptado en su país, ni el más
obcecado fanático de la barba de Fidel sería capaz de renunciar a sus
privilegios burgueses para vivir en ella. De lejos siempre se ve mejor.
Desde 1999, cuando asumió la presidencia, Chávez quiso perfilarse como
el heredero de Fidel. No sólo en América latina, sino también en Cuba.
En un país regido por el nacionalismo, desmarcado del yugo de la Unión
Soviética tras su desintegración, ¿Venezuela tendería un manto protector
ante el fantasma de una invasión norteamericana? El mismo discurso,
aplicado en los Andes, llevó al presidente de Bolivia, Evo Morales, a
suscribir acuerdos de defensa con el gobierno bolivariano que no
agradaron para nada a su par de Chile, Michelle Bachelet.
En Cuba, donde Fidel intervino durante casi cinco décadas hasta en la
cantidad de agua necesaria para hervir los porotos, su hermano Raúl
moderó el discurso, y se apartó de la línea vertical del Partido
Comunista, de modo de propiciar una transición incluyente. ¿Qué
significa eso? Que incluya, precisamente, a los funcionarios del régimen
actual. Si no, otra revolución hipotecaría el futuro.
En Raúl pocos confiaban; creían que, apartado o muerto Fidel, iba a
disolverse como un terrón de azúcar en un vaso de agua por haber vivido
a la sombra de él. Estuvieron juntos en prisión, se exiliaron juntos en
México y juntos derrocaron la dictadura despiadada y corrupta de
Fulgencio Batista. Raúl, alias el Terrible, cumplía a la perfección con
su papel de ejecutor de todos aquellos que su hermano señalaba como
traidores. Entre ellos, los soldados del antiguo régimen.
Terminó siendo, sin embargo, una pieza clave de la transición. Hasta su
avanzada edad, 75 años, cinco menos que Fidel, valió para fomentar la
idea de un cambio generacional en la clase dirigente y, con él, la idea
de un cambio del sistema. Valió también su visión de una economía
descentralizada como paso siguiente de la transición, nutrida de un
virtual incremento de las inversiones extranjeras (en especial, en
hoteles) en virtud de la atracción que ejercerá Cuba, la nueva Cuba.
Margen de maniobra
Raúl sostiene esa posición desde el colapso de la Unión Soviética, en
1991. Sugiere mirar a China. Otros, como el vicepresidente Carlos Lage,
fijan la vista en Vietnam: modernizó la economía y redujo la pobreza,
pero no perdió la guía del Partido Comunista. Frente a ello, Fidel no
emitió ningún juicio definitivo.
Sin esperar el veredicto biológico, los Estados Unidos se apresuraron a
redactar su hoja de ruta en Cuba: liberar los precios de la energía;
entrenar desde fuerzas de seguridad hasta guardabosques; reparar
carreteras y puentes; vacunar niños y enjuiciar a funcionarios del
régimen que no cooperen con la transición. ¿Irak, segunda parte? Sin
guerra previa, en principio.
A Raúl lo auparon los Estados Unidos y Venezuela en una suerte de
negociación a tres bandas que se manejó con más celo que la salud del
líder pretérito. Su ausencia en el aniversario de la revolución, a
diferencia de las reuniones que mantuvo en privado con algunos de los
participantes de la XIV Cumbre del Movimiento de los Países No Alineados
en septiembre, labró por sí misma el parte médico, considerado un
secreto de Estado.
Poco creíble resultó ser el breve mensaje de felicitación a Chávez por
su reelección, transmitido el 4 de diciembre por medio del Granma . Al
margen de ello, ¿era importante que Fidel presidiera la parada militar?
Era anecdótico. Su suerte estaba echada. Podía vivir mil años, pero ya
nada iba a ser igual.
La mera presunción de su presencia, más allá de su notoria ausencia,
procuró garantizar el orden, correlato conservador de toda revolución
que se previene a sí misma de engendrar otra de signo opuesto, cual
tránsito de Castro a Pinochet.
Fuente: La Nación (Argentina)
http://www.lanuevacuba.com/nuevacuba/notic-06-12-2706.htm
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