Mito e historia
RAFAEL ROJAS
La historia oficial de la revolución cubana, esa que en las últimas
cinco décadas se ha enseñado en las escuelas de la isla y se ha
publicado en Granma y Juventud Rebelde, es un relato simple, maniqueo y
mesiánico. Su argumento central es que el socialismo --partido único,
economía de estado y poder indefinido de una misma persona-- era la
voluntad no de una reducida élite comunista, sino de la ''nación
cubana'' desde sus orígenes en el siglo XIX. Esa voluntad fue
interpretada ''correctamente'' por un grupo de jóvenes, encabezados por
Fidel Castro, quienes la condujeron a su destino manifiesto en abril de
1961.
Para trasmitir ese mensaje, la historia oficial tiene que nacionalizar
el comunismo: convertir la dictadura de una minoría en voluntad general
de un pueblo o un régimen basado en la exclusión de unos cubanos por
otros en una plataforma universal e incluyente. Pero no sólo eso, para
armar el relato simplista y unilateral de la revolución es necesario
presentar toda la cultura cubana anterior a 1961 como antecedente
espiritual del socialismo. Es por ello que la pluralidad ideológica y
política del pasado insular, y su permanente tensión entre ideas
liberales, conservadoras, republicanas, católicas y marxistas, son
obstáculos formidables contra esa fábula homogeneizadora y providencialista.
La historia oficial, que no siempre coincide con la historiografía
académica producida en la isla, no puede reconocer la diversidad de
organizaciones, líderes y estrategias que actuaron contra la dictadura
de Batista, entre 1952 y 1958. Ese relato opera por medio de falsas
jerarquías --guerra sobre política, balas sobre votos, Sierra sobre
llano, 26 de Julio sobre Directorio, socialismo sobre liberalismo-- o de
sutiles y toscos ocultamientos: las guerrillas del Escambray, la
oposición pacífica o armada de auténticos y ortodoxos, el papel de la
Iglesia, el poder judicial, el Congreso y la sociedad civil, las
críticas de la opinión pública, la flexibilización del régimen entre
1954 y 1955 o el amplio consenso a favor de un restablecimiento de la
Constitución del 40.
El eje de la narración lo ocupa, por lo general, Fidel Castro, a pesar
de que éste no fuera el único ni el más importante líder revolucionario
hasta 1958. En sus antípodas aparece una caricatura teratológica de
Fulgencio Batista, que impide una comprensión de los orígenes del 10 de
marzo del 52 y de la resistencia que le hicieron algunas instituciones
republicanas. El asalto al Moncada es un evento sometido a una obsesiva
idealización, que contrasta, por ejemplo, con el escaso interés que
suscita el malogrado asalto a Columbia del filósofo Rafael García
Bárcena y los miembros del MNR en abril del 53 o el silenciamiento de
los auténticos y miembros de la Triple A que, al mando de Reynold
García, asaltaron el cuartel matancero Domingo Goicuría en abril del 56.
El relato oficial es un reflejo bastante nítido del culto a la
personalidad de Fidel, el Che y Raúl y una construcción del pasado desde
el punto de vista de quienes vencieron en la guerra civil y acapararon
el poder por medio siglo. Desde entonces la historia de la revolución ha
sido, en Cuba, un asunto de estado o, más específicamente, un asunto del
Consejo de Estado. La idea de que el relato debía ser contado de acuerdo
con la perspectiva de los sectores más radicales del 26 de Julio y,
fundamentalmente, de aquellos tres caudillos de la Sierra, quedó
establecida, desde el principio, en el encargo que recibiera Celia
Sánchez de organizar el archivo de la revolución.
El filósofo francés Alain Badiou, neomarxista por más señas, recomienda
que en la historia política se distingan siempre las razones del estado
y las motivaciones de los sujetos. No es un mito que cientos de cubanos
murieron luchando contra Batista: lo que es un mito es que la razón por
la que se levantaron en armas haya sido el socialismo. Tampoco es un
mito que otros miles murieran enfrentándose al comunismo, por lealtad a
las ideas democráticas y nacionalistas de la primera revolución, y no
por anexionismo o apostasía, como sostiene el relato habanero. Ese
drama, el de la guerra civil y el exilio, generados por la deriva
comunista, sigue siendo inadmisible en La Habana de hoy.
La historia oficial es, en palabras de Badiou, una ''verdad de estado''
incuestionable y, a la vez, ficticia. Lo curioso es que ese discurso
estatal sea incapaz de contar su propia historia porque no puede colocar
al poder en el centro de la narración. Los regímenes totalitarios
trasmiten, simbólicamente, la idea de que el poder de las élites no
existe, que quienes lo ejercen son ''las masas''. Por eso ninguna
historiografía marxista ha producido, hasta hoy, una verdadera historia
del poder soviético o del poder chino: son historiadores liberales
quienes lo han hecho. Lo mismo sucede con la historia oficial cubana: no
puede narrar la construcción del poder socialista, entre 1959 y 1961,
porque para hacerlo tendría que describir el maquiavelismo de sus líderes.
Cuando es ''el pueblo'' quien gobierna, la historia política desaparece
y en su lugar queda una epopeya consoladora. En ese mundo perfectamente
armónico no hay disidencias o fricciones y quienes se oponen son
desprovistos de toda subjetividad o autonomía y asumidos como agentes de
alguna fuerza diabólica. La historia de la revolución o, más bien, de
las dos revoluciones cubanas debe ser reescrita para contar lo que sólo
desde la crítica puede ser contado: el nacimiento del totalitarismo y
sus oposiciones. El discurso oficial, tan lleno de certezas místicas,
presenta esa reescritura como ''distorsión'', ''mentira'' o falseamiento
de una historia sagrada. Pero la crítica sabe que el conocimiento
histórico sólo avanza por medio de la desmitificación y la duda.
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