El nombre del tiempo
RAUL RIVERO
Madrid -- Sobre los escombros de las casas pobres y sobre la colchoneta
vegetal de los árboles muertos por el paso de dos huracanes, en Cuba,
las parcelas más amplias de la población --que estaban paralizadas en la
pobreza-- han comenzado a caminar hacia atrás en un proceso regresivo
hacia la nada.
En efecto. El panorama, después de la embestida de esas espirales de
agua y viento, es sombrío, desalentador y espantoso. Pero lo que le pone
un membrete particular a esa situación es el empeño del gobierno por
administrar la desolación, controlar la capacidad de recuperación de las
personas y manejar con arbitrariedad los límites del hambre, la sed y la
libertad del individuo.
Lejos de abrir, liberar y permitir que los hombres y las mujeres salgan
a la vida a encarar con sus fuerzas la recuperación y el avance de sus
aspiraciones, el deseo enfermizo de mantenerse en el poder absoluto lo
que produce es una avalancha de leyes, decretos y ordenanzas.
Esa papelería y esas medidas restrictivas sólo sirven para facilitar el
viaje programado al vacío o, nadie lo sabe, a un conflicto, a unas
turbulencias sociales que suelen ser más graves que los asuntos de la
meteorología.
Para tener en sus inventarios hasta el último racimo de plátanos burros
que se cayó en Manzanillo y en los almacenes estatales los primeros
paquetes de aspirina que llegaron de Venezuela, ellos hacen llamados,
advertencias, amenazas para que los mismos damnificados salgan a hacerle
esa tarea. Las víctimas en función de afianzar sus miserias para cumplir
con las consignas y los proyectos concebidos en una mesa distante que
siempre está servida.
La etapa post huracán sigue huracanada y proyecta para los cubanos (como
espectadores y protagonistas) una nueva versión del drama de la familia,
del individuo, del hombre sencillo de la calle al que le toca vivir bajo
un régimen totalitario. Un sistema que provoca, en los planos privados,
en el curso singular de la vida diaria, una infinita diversidad de
angustias, frustraciones y dolores que no aparecen nunca en los libros
de historia.
Se trata de los castigos de la lucha cotidiana por la supervivencia en
medio de la escasez, el desabastecimiento y las disposiciones de los
comunistas para aparentar que distribuyen con justicia la pobreza.
Es la violencia soterrada, las aflicciones sin eco de los ciudadanos de
peso y bicicleta que no tienen espacios porque la jerarquía controla
todos los medios de prensa y los ámbitos legales quedan también dentro
de las fronteras descomunales y vaporosas del estado.
Hablo del retraimiento y la clausura de las inmensas minorías. Las que
ven pasar el tiempo sin defensa, a cielo raso, desabrigadas, inermes
bajo el lente de los órganos represivos y de los impulsos del miedo de
otros ciudadanos que experimentan una especie de liberación provisional
mediante la indiferencia, la insolidaridad o la simulación.
Esos grupos de marginados y desposeídos, que conforman, en definitiva,
los grandes sectores de la población, lo único que tienen asegurado en
aquellos escenarios es la penuria y el peligro.
Son ellos y los cronistas de su realidad --el periodismo independiente y
los activistas de derechos humanos-- quienes más necesitan una palabra,
un gesto, toda la cercanía en ese tiempo que se vive allí. Un tiempo que
desde hace mucho tiempo en la civilización llaman antiguo.
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