Cena para cuatro
Historias de la cárcel: Las horas finales de otro de los secuestradores
de la lanchita de Regla.
Raúl Rivero, Madrid
viernes 30 de noviembre de 2007 6:00:00
Sobre las seis de la tarde trajeron las bandejas. En la puerta de la
celda tapiada apareció un guardia enorme, gordo, negro mate, y se las
entregó sin mirarlos, una por una. Los cuatro hombres las recibieron en
silencio. Cuando los guardias volvieron a poner los candados, y abrieron
y cerraron la mirilla para el chequeo final, el más joven dijo: "¡Coño,
caballerooo, dieron pollo!".
Héctor Palacio Ruiz, un hombre alto, un preso político que esperaba
juicio para irse a cumplir su tercera condena, miró a los otros dos
reclusos —huéspedes asiduos de los calabozos por tráfico de drogas— y
ellos lo estaban mirando.
El muchacho devoró los gramos de un pedazo de pollo hervido, seco, sin
sal y duro. Lo mezcló con el cucharón de arroz gris que le sirvieron y
se tomó un vaso de agua tibia. "Coño, pollo, compadre", dijo y se puso a
limpiar los zapatos porque le habían anunciado que tenía visita pronto.
Esa mañana lo habían condenado a muerte en un juicio sumarísimo, pero el
abogado de la empresa estatal que contrató su familia le había dicho que
la apelación era automática y que todo el proceso quedaba paralizados
ahora, que se fuera tranquilo.
Y él estaba tranquilo. En el episodio por el que lo condenaron a muerte,
no había ni siquiera un herido. Sólo el escándalo, el revuelo del
intento de secuestrar una lancha de pasaje y desviarla para irse a vivir
—y después sacar a la familia— para Miami, a la Yuma con sus dos mejores
amigos, "pangaj, socitoj, hombrej sin tema, en la buena y en la mala,
vaya como hermanoj mío que lo que queremo e vivir sin tormento", había
dicho al llegar ante su nuevos compañeros de celdas: unos metros de
oscuridad que la policía alquiló en el infierno.
Así es que el preso le pasó un trapo húmedo a sus zapatillas deportivas.
Trató de quitarles unas manchas de grasa y las puso a secar en la
litera, como si con ese gesto fuera a conseguir que entrara un poco del
aire de la primavera que afuera, en la vida real, se instalaba enseguida
que comenzaba a rayar el día.
Quiso iniciar una conversación otra vez sobre la sorpresa del pollo en
la bandeja, pero nadie le hizo caso. Entonces volvió al tema del juicio
y comentó que él y sus amigos eran muy jóvenes, ninguno llegaba a los 30
años. "Somos unos chamas, compadre, no noj van a dar palito por esa
bobería, si aquí toel mundo quiere ganarse el pirey".
Los otros tres presos tenían los ojos cerrados y no le hicieron caso.
Quietos y callados, cada uno en lo suyo. Encerrados también en sus
mundos privados. En unos ejercicios que impone la cárcel: recordar con
detalles las caras de los hijos, reconstruir conversaciones, buscar en
la memoria el sabor de una fruta o el calor de un beso, pensar en un río
en y la línea del horizonte.
El preso joven se había quedado dormido con el brazo derecho como
almohada. La mano señalaba el techo.
A las diez en punto abrieron otra vez la puerta. El mismo guardia que
trajo las bandejas gritó un número (en esa prisión, como en casi todas,
la gente pierde el nombre) y el muchacho dijo desde una telaraña: "Aquí".
"Arriba que nos vamos", dijeron en el pasillo. "¿Recojo lo mío?",
preguntó. "No, después", respondió un trío desafinado.
"Bueno, caballerooo, voy abajo", dijo hacia la pared del fondo de la
celda. Y volvieron a tirar los candados.
Tres horas después, alrededor de la una de la madrugada, pasó un oficial
a recoger las pertenencias del preso. Un pulóver, una toalla y una bolsa
de nylon con ropa interior y la mitad de un jabón Nácar.
"¿Lo trasladaron?", preguntó alguien. Pero lo preguntó por necesidad,
para matar el silencio, para que se borrara rápido la imagen del
muchacho, porque todos sabían muy bien a donde lo habían llevado.
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