Tuesday, July 24, 2007

Pinochet, Castro y la crisis de la imaginación

Opinión
Pinochet, Castro y la crisis de la imaginación

Aparte de las intenciones de cada uno, ¿han empobrecido o fortalecido
moralmente a sus pueblos?

Miguel Cabrera Peña, Santiago de Chile

martes 24 de julio de 2007 6:00:00

Más de una vez se han comparado las dictaduras de Fidel Castro y Augusto
Pinochet, este último fallecido en diciembre pasado. Generalmente, los
autores cotejan procesos de represión, colocan distinciones o las
saltan, según la confesión política que se profese.

Pocos, sin embargo, observan ambos procesos desde un particular ángulo
ético, que acaso permitiría responder a la siguiente pregunta:
¿terminaron por empobrecer o fortalecer moralmente a sus pueblos, con
independencia de las intenciones de cada uno? Vayamos por partes.

Pinochet

Este general adquiere el poder matando a un presidente legalmente electo
y, desde ese mismo instante, se gana la ojeriza de fuerzas que hasta
entonces no hallaban su órbita y que a veces forcejeaban entre ellas.
Con la asonada, la izquierda extrema, aunque con métodos diferentes, se
unió en la lucha con los socialistas menos radicales, a la que se
sumarían democristianos y socialdemócratas. A medida que se extendía el
mandato militar, incluso gente sensata en la derecha resintió, aun en su
fuero íntimo, la prolongación del cuartelazo.

En este sentido, Pinochet cohesionó a gran porción del país, que en
batallar contra su pertinacia descubrió, en numerosos casos, el
verdadero sentido de su vida. Entre ellos pronto se contarían exiliados,
desaparecidos, asesinados y quienes, con el correr de los años,
arribarían al poder.

La Iglesia Católica escribió, por su parte, páginas de resistencia que
nadie podrá borrar de la historia de Chile. Y no sólo curas de barrio
estamparon su rúbrica en aquella pelea, sino personeros de la jerarquía
como el cardenal Raúl Silva Henríquez. Contingentes de pobres —como
siempre— marcharon al frente de la conquista de sus derechos.

Sin duda, resulta difícil corroborar, como en una fórmula matemática, el
fortalecimiento de un pueblo en el terreno ético y moral. Tal vez
podríamos, sin embargo, acercarnos.

Una prueba de tal enriquecimiento sólo se entrevé con el paso del
tiempo. Para allegar una idea bastaría preguntar hoy a cualquier
chileno, rico o pobre, que viva en su país o en Australia, Suecia o
Estados Unidos, si está orgulloso de haber combatido a Pinochet. La
respuesta será invariablemente —y perdonen la rotundidad— "sí".

El golpe propició la floración moral de masas de chilenos. Fueron éstas
las que, con su batalla, con su abnegación, con el poner sus vidas a
disposición de un ideal, y también con su muerte, levantaron las enormes
oleadas de solidaridad internacional, a las que al cabo se sumó Estados
Unidos, que culminó con James Carter sancionando económicamente al
aliado norteamericano de otrora.

Pero esta solidaridad arriba únicamente cuando, como en Chile, se le
demuestra al usurpador que tiene oposición, que no es menuda y está
dispuesta a todo. Pinochet la tuvo desde el 11 de septiembre de 1973 y
concluyó cuando el nieto del general Carlos Prats le escupió el ataúd.

Recuérdense los fundamentos de sangre en que cuajó la solidaridad, de
casi todo el planeta, con el pueblo sudafricano. Lamentablemente, las
grandes solidaridades se han edificado siempre sobre ríos de sangre.

Castro

Si Pinochet prolongó el cuartelazo, Castro prolongaría su triunfo como
suceso sin acabamiento. Sus redes de dominio policíaco y psicológico,
sus cárceles y paredones fueron silenciando a los pocos que después de
los primeros años se atrevieron contra su omnipotencia.

Castro logró lo que jamás imaginó Pinochet: convirtió el sentido de la
libertad y la democracia en viejos cacharros, en espectros de otro
mundo. La democracia representativa de nada vale —clama de antaño su
política—, y hasta una orquesta popular le hizo, como a todo en Cuba, su
guaracha.

Mientras con cada tropelía la dictadura de Pinochet alimentaba el fervor
emancipador, Castro campeaba sobre un mar de cabezas inclinadas y
continuaría campeando cuando ya esas cabezas descreen del héroe de 1959.

Quizá por la vergüenza de haberlo apoyado alguna vez, quizá por no
querer verse como alguien que cambia de idea, y muchísimas veces no por
temor a la represalia directa, sino a aquella semiencubierta que termina
transformando a la víctima en no persona, miles de cubanos claudicaron y
dejaron al tiempo —tan voluble como el azar— la solución de sus problemas.

Después del acoso y la expulsión, la Iglesia Católica en la Isla bajó
también la cabeza, empezando por su jerarquía casi en pleno. No ha
habido en Cuba un Silva Henríquez, a quien Pinochet tuvo siempre encima
como un tábano.

Defensor inclaudicable de los derechos humanos, su efigie se alza hoy
frente a la Catedral santiaguina y aparece también en una de las monedas
del país, donde sólo habitan los próceres más señalados. A Cuba le faltó
y le falta la voz directora, ese horcón de la nación moral que debe ser
la Iglesia.

¿Y cuál será la causa que late debajo de semejantes actitudes?

La crisis que atraviesa Cuba radica en su patriotismo. Y esto
—paradójicamente— nadie imaginó que podía derivar del quehacer de
Castro. Si él es la patria, según el régimen, ¿cómo fue posible
semejante metamorfosis entre un pueblo donde —también según la
propaganda oficial— el Comandante se multiplica?

Tal vez harto de idealismo, saturado de sueños abstrusos y en una
atmósfera que es mezcla de Lewis Carroll y George Orwell, se ha
lesionado de alguna manera la imaginación de la comunidad, si apelamos a
los conceptos famosos de Benedict Anderson.

La imaginación lesionada

Luego de recordar la finitud del territorio —a partir del cual hay otras
naciones— y la dificultad de que todos los miembros de una nación se
conozcan, afirma Anderson que en la mente de cada miembro de la nación
reside la imagen de la comunión de todos sus integrantes.

Y añade que la nación siempre se concibe como un compañerismo profundo,
horizontal, con independencia de las explotaciones que puedan
prevalecer. "En última instancia, es esta fraternidad la que ha
permitido, durante los últimos dos siglos, que tantos millones de
personas maten y, sobre todo, estén dispuestas a morir por imaginaciones
tan limitadas".

Lo que Pinochet ahondó y purificó fue, en el sentido que Anderson
interpreta, "el estilo" en que se imaginó a sí misma la mayoría de la
comunidad chilena, puesta frente a condiciones inestrenadas, si se nos
permite el pecado de trasladar a un ámbito interno —y a época acotada—
la formulación de Anderson.

Y aquí no nos queda más que discrepar con lo que el catedrático llama
"independencia de las explotaciones que puedan prevalecer". Estas
explotaciones sí pueden desdorar, poner en crisis "el estilo" del
imaginario nacional, al menos temporalmente.

Aunque Cuba no es ni con mucho el caso único en que se ha estropeado tal
imaginería, situemos uno de sus gérmenes. La relevancia de la
fraternidad disminuye cuando el ciudadano se sabe vigilado, investigado,
delatado precisamente por sus vecinos, y esto sin el consuelo de la
protesta por parte de la víctima. Lo anterior provoca acaso una
depauperación colectiva de la autoestima. Y la padecen tanto el delator
como el delatado.

Valdría entonces calcular qué sienten hoy los cubanos hacia aquel
compatriota que no conocen y que en los albores de la Revolución
fantasearon realmente como fraternal, hermano como suele decirse en
Cuba. ¿No disminuye entonces el "compañerismo profundo, horizontal", la
"comunión", la "fraternidad"?

Hagamos a los isleños la misma prueba que a los chilenos. Vayamos a
Miami, por supuesto, e indaguemos allí cuántos se sienten orgullosos por
haber apoyado a Fidel Castro en los últimos 48 años. No vale la pena
imaginar la proporción de respuestas. Lleguemos hasta Madrid, París o
Santiago de Chile y tampoco ganará la sensación de orgullo.

Quienes contesten lo contrario, anidarán la incoherencia palmaria de
sentirse orgullosos por haber respaldado al régimen que los llevó a
abandonar su tierra. En Cuba no tendría mérito la pregunta, dada la
extendida doble moral, frase que hasta el oficialismo ha incorporado en
aquellos temas que le conviene.

Quizá no constituya un disparate subrayar que cuando alguien tiene que
salir de su patria, sobre todo sin ofrecer resistencia a las
circunstancias que propiciaron el abandono, parte con una idea
fragmentada de su comunidad. La suya será una comunidad menoscabada, que
anhela quizá, inconscientemente, recomponerse en otra.

Conscientes en alguna medida de la crisis moral de la nación, la
pregunta más gráfica y grave se plantea en la Isla todos los días:
¿Cuántos serían capaces de irse —adonde sea— si pudieran?

Desde la esclavitud

Muy válidas resultan las quejas de los demócratas isleños contra las
ambivalencias de la Unión Europea hacia el caso cubano, contra la
izquierda española en el gobierno o el socialismo chileno, por ejemplo.
Pero el andar de la modernidad ha demostrado con creces que la
solidaridad tampoco se mendiga, si queremos parodiar a Antonio Maceo.

La Isla, en fin, atraviesa actualmente la crisis ética más grave de su
historia después de la esclavitud. Algo muy grave le ha sucedido a un
pueblo cuando sus héroes —demócratas y libertarios— se cuentan
prácticamente con los dedos de las manos.

Pero cambiemos otra vez de geografía y, por las calles de Santiago,
hablemos con personas con más de 40 años. No pocas relatarán, como quien
recuerda su apogeo biográfico, aquellos años de oposición a Pinochet.

En Cuba, entretanto, la imaginación de la nación sigue rota y enseña, a
quien los quiere ver, sus mecanismos descompuestos. Tal vez, más
temprano que tarde, dicha imaginación se reparará.

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