2007-07-03.
Shelyn Rojas, Periodista Independiente
2 de junio de 2007. La Habana.– Nací en la ciudad. En el año 1967, en
plena revolución. Pero mi familia paterna proviene del campo. De Las
Villas. Son guajiros que con un pedazo de tierra, les era más que
suficiente para vivir felices. No ambicionaban nada más. No era
necesario. La tierra les daba todo lo que necesitaban.
Poco a poco mi familia emigró hacia la ciudad. Las tierras ya no le
pertenecían. Viven con la esperanza de regresar y volver a tener lo que
un día les arrebató la revolución, sin decirles el por qué.
Siempre esperaba con ansias los dos meses de vacaciones escolares para
ir a la casa de mi bisabuela Alejandra. Vivía con una hija que se quedó
solterona, en un típico bohío, con techo de guano de palma real y piso
de tierra. Sin luz eléctrica. El agua que se utilizaba era del río Sagua
la Chica, que pasaba por detrás del terreno, y de un pozo.
Allí no había revolución. O quizás mi bisabuela era tan vieja que no se
había percatado de su existencia.
En los meses de julio y agosto, nos reuníamos toda la familia: los de la
zona y los nacidos en la ciudad.
Escuchaba a mi bisabuela aún cuando no había salido el sol, azuzar los
pocos animales que tenía, llamar a los pollos y ordeñar la chiva.
Remoloneaba en la cama hasta que amanecía. Despertaba cuando estaba
servido el desayuno. Siempre era leche de chiva. Ya para esa fecha
prohibían tomar leche de vaca después de los siete años y mucho menos
ser dueño del animal.
El día pasaba tan deprisa que no alcanzaba para todo lo que quería
hacer. Jugaba con mis primos bajo la lluvia en el jardín. Sentía el
aroma de las flores y de la lluvia. –Retozar descalzo por el fango y los
pantanos, te hace sentir más apego a la tierra –eso dicen los guajiros
nacidos allá. Para mí, que sólo lo hacía en las vacaciones, es
experimentar la verdadera libertad.
Corríamos en busca de algún melón. Para romperlo con lo pies y devorarlo
entre todos. La mata de mango, a pocos metros del bohío en esa época,
daba tantos frutos que ni los caprichos de la niñez justificaban las
discordias.
Nos escondíamos por los sembrados de caña cristalina. La más dulce que
se sembraba en Cuba. La chupábamos hasta saturarnos de su dulce.
Cruzábamos a nado el río. Algunos de la zona eran tan diestros en esta
faena que nadaban con una mano y en la otra llevaban la ropa, para al
arribar a la otra orilla vestirse y seguir camino.
Había un cayo separado de la ladera del río, donde su pendiente se
encuentra con el agua, por un vado de pocos metros de ancho.
El cayo sobresalía aproximadamente un metro, en sus partes más altas,
por encima del nivel normal del río. Para llegar al cayo nos lanzábamos
cuesta abajo por el barranco del río subidos a una yagua. Aquellas
vacaciones eran las mejores para mí.
Mi bisabuela falleció a los noventa y ocho años. Era demasiada edad para
soportar la tristeza producto de la pérdida de su hija, la solterona. El
terreno quedó en manos de la revolución. Por mucho tiempo no supe del lugar.
Quise volver a recordar, cuando el mundo lo miraba de otro color. Yo
también desconocía qué era una revolución y sus consecuencias.
Regresé al lugar después de veinte años. Era más pequeño que lo que
solía ser para mí cuando iba de visita.
Del bohío sólo quedan las ruinas de la cocina, sin la estufa de carbón,
donde mi bisabuela disfrutaba la ocasión y preparaba las comidas
familiares; con algunas de sus tablas cubiertas por una enredadera que
caprichosamente se apoderó de ellas; e invadida por lagartijas y cigarras.
El terreno es un hierbazal que te impide el paso. Las hierbas fueron las
únicas que me recibieron. Ellas tampoco olvidaron que en ese lugar
existía un terreno fértil, lleno de vida, flores y animales.
Con dificultad logré llegar al río. El agua transparente de su cauce
desapareció, en su lugar hay un hueco, lleno de maleza. La yagua que
utilizábamos en la barranca, desapareció también.
En pie sólo estaba la mata de mangos. Me senté bajo su sombra. Cerré los
ojos para recordar aquella niña que solía jugar a ser feliz y que no ha
logrado salir de allí.
El olor fantasmal de la caña cristalina mezclada con el de las flores se
apoderó de mí. La tranquilidad me trasladó.
La brisa me susurraba al oído que las revoluciones no dan nada bueno:
todo son promesas convertidas en cuentos y leyendas. No era ese el único
pedazo de tierra en Cuba que estaba acabado y abandonado. Toda su
extensión estaba destruida.
Me dijo la brisa que no callara, que hablara por ella, que no quieren
más revoluciones, que los cubanos lucháramos por un cambio. Que fuera lo
más pronto posible: de lo contrario… no quedaría nada.
Me volvió a la realidad un fruto. No era la única que lloraba. En ese
momento comenzó a llover.
http://www.miscelaneasdecuba.net/web/article.asp?artID=10681
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