Asesinos, cómplices y víctimas (II)
Quienes me atacaron defienden únicamente su permanencia en ese gremio
oficial que es la UNEAC
Miércoles, agosto 31, 2016 | Ángel Santiesteban
LA HABANA, Cuba.- Después de escribir lo que a partir de ahora podrá el
lector considerar como la primera parte de este post, y que publiqué
bajo este mismo título, fui detenido por la Seguridad del Estado, solo
que no sería la escritura, y mucho menos la visibilidad que ella
alcanzara en mi blog, la causa real del arresto. Mis captores, en el
colmo del menosprecio, pretendieron hacerme creer que yo era un
embaucador, un estafador vulgar. En un santiamén me convertían, otra
vez, en un delincuente peligroso. Confieso que hasta llegué a imaginarme
en el pellejo de algunos estafadores famosos que conocí en el cine, pero
esto no era para nada un juego, y la celda no era un set de filmación.
Mucho hurgué hasta hoy en sus procedimientos y ya conozco sus
falsedades, fue por eso que los conminé para me hicieran saber los
detalles de mi pillería. ¿Cuál era la causa? ¿Qué harían ahora para
presentarme como un timador?
Lo primero sería convencerme de esa rara condición de estafador que ni
yo mismo me conocía. Una y otra vez la estafa estaría en sus discursos,
sin que apareciera en la concreción de los hechos. Dispersión,
acusación, para que el tramposo que era yo se contrariara y terminara
convencido de sus malos procedimientos. ¿Cuáles?
Ellos mismos me ofrecerían unos pocos pormenores. Todo había ocurrido un
año atrás, y en la Isla de Pinos, esa isla al sur de la más grande al
que arbitrariamente, y sin consultas populares, el gobierno decidió
nombrar Isla de La Juventud. Encerrado en un calabozo, mis
"entrevistadores" mencionaron un fraude que no consiguieron explicar muy
bien, para referirse luego a un paquete de octavillas que, supuestamente
le había yo entregado a Claudio Fuentes, fotógrafo y defensor de los
derechos humanos, quien también estuvo detenido.
Intentando convencerme de la "fechoría" y de que no tenía otra opción
que el reconocimiento de mi "delito", insistió el sicario y yo no pude
evitar la carcajada. Era tan ridícula que pude haberla reverenciado con
muchas risotadas como aquella que me provocó al principio, pero esas
acusaciones espurias no tienen otra intención que dañar la vida de los
cubanos que pensamos diferente, y la risa es cosa buena.
No me quedaba otra opción que hacerles saber que conocía muy bien esas
estrategias, y que estaba seguro de que intentaban hacerme creer que
Claudio me había delatado, que esa táctica era demasiado socorrida,
incluso en el cine y en la literatura policial. "Yo no pienso igual que
tu. Yo no soy un cobarde y mi compañero tampoco. Yo no soy un esbirro".
Así les dije.
Entonces se rieron, pero su risa no era la del vencedor, su risa era la
risa nerviosa de quien está a punto de perder. Confieso que me sentí
frustrado; siempre he soñado con un adversario inteligente, un enemigo
convencido de su acciones, eso sería mucho mejor, pero esta vez también
fue inútil añorar tal cosa y lo peor es que aquellos gendarmes no tenían
la más mínima idea de lo que significaban las palabras libertad y
democracia.
Tan molesto estuve que me puse a hablar de mi infancia, de aquellos días
en los que suponía que la seguridad del Estado cubana era una de las
mejores del mundo, y hasta llegué a mencionar algunas novelas en voz
alta: "Aquí las arenas son más limpias", "Y si muero mañana", "En
silencio ha tenido que ser". Señalé las huellas que habían dejado en un
montón de adolescentes orgullosos que, todavía, creían que aquello que
estaban defendiendo esos oficiales de la ficción existía realmente, y
que hasta creímos, inocentemente, que en esta isla se luchaba para
conseguir una prosperidad duradera.
Lo malo, les aseguré, fue cuando supe toda la verdad, cuando entendí que
esos agentes únicamente intentaban perpetuar en el poder a los hermanos
Castro. Mencioné el instante en que crucé la línea, esa que me puso,
irremediablemente, en el lado contrario. Hablé de mi descontento con un
régimen totalitario, y de cómo descubrí las verdaderas esencias de esos
matones al servicio de los Castro, capaces de abusar de las mujeres, de
plantar evidencias falsas para sancionar, después de golpear, a quienes
luchan por un cambio en Cuba. Ellos reían, nerviosamente…, y sin
transiciones llegaron a un nuevo argumento, el que sin dudas era el más
importante, el que los llevó a encerrarme.
Lo que realmente los había molestado era un post que había publicado
sobre Roberto Fernández Retamar donde lo llamé asesino; según ellos yo
no había tenido en cuenta el hecho de que Roberto era mi colega. "Yo no
tengo colegas asesinos", dije, y ellos, que mi ataque no había alcanzado
ninguna importancia, que ya se había olvidado y que sus verdaderos
compañeros le habían hecho un homenaje de inmediato. ¿Entonces por qué
me tenían allí? ¿Por qué mencionaban el post? Sin dudas se contradecían,
pero a eso ya me tienen acostumbrado, y volví a sonreír, socarronamente.
Me vino a la mente la imagen de un Silvio Rodríguez a quien había mirado
en la televisión haciendo homenajes, con su canto, a Retamar, lo que me
hizo sospechar que todo podía ser una respuesta a mi post. Mi detención
nada tenía que ver con las octavillas ni con ninguna estafa, aquel
secuestro fue instrumentado después que acusé a Roberto Fernández
Retamar de haber firmado una sentencia de muerte contra tres jóvenes que
solo querían largarse de un país extremista en el que no querían permanecer.
Ya me habían llegado algunas noticias sobre los comentarios que había
despertado aquel texto, y también conocí de la molestia que provocó en
algunos escritores, quienes juzgaron excesivo el hecho de que yo llamara
asesino a Retamar. Otra vez volvía yo a ser el monstruo, yo quien
cometía salvajadas, yo el bárbaro irreverente y cruel, mientras Retamar
era presentado como el venerable anciano, el hombre respetable y
virtuoso, honesto, incluso después de firmar una sentencia de muerte.
Mis detractores, los mismos que se convirtieron en sus defensores sin
recordar que fue el poeta uno de los firmantes de aquel dictamen que
pondría a tres jóvenes en el paredón, me denigraron nuevamente, pero
nunca mencionaron que el poeta "revolucionario" dio visos de legitimidad
a la muerte de esos tres muchachos, cuyo único pecado había sido
intentar salir de un país que los agobiaba, separarse de una isla y de
los dictadores que la gobiernan desde hace más de cincuenta años. ¿Eso
es un crimen?
Quienes se molestaron con el post son los mismos que repiten la versión
que contra mi preparó hace unos años el discurso oficial. Los que
suponen que fui injusto con Roberto Fernández Retamar no defendieron mi
inocencia cuando fui a la cárcel. Me vieron partir, me supieron aislado
en una celda, y callaron. Ellos nunca tuvieron dudas, jamás se
enfrentaron a un poder que decidió acusarme de maltratar físicamente a
la mujer que entonces me acompañaba. Esos que vuelven a juzgarme ya me
echaron antes a un lado son también culpables de mi encierro.
Esos que hoy están molestos porque acusé al presidente de Casa de las
Américas, no levantaron un dedo para pedir, al menos, que se investigara
bien mi caso. Ellos creyeron en la "dignidad" de aquella mujer, y hoy
son sordos a los comentarios de mi hijo. Esas, y esos, a quienes tanta
rabia provocó mi post, son los mismos que hacen silencio cuando la
"Seguridad del Estado" golpea a las Damas de Blanco. Una "Seguridad del
Estado" que golpea mujeres que se manifiestan pacíficamente. ¿De qué
seguridad hablamos entonces? ¿De que Estado? Eso demuestra su doble
rasero y su hipocresía. Quienes firmaron contra mí y hoy se molestan por
mi "ataque" al pobre poeta Retamar, cumplían órdenes de Abel Prieto, que
a su vez las cumplía de la más alta jerarquía de un gobierno dictatorial.
Quienes me atacaron defienden únicamente su permanencia en ese gremio
oficial que es la UNEAC. Los que intentan mancharme quieren preservar la
insistencia de sus nombres en las delegaciones oficiales a cualquier
evento que se celebre fuera de la isla. Quienes levantan su voz para
atacarme defienden los zapatos y alimentos de sus hijos. Esos que
asaltaron mi libertad porque, supuestamente, yo golpeaba a la madre de
mi hijo, no dijeron ni una palabra tras la golpiza que le propinó la
Seguridad del Estado a la actriz Ana Luisa Rubio.
Esa mujer que se miró tan indefensa, tan golpeada, no tuvo más opción
que largarse de Cuba, y qué iba a hacer si la UNEAC no le ofreció
respaldo ni convocó a una manifestación que enfrentara a ese poder que
decidió aporrearla. No hubo mujer alguna que enfrentara a los jenízaros
que la magullaron. En esos días no hubo un libro dispuesto a recoger las
firmas de los miembros indignados, si es que los hubo. Nadie salió a la
calle, al parecer estaban entretenidos cuidando las migajas que el poder
les da por sus servicios a la "patria".
Source: Asesinos, cómplices y víctimas (II) | Cubanet -
https://www.cubanet.org/opiniones/asesinos-complices-y-victimas-ii/
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