Entre la confrontación y el diálogo
REINALDO ESCOBAR, La Habana | Octubre 30, 2014
Mucho se habla en estos días del presumible mejoramiento de relaciones
entre los gobiernos de Estados Unidos y Cuba. En ambas naciones abundan
los partidarios de dos posiciones antagónicas que, para resumir y sin
ánimo de simplificar, pueden reducirse a dos términos: la confrontación
o el diálogo.
Ríos de tinta y de saliva se han vertido para argumentar en ambas
direcciones y mientras más razones se esgrimen más lejos parece estar la
solución. Lo peor es cuando aparecen las pasiones en las que surgen los
ataques personales y la descalificación del que piensa diferente. Por
eso renuncio aquí a mencionar nombres y me abstengo de apelar a
calificativos denigrantes.
Si me viera obligado a elegir, votaría por el diálogo. Me resisto a la
confrontación.
Pero no es suficiente. Inmediatamente hay que responder a otra pregunta
que introduce un nuevo dilema: diálogo incondicional o sin condiciones.
El general presidente ha insistido en que está dispuesto a sentarse a la
mesa siempre y cuando sea tratado con igualdad o, lo que es lo mismo,
bajo la condición de que no se cuestione su legitimidad. Y desde luego
sin que se le pida renunciar a los "inamovibles principios de la
revolución".
¿De qué legitimidad estamos hablando? Si nos remitimos al número de
países con los que el Gobierno de Cuba mantiene relaciones diplomáticas,
a su presencia en organizaciones internacionales o a su capacidad de
dictar leyes y hacerlas cumplir a lo largo y ancho del territorio
nacional, entonces no nos queda más remedio que admitir que los
gobernantes cubanos gozan de un alto nivel de legitimidad por muy
dictadores, usurpadores o represores de su pueblo que se les considere,
y por muy evidente que sea la ausencia de la voluntad popular expresada
en elecciones libres.
¿Hay un patrón universal de legitimidad para los gobiernos o coexisten
varias interpretaciones de la democracia y los derechos humanos? Acaso
habrá que admitir que un gobierno puede meter presos a sus opositores
políticos, reprimir violentamente a activistas pacíficos, dejar de
firmar o ratificar tratados internacionales sobre derechos humanos,
negar o prohibir la existencia legítima de una sociedad civil
independiente, ajena a las correas de transmisión creadas al amparo del
único partido permitido; negarle a sus ciudadanos la participación en la
gestión de la economía que tan solícitamente le ofrece a inversores
extranjeros y que todo eso haya que admitirlo porque ha logrado reducir
la mortalidad infantil a niveles de primer mundo y por mantener un
sistema universal y gratuito de educación.
Si la regla para medir la legitimidad la pudieran cambiar a su antojo
los que pretenden ser reconocidos como legítimos, entonces todo valdría
en este juego, desde el régimen de Corea del Norte hasta Al Qaeda, y si
lo miramos en retrospectiva también habría que aceptar a la Pretoria del
apartheid o la Kampuchea de los jemeres rojos, para no salir de la
historia contemporánea.
Pero estamos en Cuba y hablamos de un gobierno rígidamente controlado
por una cúpula de octogenarios. Por muchas promesas de continuidad que
hagan los que se vislumbran como el relevo, lo más probable es que, una
vez que la biología cumpla su inexorable deber, se eleven
exponencialmente las posibilidades de sentarse a dialogar.
Porque ninguno de los que van a ocupar cargos gubernamentales o
políticos en ese momento, entiéndase bien, ninguno de ellos, será
responsable ni de fusilamientos masivos ni de confiscaciones
irreflexivas, ni siquiera se sentirá culpable de la ofensiva
revolucionaria de 1968, porque en ese año, si ya habían nacido, todavía
eran niños o adolescentes. ¿Oportunistas que aplaudieron para ascender?,
sí, pero esa es una acusación que no lleva cadena perpetua.
No tengo la menor duda de que el más optimista de los resultados
devenidos de un diálogo entre las autoridades cubanas y la hoy desunida
y aún débil sociedad civil no podrá arrojar frutos comparables a la mesa
polaca, para usar un ejemplo conocido; menos aún si se trata de un
diálogo entre el Gobierno cubano y el norteamericano, en la ausencia de
la sociedad civil independiente de la Isla y del exilio.
Puedo apostar que "la parte gobernante" va a negociar con fiereza las
mejores porciones del pastel, cuyos ingredientes más apetitosos son la
garantía de no ser juzgados y la posibilidad de mantener bajo control
sectores exitosos de la economía.
Pero también estoy seguro de que el camino de la confrontación –a través
del mantenimiento del embargo, la inclusión de Cuba en la lista de los
países terroristas o las descalificaciones que asimilan la oposición
interna a la "subversión financiada desde fuera"– solo sirve para
consolidar las posiciones de la dictadura tanto en la escena
internacional como en el plano interno.
Preferiría no tener que elegir, pero no quiero seguir esperando, y ya no
estoy hablando de mi futuro ni de el de mis hijos, sino de el de mis
nietos.
Source: Entre la confrontación y el diálogo -
http://www.14ymedio.com/opinion/confrontacion-o-dialogo-con-gobierno-cubano_0_1661233871.html
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