Payá Sardiñas, su muerte, la verdad y el legado
Ramón Colás
Conocí a Oswaldo Paya Sardiñas en la embajada checa en La Habana a
finales de 1998. El encuentro fue cálido como si nunca hubiera existido
aquella primera vez. Yo sabía mucho de Oswaldo y el casi todo de mí,
porque cuando hablamos de las Bibliotecas Independientes, proyecto que
fundé en las Tunas en 1998, y al explicarle cómo me había surgido la
idea de inmediato respondió: son chispazos del espíritu. Nos volvimos a
encontrar, varias veces, en diferentes lugares de la capital. La últimas
vez fue junto a Jorge Luis González Tanquero y Berta Mexidor, donde nos
entregó varios documentos del Proyecto Varela para llevarlos a Las
Tunas, Amancio (antiguo Francisco Guayabal) y el municipio Colombia.
Cada firma que ustedes logren será un espaldarazo a la democracia, nos dijo.
Estaba inspirado, locuaz y reflexivo. No se cansaba de argumentar la
fuerza de aquella iniciativa y su mirada fija y sincera desnudaba el
brillo de su optimismo. Era dominante y muy agudo. Sabía que el dominio
sobre los demás se debe ejercer, con toda autoridad y sin miedo, cuando
se ha otorgado y el mostraba esa suerte de adalid y de soñador
tempranero capaz de buscar el bien para los suyos, es decir para el
pueblo cubano.
Su voz nasal y melódica era el mejor placebo contra el tedio politiquero
del oficialismo cuando Payá Sardiñas hablaba del derecho de los cubanos
a todos los derechos o al proponer hacer, desde el interior de un
sistema podrido, corrupto y cruel, la verdadera revolución en la isla.
Es verdad, su lenguaje rayaba los límites de un panegírico religioso y
algunos lo creían demasiado inapropiado en un país donde Dios ha estado
tan lejano y los líderes de la política revolucionaria tan cerca de la
gente que permanece hasta en los altares de algunos babalaos y son
adorados como seres divinos. Sin embargo, aquel discurso de amor de
Osvaldo era tan moderno y necesario que superaba las peroratas de la
plaza cívica José Martí.
Paya era un peligro y él lo sabía. Más de una vez lo escuché denunciar
las amenazas de los servicios secretos cubanos y otras tantas vi su casa
manchada por consignas de odio pintadas por las turbas enardecidas y
fanáticas que la dirección política cubana azuzaba para atemorizarlo y
obligarlo a ceder en su pretensiones cívicas a favor del pueblo. Y por
eso murió, en extrañas circunstancias, al otro lado de la isla que amaba
tanto, un día singular del mes de julio a solo noventa y seis horas de
la celebración donde se gestó la violencia como arma de terror en el país.
No me alcanzan las palabras para honrar a este hombre necesario para la
transición cubana. Sin embargo, ahora cuando un joven político español,
convertido en chofer durante su viaja a Cuba, asegura que su muerte es
responsabilidad de los servicios secretos, comienza una nueva etapa para
sus familiares y amigos para saber toda la verdad. Y quien importa saber
la verdad en un país donde este atributo de la moral no existe y la
mentira, ese mal engendro del castrismo, se ha pluralizado hasta
convivir con ella con la mayor tranquilidad, como reconociera el propio
Raúl Castro en una ocasión.
Las palabras del oficialismo se impusieron, desde el primer momento,
porque el sueco Jens Aron Modig y el español Ángel Carromero, vinculados
al trágico accidente, son responsables de que hoy el gobierno cubano se
sienta cómodo con la versión difundida, donde adicionan el testimonio de
complicidad de ellos dos como la mejor prueba de inocencia, si es que en
algún momento tiene que dar explicaciones.
En política se asumen riesgos muy altos y la historia ha demostrado como
algunas figuras, como James Meredith, un icono de la lucha por los
derechos civiles de los afroamericanos, en medio de un bombardeo
constante de ofensas denigrantes, amenazas de muerte y asedio criminal,
supo mantener la firmeza que aquel momento merecía. Y ahí está,
convertido en una referencia moral del luchador cívico que asume los
riesgos con valor. Dicho esto, el sueco y el español, tuvieron miedo,
mucho miedo y ayudaron al gobierno cubano con su cobardía. Seamos
sinceros, ellos sabían que su viaje a Cuba no se parecía en nada a los
acostumbrados hacer a otras partes del mundo, por lo tanto debían estar
preparados para mantener en alto su hidalguía ante un evento traumático
como aquel donde perdió la vida Payá Sardiñas. Y es que el sueco y el
español se convirtieron en cómplice desde el primer momento, no importa
las razones que aducen (conozco bien al sistema represivo cubano y de lo
que son capaces), pero estos visitantes no eran unos simples turistas,
eran políticos de organizaciones serias en sus países democráticos y
debieron actuar como tal y en realidad fue todo lo contrario.
Pero, demás, lo importante ahora, para rendirle el homenaje que Osvaldo
merece, es retomar sus banderas cívicas y convocar a la movilización
ciudadana en los Caminos del Pueblo, iniciativa a la que tanto esfuerzo
puso antes de morir.
Para mi es tarde, muy tarde desempolvar los archivos secretos del estado
cubanos después que Ángel Carromero y el señor Modig lo ayudaron a cerrar.
Source: "PayoLibre.com - Cuba -" -
http://payolibre.com/articulos/articulos2.php?id=5716
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