La aplazada hora de hacer oposición
Luis Cino
LA HABANA, Cuba, abril (www.cubanet.org) - Más de 12 años después del
abortado Concilio Cubano, se constituyó el 10 de abril, en La Habana, la
nueva concertación de la disidencia interna: la Agenda para la Transición.
Los principales líderes disidentes coincidieron en lo que el abogado
René Gómez Manzano (uno de los firmantes, por la Asamblea para promover
la Sociedad Civil) ha denominado "la unidad esencial de la oposición
pacífica": la excarcelación incondicional de los presos políticos, el
respeto a los derechos humanos, la democracia y la libertad empresarial
de los cubanos.
Se echó de menos la presencia de Oswaldo Payá, Eloy Gutiérrez Menoyo y
Manuel Cuesta Morúa. Para ellos sigue en pie la invitación.
En momentos en que el régimen de relevo emprende un lento y tímido
proceso reformista, la Agenda para la Transición, así como su
antecedente, Unidad por la Libertad, marcan un punto de inflexión en la
lucha pacífica por el cambio democrático en Cuba.
No obstante, el momento más que de euforia, debe ser de preocupación. La
disidencia interna está frente al riesgo de un eventual aumento de la
represión si la sucesión se considerara amenazada.
La leve mejoría en las condiciones de vida de los cubanos que
significarían las reformas económicas, servirían al régimen para
enmascarar la represión y aminorar su costo político. El mundo parece
dispuesto, ahora que no está al mando Fidel Castro, a aceptar casi
cualquier cosa a Raúl Castro para lograr un compromiso constructivo.
Pero ese no es el único riesgo de la disidencia. Peor que enfrentar una
vez más la represión, pudiera resultar no comportarse a la altura del
momento. La largamente aplazada (por consideraciones estratégicas,
prudencia o inmadurez) hora de las definiciones está tocando a la puerta.
Desde su nacimiento, la disidencia interna ha desarrollado un activismo
civilista en pro de los derechos humanos y la democracia, más ético que
político, que no se ha planteado formalmente, con todo lo que ello
implica, la toma del poder.
Las nuevas circunstancias políticas del país han puesto sobre el tapete
la interrogante de si la oposición interna está preparada para ser
protagonista de los cambios o si por el contrario, se limitará a
observar de forma pasiva cómo las altas esferas del gobierno implementan
las reformas que le permitan su supervivencia.
Los disidentes enfrentan simultáneamente las trampas y provocaciones de
la policía política del régimen y la incomprensión de ciertos sectores
del exilio más radical (a veces atizada con mano experta desde la
jefatura de la Seguridad del Estado en La Habana).
Más allá de la semántica, se impone la necesidad de que la disidencia
cubana se convierta en una verdadera oposición política organizada y
coherente, que, junto a la emergente sociedad civil, sea capaz de
influir con fuerza en el destino del país.
Para ello, las organizaciones disidentes tendrán que deshacerse de sus
tradicionales handicaps: los rasgos de individualismo, fragmentación y
espontaneidad que, paradójicamente, le han permitido capear la represión.
Carentes de acceso a los medios de comunicación, antes que el
oficialismo les robe el discurso, los disidentes deben llegar al
ciudadano común con los temas que le duelen cotidianamente y no con
abstracciones políticas o filosóficas cuya comprensión es difícil luego
de casi medio siglo de adoctrinamiento y desinformación.
Cuando la elite gobernante decida iniciar las reformas en serio, no debe
pillar desprevenido al movimiento opositor. No puede permitir que el
régimen, agotados los métodos de guerra sucia de la policía política,
cree sus propios interlocutores de utilería.
Llegado el momento de negociar, los líderes de la oposición democrática
se verán precisados a caminar sobre la cuerda floja tendida entre el
pragmatismo y la intolerancia.
La oposición democrática, precisamente por serlo, tendrá que decidir si
acepta sentarse a conversar con todos. Con los reformistas del régimen,
los agentes encubiertos y los opositores clonados incluidos. Será
inevitable que entre todos confieran legitimidad al gobierno.
Si algo sale mal y las cosas no funcionan como el pueblo espera, los
líderes opositores arriesgan perder su autoridad moral al cargar con
culpas ajenas. ¿Quién mejor para pagar los platos rotos que los buenos
por conocer? Algunos los acusarán de ser cómplices de los pejes gordos
reciclados del antiguo régimen y sus farsas para ganar tiempo.
Por otro lado, si se niegan al diálogo con las autoridades, pudieran
quedar aislados y perder la oportunidad de influir en los cambios.
Son los inevitables riesgos de la política. De nada vale aplazarlos.
Si la disidencia no crece a la velocidad de la sociedad, en Cuba, como
en Rusia o Bielorrusia, nos pudiera aguardar, al final del túnel, una
parodia circense de la democracia dirigida por demagogos, corruptos y
timadores.
Nuestros futuros Putin y Lukashenko pueden estar al acecho. Si los
líderes opositores no ponen los pies en la tierra y empiezan a pensar
como atajarlos a tiempo, la Agenda para la Transición no pasará de ser
otro documento histórico más.
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