2007-02-08
Pedro Corzo, Escritor, Editor y Periodista
No hay dudas que a través de los tiempos ciertos intelectuales han
padecido de una fatal atracción por los déspotas. Los intelectuales, que
supuestamente son más cultos, sensibles e ilustrados que el resto de los
mortales, que disfrutan de un mayor discernimiento sobre el hacer y
pensar humano son proclives, en muchos casos, y como cualquier otro hijo
de vecino, a ser magnetizados y seducidos por los tiranos, y cuando esto
sucede sólo tienen ojos y oídos para quien ejecuta la fuerza y no para
quien libera y cultiva el pensamiento en oposición a la autocracia.
Esto nos obliga a pensar que la real o supuesta inteligencia del
intelectual, junto a la elevación de espíritu que le atribuimos, no debe
hacernos suponer que todos poseen un elemental sentido de la justicia o
capacidad para un análisis realista de unas circunstancias determinadas,
tampoco la necesaria comprensión de la condición humana, y menos aún que
posean el más privilegiado de los sentidos: el sentido común.
Pero, sin dudas, de todos los especimenes que forman el tejido social es
el intelectual, militante o contestatario, el que más arriesga y pierde
llegado el caso ante un gobierno de fuerza o de voluntades sin
fronteras. El creador, no importa lo que haga, esté en torre de marfil y
atmósfera aséptica, dictando ukases contra el pensamiento, refugiado en
un oscuro cuartucho o en una inmunda celda estará perdiendo libertades a
un ritmo superior al de cualquier otro ciudadano.
Sus libertades para asociarse, debatir, expresarse y cuestionar serán
cercenadas. Su arte, sin distinción de formas de expresión quedará
encasillado como agresiva fiera que sólo podrá actuar en la forma y el
tiempo que el entrenador disponga. La libertad de crear se extinguirá.
Pero también su libertad de aprehender, de hacer crecer los horizontes y
el jugar con los demiurgos de su propia imaginación de igual forma serán
anuladas.
El intelectual que acata una doctrina se transforma en un idiota con
computadora, en reproductor de consignas, en espantapájaros de sus
quimeras, y en el mejor de los casos fiscal y juez del pensamiento
ajeno y a veces en verdugo. Al que proteste, al que rechace el dogma, le
espera la oscuridad, el destierro, la cárcel y ¿por qué no? la muerte
como creador y hombre. En un régimen de fuerza con fundamentación
ideológica el intelectual corporativo se auto somete a un maniqueísmo
aberrante. Está en la obligación de crear para los objetivos que
establezca el Estado y el Partido, porque ambas expresiones llegan a
convertirse en una unidad indivisible.
El intelectual en su comunión con el poder se masifica y pierde la
individualidad que le distingue, su expresión, plástica o literaria es
afectada por su dependencia de la voluntad que le domina. La capacidad
creativa por grande que sea se autocensura, los privilegios que detenta
o los miedos que padecen le imponen limites que tienden a satisfacer al
Señor que le protege. Es doloroso y frustrante contemplar la relación
entre un creador cómplice, un individuo que supuestamente ha logrado
depurar su conciencia y sensibilizar su espíritu con el estado-gobierno
depredador al que se somete.
Siempre me ha llamado la atención la especial relación de muchos
creadores abstractos con el Déspota, se aprecia que entre muchos
escritores de letras confusas y trazos incomprensibles para el común de
los mortales hay un hechizo particular, una única devoción por el hombre
de hierro o la ideología sectaria y excluyente. Mi percepción, insisto,
es que el "pensador" del mensaje oscuro, difícil, que se caracteriza por
ser críptico, enrevesado, contradictorio es más propenso a servir a los
déspotas o aproximarse a utopías
¿Cuál es el motivo de que muchos de los que crean para las edites,
asuman conductas propias de la masa informe y coloidal ante el poder? Es
una interrogante digna para los psicólogos más avezados. Por que el
creador que se identifica con una dictadura sufre una especie de
embeleso, de enamoramiento político que le convierte en objeto de una
seducción donde los sentimientos más telúricos y arcaicos se imponen al
raciocinio.
Por lo regular el intelectual es un individuo que huye de los
compromisos. Su libertad de hacer y pensar son los pasaportes
imprescindibles de su espíritu. Son iconoclastas, contestatarios y
destructores de esquemas. Sin embargo, al parecer, en la condición del
titulado creador orgánico hay un recóndito receptáculo que atesora un
primitivismo vulgar y cruel. Un sitio donde tempestuosas pasiones
aguardan por alguien que, al tensarlas, les provoque reacciones que
obnubilaran su conciencia crítica.
El intelectual, sin relación con su talento, no esta exento de ser fácil
presa de promesas e inclinado a los sueños y utopías mas quiméricas. Por
eso, a pesar de sus cualidades creativas, cuando se identifica con una
causa padece síntomas de una especie de agudo enamoramiento. Asume una
condición pasiva, de comprensión y apoyo en tanto y en cuanto le dure la
pasión. Un intelectual "enamorado", no importa de qué o de quién, se
puede transformar en un ser ruin, preñado de vilezas y sin autoestima
alguna, en una palabra, convertirse en el ente más primitivos de la
creación con toda la brutalidad que esto implica, sin que le falte el
genio o el encanto de su arte.
Probablemente, desde los orígenes de la civilización, cuando los Brujos
nos sometían con conjuros para la conveniencia del Cacique, hasta el fin
de la especie existan intelectuales subyugados por la fuerza, atraídos
por una imagen mesiánica que les impida el conflicto de la duda. Pueden
ser inteligentes, brillantes, capaces de imponer pautas y escuelas en su
creación y en la historia. Como ejemplos: Ezra Pound, un defensor
acérrimo del fascismo; Pablo Neruda, bardo del estalinismo más
frenético. Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez escritores de
notable talento, o simples jenízaros de pluma robada como Luís Pavón
Tamayo, Jorge Serguera, Alfredo Guevara y Roberto Fernández Retamar,
adoradores de un Dios y un Olimpo que no dudaría en desencadenar sobre
ellos toda la furia del infierno, si esto le beneficiara.
Estos individuos, y muchos más que harían agotadora esta lectura,
parecen encontrar en su conversión las fuerzas que les faltan, en la
nueva fe, la paz y la seguridad de la que siempre habían renegado. El
dogma que dicen defender, es la religión inmutable e imperecedera que
siempre rechazaron. Y el líder es el Dios todopoderoso que les ofrece
certidumbre y les garantiza la posteridad. Sirviendo al Dogma y su
Patrón se están sirviendo a ellos mismos.
Febrero 2007.
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