Sentido de pertenencia
Víctor Manuel Domínguez, Lux Info Press
LA HABANA, Cuba - Noviembre (www.cubanet.org) - Los cubanos tenemos un sentido de pertenencia inigualable con el de los habitantes de cualquier otro país. El apego al terruño, la garrapática insularidad de perrear por la vida de norte a sur y de este a oeste, así como el síndrome del cacao y la conciencia de náufragos triunfadores nos hacen presumir de únicos en el lugar más desolado o en el más concurrido del universo.
Y no sólo en lo referente al sentimiento hacia la nación, ciudad o barrio, sino también en cuando al dirigido a un centro de trabajo, la escuela y las organizaciones políticas y de masas.
El sentido de pertenencia a una colectividad, la certeza de ser dueños del país y de todo lo que hay en él -como anunciara en versos el poeta Nicolás Guillén- nos hacen dadivosos y comprometidos con el bien común.
Es tan profundo el amor al país que cuando alguien lo abandona por no tener frijoles, un hogar decoroso o una opinión en línea ideológica con la revolución más justa que ojos humanos vieron; y mucho menos un mínimo de libertad para gritarlo a los cuatro vientos sin tener que firmar un acta de advertencia o ir a dar a la cárcel por desafecto, traidor o subversivo, huye con un pedazo de la isla a cuestas.
Lo mismo puede ser la goma de un tractor, si viaja en balsa; dos páginas de la cartilla de racionamiento, si en el contenedor de una bodega de barco o una foto del difunto Perico que murió repitiendo "hasta cuándo", si lo hace en avión luego de un amoroso enlace con una matusalénica deidad de la Europa colonial y pendenciera.
La cuestión es que arrastran la Isla como a una chancleta, la interiorizan como un cóctel de pesadillas y la idolatran en tarjetas postales por miedo de regresar a ella y morir de emociones no aptas para cardíacos.
Por otra parte, si pretenden abandonar la ciudad de origen hacia la capital de todos los cubanos, como prueba de arraigo, tienen que cargar con un conduce, una remisión médica, recomendaciones del Poder Popular, autorizo de la Dirección Municipal de la Vivienda, documentos que incluyan el Decreto Ley 217, resumen del último centro de trabajo o estudio, avales de buen comportamiento social del Comité de Defensa de la Revolución, las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), el Ministerio del Interior (MININT) y el torpedo de la bodega y la ¿carnicería? con los apuntes precisos y acuñados de los productos alimentarios adquiridos hasta la fecha, entre otros papelillos que garanticen no serán enviados de regreso en un tren no más pongan sus pies en San Cristóbal de La Habana.
Esto para los contrarrevolucionarios puede ser arbitrario, pero ¿cómo mantener a la gente en su pueblo natal si ya se hace imposible mantener a los habaneros en La Habana?
¿De qué forma disuadirlos de que no abandonen el país por Manatí o Isabela de Sagua hasta llegar a Nassau, y mucho menos por las playas de Guanabo, Boca Ciega y Santa Cruz del Norte, cuyas aguas infestadas de tiburones se unen a la Corriente del Golfo que cuando mejor los trata los suelta deshidratados en Cayo Maratón?
¿Cómo hacerles comprender que se encuentra vedada la caza de extranjeros en el muro del Malecón y en los hoteles costeros de La Habana?
De insistir en habitar la capital antes de cruzar el charco, ¿quién los asesora de cómo caminar bajo los balcones y columnas sólo sostenidas por la mano de Dios? ¿Cuál ser piadoso los cruzará las calles sin señalizaciones ni semáforos suficientes para no perecer de felicidad bajo las ruedas de un camello? ¿Les orientará hacia la exacta dirección si hasta los agentes del orden y del tránsito no saben si están en Belascoaín o en un terraplén que cruza como una lengua de polvo por entre las piernas de un caserío dormido en las zonas rurales del país?
Por mucho que quieran demostrar su apego a Cuba y su revolución llevando al extranjero para siempre pedazos de cartones, puñados de tierra, raíces de plantas y cassettes con canciones como "amo esta isla, soy del Caribe / jamás podré pisar tierra firme / porque me inhibe". O la sin par: "Yo me quedo con todas esas cosas, pequeñas, pero hermosas, con ésas yo me quedoooooo ", cantadas y vueltas a recantar desde Madrid, Honolulu y hasta en Katmandú o Teherán, no podemos permitir tanto sacrificio, tantas pruebas de amor por el terruño.
Hay que mantener un sentido de pertenencia ejemplar en cada una de las trincheras abiertas como cráteres en la epidermis ruinosa de la nación, un alto al fuego permanente en la batalla que sostenemos contra los devaneos ideológicos, las ansias de mejora social burguesas y el sempiterno sarpullido de la corrupción y el egoísmo individual.
Se precisa continuar nobles y solidarios con los necesitados como se muestran cada día miles de trabajadores ante el reclamo de un bien común en un país donde todo es de todos.
¿Quién no se muestra orgulloso de ser revolucionario y cubano cuando un trabajador cualquiera se lleva una ternera muerta de un matadero y el sindicato aplaude, el administrador le regala tres cuchillos y el colectivo en plano se brinda para cargarla, y si es preciso hasta consumirla junto al admirado truhán y su familia, o en su defecto, facilitarle direcciones donde comerciar tan jugosa y casi extinta carne roja?
Cómo no sentirse dueño de un país y de todo lo que hay en él si ante la solicitud de un amigo el administrador de un Complejo Agroindustrial le dice sin remilgos, como prueba de confraternidad: "Llévese también la chimenea del central, Melanio, para que sus hijos jueguen en el patio. Ya nos arreglaremos con la producción".
En este gesto de desprendimiento y solidaridad está la clave de nuestro sentido de pertenencia, el caudal de bondad que caracteriza a miles de cubanos, quienes, además, cierran los ojos y abren las manos cuando el colega de un hotel, de una expendedora de fritas, una granja de pollos, un laboratorio de guantes cañeros, una escuela, un hospital, una fábrica de humo, un hogar de ancianos, una tienda recaudadora de divisas donde labora, traslada los bienes materiales, los productos alimentarios, los recursos financieros del centro de trabajo hacia su hogar como medida de protección ante los robos, los desvíos de recursos y otros actos de corrupción.
Y no es por falta de dinero, no. El salario les alcanza y les sobra. Es por hobby, como autoreconocimiento a su calidad de propietarios socialistas, de dueños y señores de cuanto vuele, se arrastre o nade en el país.
No hay dudas de que nadie ama su tierra y su sistema social como el cubano, dada su disposición a permanecer eternamente fuera del país por poner bien en alto el nombre de la Isla, su bandera y su himno, coreados hasta la ronquera en las reuniones de los comités de base del partido, de la juventud comunista, y el de la defensa de la revolución diez horas antes de abandonar la patria consternados, abatidos por el paso difícil hacia el exilio o el cumplimiento de una misión internacionalista, esta última no pocas veces abandonada por el loable afán de continuar prestándole servicios a la nación desde el extranjero.
¿Qué decir entonces de los que se quedan, de quienes se ven obligados u optan por incrementar las ya cuantiosas riquezas materiales y éticas de la revolución en un intercambio fecundo de productos materiales, favores internos, monedas duras y otros frutos del trabajo creados bajo similar fórmula de trueque utilizada por nuestros ascendientes taínos, siboneyes y guanajatabeyes?
Imposible negar. En la capacidad y obligación de resistir en medio de este areito tropical, están marcadas con honor las huellas indelebles del sentido de permanencia en la vida.
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