Oswaldo Payá, Represión
Certeza razonable
Ha muerto un hombre decente, de familia monogámica, repleto de
resonancias simbólicas, acosado por las trampas de la indecencia y el
compromiso sin confesión
Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 01/08/2012 10:54 am
La discusión en torno a la terrible muerte de Oswaldo Payá Sardiñas
tiene una connotación e importancia múltiples. La primera connotación es
siempre humana: compromete el valor de la vida y la quiebra del
equilibrio familiar cuando la pérdida de un ser querido es inesperada.
Este es el ámbito digamos que cósmico de la muerte, que nos toca a todos
como seres vivos, pero que no admitimos si la desaparición física de la
persona se produce a "destiempo", antes que se consuma lo que entendemos
como el ciclo natural de desgaste humano. La razón por la que la muerte
de un niño no encaja subjetivamente.
A esta connotación, que a mi modo de ver es la principal, agreguemos en
el caso del fundador del Movimiento Cristiano Liberación otras dos: una
política y otra moral. En la línea de Sor Juana Inés de la Cruz, quien
nos enseñó que los hechos naturales de la vida, y todos sabemos que la
muerte lo es, adquieren su valor si nos lleva a una reflexión mayor
sobre las condiciones que rodean la existencia humana.
Como un hombre público relevante para el ámbito político cubano,
—recordemos que Payá Sardiñas abrió la ruta a la ciudadanía con el
Proyecto Varela— su muerte trágica somatiza la violencia política del
Estado y sigue invitando a una deliberación y acción decisivas sobre la
estructura violenta del curso y el discurso del régimen cubano.
Tendemos a pensar que la paz civil de las sociedades solo se rompe
cuando las partes en conflicto entran en una disputa manchada de sangre.
Esto supone a la violencia como fenómeno exclusivamente físico,
reprobable únicamente cuando maltrata o elimina el cuerpo de los
contendientes. Nada más alejado del concepto integral y moderno de
violencia que capta el sentido de lo violento en su fase inicial: en la
gestualidad y en las palabras, como saben bien las feministas y
desafortunadamente sufren muchos niños.
Cuando esta violencia inicial se enquista e institucionaliza, se
estructura lo que podemos llamar la violencia cívica permanente de los
Estados contra los ciudadanos en aquellas sociedades, como la cubana,
donde la ley no regula la convivencia plural, sino que justifica el
poder de los poderosos. La diferencia que hay entre el Estado de derecho
y el Estado de legalidad; la misma que existe entre guerra civil y
guerra cívica.
Es la violencia cívica permanente del Estado cubano la que convierte en
certeza razonable la tesis del asesinato de Estado contra Payá Sardiñas.
Del lenguaje violento a la proyección primaria, de la gestualidad
amenazante al derroche hormonal, de la intimidación barriotera a la
permanente inseguridad psicológica de los ciudadanos, cualquiera sea el
ámbito de su actividad civil, el Gobierno cubano ha montado un clima de
violencia por más de 50 años con pocas muertes físicas y un sin número
de muertes civiles y psicológicas. Como podrían testimoniar
estadísticamente el exilio, las prisiones y las clínicas de psiquiatría
cubanas.
En este sentido la muerte física de Payá es la señal negativa de que se
ha sobrevivido positivamente a la muerte civil y psicológica a la que
estamos expuestos los cubanos desde el nacimiento. La constante y
recrudecida amenaza que se cernía sobre él, según su propio relato y el
de sus amigos y familiares, indicaba esa vitalidad cívica y psicológica
que el Estado cubano no tolera en sus adversarios. No era Oswaldo Payá
Sardiñas el único expuesto a la violencia cívica de aquel. Tampoco será
el último. Sí ha sido hasta ahora la única de las víctimas que alimenta
con confusa claridad la certeza razonable del asesinato.
Certeza razonable, no pruebas irrefutables y mucho menos convicción.
Solo el testimonio de los sobrevivientes podrá aportar alguna evidencia
cierta de que efectivamente el Gobierno tuvo que ver con su muerte. Y
algo huele mal en Dinamarca cuando uno de ellos no recuerda nada.
Ahora, mi hipótesis es otra: la de la pérdida de control del Estado
sobre el peligroso juego intimidatorio de la policía política. Sin negar
lo que afirman los familiares, el asunto es completamente grave como
para aseverar, sin la duda de toda hipérbole, que Payá fue mandado a
matar. Se necesita confirmación antes de tal acta acusatoria. Para un
régimen que posee el monopolio absoluto de todo el repertorio de armas
mortales, más el control total de nuestro itinerario, en un país donde
no hay cuerpos de seguridad privados ni quienes prueben nuestras comidas
antes de ingerirlas, creo que es más fácil diseñar el arreglo de
nuestras vidas con algo cercano a una limpieza absoluta que no implique
ni remotamente a los que se encargan del trabajo sucio en los órganos de
inteligencia.
Los acontecimientos de junio de este año, donde el automóvil de Payá
Sardiñas fue embestido supuestamente por mandato de Estado, abonan mi
hipótesis, si es que se demuestra aquel suceso, en el concepto que
manejo de certeza razonable y pérdida de control sobre los recursos
humanos de intimidación. El clima de odio es tan fuerte hacia los
adversarios de lo que en toda regla debemos llamar castrismo que cabe
considerar una estrategia intimidatoria en tensión con el
profesionalismo. Un profesionalismo que parece se ha perdido también en
lo que otrora era un servicio de inteligencia y contrainteligencia
mundialmente reputado. No olvidar que hay tres cosas que minan la
eficacia estratégica de estos servicios hoy en Cuba. Primero, está
poblado de delincuentes en sus áreas operativas; segundo, basa su
táctica en la profilaxis intimidatoria y en la infiltración, lo que ya
no funciona frente a las estrategias abiertas de la sociedad civil y,
tercero, carece, a la altura de 2012, de recursos morales e
intelectuales para un diálogo persuasivo —en el sentido de atravesar— y
neutralizador de los adversarios. De ahí la proliferación de Hutus
culturales en los cuerpos de seguridad: aquellos que contando en sus
arsenales con armas sofisticadas de liquidación instantánea, tienen el
coraje de repetir este nuevo mantra represivo: machetes que son poquitos.
Para hostigar con éxito se necesita profesionalidad milimétrica. De lo
contrario se obtienen resultados letales en un ambiente de certeza
razonable cuando se trata de la puja del Estado con los integrantes de
la sociedad civil. A fin de cuentas todos sabemos que para algún
segmento de las élites del poder y sus fanáticos de masa el mejor
contrarrevolucionario —y me cuento entre los que asumen este último
término técnicamente y sin complejos— es el contrarrevolucionario muerto.
Lo que me lleva finalmente a la connotación moral de la muerte de Payá.
Él era un cristiano. Un hombre en la vena romántica de Martí, quien
creía que la política era el vehículo público por excelencia para fundar
el amor y la armonía entre los hombres como condiciones previas al reino
de la bondad. Esta ingenuidad política tiene y tendrá en todo momento un
valor supremo: rescatar la moralidad y los valores para la política en
épocas demasiado cínicas, en las que incluso las doctrinas más vetustas
piensan demasiado pegado a la tierra. Quiero decir que ha muerto un
hombre decente, de familia monogámica, repleto de resonancias
simbólicas, acosado por las trampas de la indecencia y el compromiso sin
confesión. La dimensión moral del futuro tiene varios nombres, uno de
ellos es Oswaldo Payá Sardiñas.
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/certeza-razonable-278912
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