El día de la ira y la ilusión
CARLOS ALBERTO MONTANER | Miami | 7 Nov 2014 - 6:05 pm. |
Hace 25 años ocurrió el entierro simbólico del comunismo. Una
esperanzada muchedumbre de alemanes corrió hacia el Muro de Berlín y lo
demolió a martillazos.
Hace 25 años ocurrió el entierro simbólico del comunismo. Una
esperanzada muchedumbre de alemanes corrió hacia el Muro de Berlín y lo
demolió a martillazos. Era como si golpearan las cabezas de Marx, Lenin,
Stalin, Honecker, Ceaucescu y el resto de los teóricos y tiranos
responsables de la peor y más larga dictadura de cuantas ha padecido el
género humano. Por aquellos años una obra rigurosa pasó balance del
experimento. Se tituló El libro negro del comunismo. Nuestra especie
abonó los paraísos del proletariado con unos 100 millones de cadáveres.
Era predecible. En la URSS, en 1989, fracasaban todos los esfuerzos de
Gorbachov por rescatar el modelo marxista-leninista. En Hungría, un
partido comunista, dirigido por Imre Pozsgay, un reformista decidido a
liquidar el sistema, abría sus fronteras para que los alemanes de la RDA
pasaran a Austria y de ahí a la fulgurante Alemania Federal, la libre.
En Checoslovaquia, Václav Havel y un puñado de intelectuales valientes
animaban el Foro Cívico como respuesta a la barbarie monocorde de Gustáv
Husák. En junio, cinco meses antes del derribo del Muro, los polacos
habían participado en unas elecciones maquiavélicamente concebidas para
arrinconar a Solidaridad, pero, liderados por Lech Walesa, la oposición
democrática ganó 99 de los 100 escaños del Senado. El dictador
Jaruzelski les tendió una trampa y acabó cayendo en ella.
¿Qué había pasado? El sistema comunista, finalmente, había sido
derrotado. Los países que primero lo implementaron, y que primero lo
cancelaron, eran empobrecidas dictaduras, crueles e ineficaces, que se
retrasaban ostensiblemente con relación a Occidente en todos los órdenes
de la convivencia. Ese dato era inocultable. Bastaba comparar las dos
Alemania, o a Austria con Hungría y Checoslovaquia, los restantes
segmentos del Imperio Austrohúngaro, para confirmar la inmensa
superioridad del modelo occidental basado en la libertad, el mercado, la
existencia de propiedad privada y el respeto por los derechos humanos.
El día y la noche.
El comunismo era un horror del que escapaba todo el que podía, mientras
los que se quedaban ya no creían en la teoría marxista-leninista, aunque
aplaudieran automáticamente las consignas impuestas por la jefatura. Por
eso Boris Yeltsin pudo disolver el Partido Comunista de la Unión
Soviética en 1991, con sus 20 millones de miembros, sin que se
registrara una simple protesta. La realidad, no la CIA ni la OTAN, había
derrotado esa bárbara y contraproducente manera de organizar la
sociedad. Me lo dijo con cierta melancolía Alexander Yakovlev, el
teórico de la perestroika, en su enorme despacho de Moscú, cuando le
pregunté por qué se había hundido el comunismo: "porque no se adaptaba a
la naturaleza humana". Exacto.
¿Y los chinos? Los chinos, más pragmáticos, se habían dado cuenta antes.
Les bastó observar el ejemplo impetuoso y triunfador de Taiwan, Hong
Kong y Singapur. Eran los mismos chinos con diferente collar. Mao había
muerto en 1976 y la estructura de poder inmediatamente rehabilitó a Deng
Xiaoping para que comenzara la evasión general del manicomio
colectivista instaurado por el Gran Timonel, un psicópata cruel
dispuesto a sacrificar millones de compatriotas para poner en práctica
sus más delirantes caprichos. Cuando el muro berlinés fue derribado, los
chinos llevaban una década cavando silenciosamente en busca de la puerta
de escape hacia una incompleta prosperidad sin libertades.
¿Por qué no cayeron o se transformaron las dictaduras comunistas de Cuba
y Corea del Norte? Porque estaban basadas en dinastías militares
centralizadas que no permitían la menor desviación de la voz y la
voluntad del caudillo. El Jefe controlaba totalmente el Partido, el
parlamento, los jueces, militares y policías, más el 95% del miserable
tejido económico, mientras mantenía firmemente las riendas de los medios
de comunicación. El que se movía no salía en la foto. O salía preso,
muerto o condenado al silencio. El aparato de poder era solo la correa
de transmisión de los deseos del amado líder. No cabían las
discrepancias y mucho menos las disidencias. Eran coros afinados
dedicados a ahogar los gritos de la población.
Esta terquedad antihistórica ha tenido un altísimo costo. Cubanos y
norcoreanos han perdido inútilmente un cuarto de siglo. Si las dos
últimas tiranías comunistas hubieran iniciado a tiempo sus transiciones
hacia la democracia, ya Cuba estaría en el pelotón de avanzada de
América Latina, sin balseros, damas de blanco o presos políticos, y
Corea del Norte sería otro de los tigres asiáticos. Lamentablemente, la
familia de los Castro y la de los Kim optaron por mantenerse en el poder
a cualquier costo. Los muros continuaban impasibles desafiando la razón
y el signo de los tiempos.
Source: El día de la ira y la ilusión | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1415376340_11170.html
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