Un réquiem por Juan Carlos
Luis Cino Álvarez
23 de noviembre de 2013
La Habana, Cuba – www.PayoLibre.com – Me he enterado por una nota
informativa de la colega Dania Virgen García de la muerte en un intento
de salida ilegal del país de mí amigo Juan Carlos Peña Naranjo.
Con otros tres hombres –imagino que también de Lawton, tan desesperados
como él- armaron una embarcación rústica con la que pretendían llegar a
las costas norteamericanas. Cuando iban a embarcarse por la playa de
Boca Ciega, aparecieron otros cuatro tipos que no conocían, más
desesperados que ellos, que venían armados con cuchillos y machetes, con
los que los amenazaron y les advirtieron que si no los llevaban en la
embarcación, no se iba nadie. Cuando se alejaron de la costa, los
maleantes los tiraron al mar. Tres lograron nadar hasta la orilla. Juan
Carlos se ahogó.
La nota no deja lugar a dudas; por si no bastaran el nombre y los dos
apellidos, da también la dirección donde vivía: San Francisco número 360
entre Porvenir y Octava, en Lawton. Era una cuartería que quedaba a unos
700 metros por la misma calle, de mi casa. Juan Carlos vivía en el
primer cuarto a mano izquierda, según se entraba por el oscuro pasillo.
Era una habitación con barbacoa, donde vivía con sus padres, sus
hermanas y sus sobrinos.
¿Qué puedo decir? Aunque doloroso, no me asombra el trágico final de
Juan Carlos. Se veía venir. Tal vez la muerte significó un alivio para él.
"Brother, ya no doy más", me dijo la última vez que lo vi, hace menos de
un año. Arreglaba zapatos en el estrechísimo portal de una casa en
Porvenir. Igual que 15 años atrás, cosía suelas de zapatos despegados.
Por cada par cobraba 5 ó 10 pesos, en dependencia de la magnitud de la
costura. Se quejaba de que se tenía que esconder de los inspectores,
porque con lo que ganaba no le alcanzaba para pagar impuestos.
Muchas veces el dinero no le alcanzaba para viajar hasta el poblado en
Matanzas donde vivía su hijo. Su matrimonio naufragó, como tantos otros,
por la falta de dinero y de una vivienda que no tuviese que ser
compartida con una multitud de parientes.
Allá por 1997, trabajamos juntos en el bacheo. Ni a él ni a mí, por
problemas ideológicos, nos daban otro trabajo que no fuese en la
construcción. Y siempre de los más duros y peor pagados.
Bajo un sol de penitencia, arreglábamos baches y regábamos asfalto por
las calles de La Víbora, Lawton, Santos Suárez o Luyanó. Juan Carlos era
muy flaco y de aspecto enfermizo, pero todos los que trabajábamos con él
coincidíamos en que "trabajaba como un mulo".
Lo veo y me veo en aquella época. A nosotros y a todos los que
trabajábamos en el bacheo. La piel de color terroso, la derrota y la
desesperanza en los ojos, las palabrotas siempre en la punta de la
lengua. Sentados en el piso, a la sombra de un álamo, en espera de la
llegada de los camiones con el asfalto para salir a trabajar.
Mientras los demás se caían a mentiras, se jugaban a las cartas lo que
tuviesen en el bolsillo o bebían alcohol sin que los viera el jefe de
brigada, nosotros dos, y Juan Luján –cuál de los tres más flaco-
hablábamos y fumábamos como unos condenados. La conversación casi
siempre tomaba un mismo rumbo, cuando Juan Carlos decía: Caballeros,
vamos a hablar mal de "esto".
Juan Carlos había sido Testigo de Jehová. Pero en aquella época ya ni lo
era ni había dejado de serlo: simplemente creía en Jehová de los
Ejércitos, y pensaba que todos, pero especialmente los disidentes,
debíamos comportarnos como guerreros del Antiguo Testamento.
A Juan Carlos no le perdonaban que hubiese sido Testigo de Jehová. Y él
nunca hizo el menor intento de hacerse perdonar. No ocultaba su
desafección al sistema y el profundo rechazo que le inspiraba "esta gente".
No dudó un segundo cuando le pedí su firma para solicitar la
legalización del Movimiento Cristiano Liberación. Juan Carlos se
integraría al MCL. Lo recuerdo en la recogida de firmas para el Proyecto
Varela, allá por el año 2001. Luego se unió a otro grupo opositor, no
recuerdo a cuál, del que también se desilusionó.
Cuando me comentó su desilusión, no logré convencerle de que no tenía
por qué esperar que los disidentes fuéramos seres especiales, libres de
los vicios del sistema del que en definitiva somos producto, pero que
con todo y eso, era mejor quedarse aquí, con los de uno, a enfrentar la
dictadura y construir un país mejor, que mendigar una visa americana en
el departamento de refugiados de la SINA para convertirse en un exiliado.
A Juan Carlos nunca le dieron la visa de refugiado. Y él estaba cansado
de la vida sin esperanzas que llevaba. Por eso se echó al mar y terminó
muerto en una playa. Que es casi lo mismo, o mejor, que morirse de rabia
o de tristeza en su casa, que no era suya, porque era un cuarto con
barbacoa que tenía que compartir con cinco parientes más.
¡Y que no se le ocurra a alguien seguir la rima oficial y decir que Juan
Carlos murió cuando intentaba emigrar por motivos económicos, para nada
políticos! Sépanlo bien: Juan Carlos Peña, por mucha pobreza que tuviese
y muy desesperado que estuviera por irse, era un opositor al régimen. Lo
fue desde que tuvo uso de razón. Sólo que para vergüenza nuestra, no
supimos retenerlo aquí, en la oposición. Y ahora es otro cubano más que
muere en el mar, tratando de escapar. Y lo peor es que no será el último.
luicino2012@gmail.com
Primavera Digital
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