Diálogos perversos (III)
Tercera y última de una serie en tres partes
Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 25/11/2011
Este tipo de diálogo perverso ―a estas alturas me parece bueno reiterar
la acepción técnica de la perversión: divorcio entre los medios, las
intenciones declaradas y la mentalidad― constituye un conflicto
fundamental si, y solo si, tiene la pretensión de convertirse en modelo
avanzado de un probable diálogo social y político. Solo me interesa
reflexionar sobre él en este único sentido. No solo por su impacto
político, sino además por su connotación moral, estratégicamente hablando.
Visto fríamente, semejante diálogo tiene un resultado pírrico que es
necesario estudiar. En un resultado así los costos del proceso no son
solo superiores a los beneficios, sino que debilitan los objetivos
estratégicos previstos y dañan la capacidad de los actores para
desenvolverse en el futuro. La pregunta que se desprende en una
situación tal es: ¿valió la pena?
Y el asunto tiene en Cuba un costo moral para la propia Iglesia porque
está rebelando a un sector de las bases católicas. El principio de ese
diálogo: al César lo del César y a Dios lo de Dios, no encuentra
herramientas públicas desde el catolicismo para responder al hecho de
que el César, a quien se le ha entregado lo que supuestamente le
pertenece, permite negociar con todo: el cuerpo, el sexo y la moral, que
precisamente "pertenecen" a Dios. A punto de descender, dicen algunos
católicos, para una mejor contemplación de los hechos.
Un diálogo entre mundos clericales ―el Partido Comunista es también un
clero― en el que todo parte del dominio, con exclusión de las
definiciones laicisistas y civiles de la sociedad, constituye una
especie de contracorriente social en un país que necesita un fuerte
impulso liberal en lo político y social en el mercado. Crucial, en
términos económicos, porque la dinámica de ese diálogo está abriendo
opciones y legitimando solo a las alternativas mercantilistas en
economía. Los aplausos exuberantes a las reformas de la vivienda y del
automóvil ―dos ámbitos altamente especulativos que fortalecen la fase
bursátil de la economía, las burbujas y los lavados y derivados tóxicos,
y no la creación de riquezas desde la producción de bienes y servicios―
son reflejo de un diálogo que se centra en la tipología Iglesia-Estado,
y que no permite una discusión económica moderna sino basada en la
concepción rentista de la economía, cara a los mundos clericales.
Para el poder no hay costos. Después de la muerte de su propia
ideología, ―que constituye la muerte de su propio dios― al poder solo le
interesa lo del César sin importarle lo del dios vivo, excepto si este
le cuestiona la naturaleza de su poder. Y aquí no ha llegado el Concilio
Vaticano II. Así la sociedad cubana va forjando sus referencias
socio-políticas desde los dos poderes con menos influencia social, que
representan todo lo pre moderno que pueda existir en política, en una
sociedad original y fundamentalmente posmoderna, con su rica diversidad,
su creciente individuación, su explosiva multirracialidad y su
desencantamiento cívico de la convivencia entre diferentes. Cuando la
política, o mejor, lo político, debería reflejar esto último a través de
un diálogo llano y posclerical, resulta que se intenta entronizar como
referencia el diálogo entre dos actores situados en las antípodas de la
Cuba intensa.
A corto plazo parece razonable; a mediano y largo plazos supone una
derrota estratégica para las bases posmodernas del Estado y la sociedad
cubanas.
Esta lectura de nuestros acontecimientos me ha llevado a repensar el
diálogo en Cuba desde la condición más legítima: la de ciudadano.
¿Y reniego del diálogo? No. El diálogo es triplemente importante para
una sociedad moderna. Estratégicamente es la única vía para solucionar
los conflictos en una forma madura y para estabilizar las ganancias de
la sociedad. Culturalmente es el modo de crear las bases de una
convivencia civilizada en sociedades raigalmente plurales, y humanamente
es la expresión más nítida del respeto que nos debemos todos los seres
humanos. No es necesario agregar que apostar por el diálogo en Cuba es
aquilatar la única posibilidad de reconstruir, con alguna probabilidad
de éxito, el proyecto de nación cubana.
La magnitud de este proceso se ve más de cerca cuando uno observa el
tipo psicológico que revela la cultura del diálogo: autocentrado,
totalmente empático, de fuste racional, desprejuiciado y con evidente
apertura cultural. Requisitos necesarios para diluir las diferencias de
mentalidad en una situación compleja, y concentrarse en la básica
condición humana detrás de los rasgos idiosincráticos de los demás. Ese
es un tipo psicológico maduro, ético antropológicamente, que abunda en
contextos democráticos y es raro en naciones totalitarias.
Por supuesto, nada de esto se observa del lado del castrismo, y sin
embargo, ¿por qué perseveramos, no obstante la experiencia acumulada, en
construirle castillos al error? Debe existir algo más profundo que la
tontería autoinfligida para explicar esta tendencia humana.
El error es hijo directo de la racionalidad. Y esta se relaciona con dos
elementos esenciales en la acción humana: la propia proyección
psicológica en el resto de los seres humanos y la visión general de
dicha acción.
Esta racionalidad prestada hizo suponer a un sector de demócratas
cubanos que, después de la caída del socialismo real, podría comenzar un
proceso gradual en el que el Gobierno cubano iría asumiendo la necesidad
de reorientar el curso de las políticas internas en la dirección de lo
que es más fundamental: el país. La proliferación de propuestas de
diálogo en los años 90 del pasado siglo respondió a esta expectativa
racional. Nunca pensamos que el Gobierno fuera demócrata, está claro. No
éramos lo suficientemente ignorantes como para pensar que un cambio de
mentalidad es posible.
Quienes tienen lecturas sobre psicología profunda, aunque sean
superficiales como es mi caso, saben muy bien que la mentalidad no se
cambia.
Sí asumimos dos datos, al menos un sector de los dialogueros. Uno:
estábamos frente a un gobierno nacionalista que sabría colocar a Cuba
por encima de sus evidentes limitaciones personales. Dos: desde este
fundamento nacionalista podía construirse un clima y campo de confianzas
que derivaran en el reacomodo de las diferencias en un reencuentro
político con lo mejor de la tradición cubana. Personalmente agregaba a
estos, otro dato: a su manera, el Gobierno cubano estaba firmemente
comprometido con una agenda social como eje central de su proyecto político.
El tiempo se encargó de desmentirnos. Y no obstante insistimos en la
racionalidad. Porque la teoría del conflicto y la negociación surgida
tras la segunda guerra mundial nos enseñó que es posible generar un
esquema político basado en el ganar-ganar. Una teoría portentosa para
Cuba, donde uno de los temores del poder es aparecer frente al mundo y a
sí mismos como derrotados. Pensábamos, y pensamos, que esta teoría del
conflicto, opuesta a la visión de la sociedad perfecta, cerraba el
camino a la idea de que toda controversia revela una patología social
―un elemento crucial para la cultura mental del castrismo, heredera del
viejo integrismo español con su obsesión por la unidad—. Después de
todo, los más visibles cantaores del castrismo empezaban a admitir y a
cantar que no vivíamos en la mejor de las sociedades posibles. Abono
imaginario para nuestras tesis.
Todo un disparate. No solo es imposible generar situaciones de diálogo
con mentalidades estrechas y dicotómicas. No solo constituye toda una
proyección del deseo imaginar intercambios productivos con quienes
inmunizan sus convicciones frente a la crítica racional: inmunización
que es la piedra seminal del templo, del fanum, del fanatismo, del fanático.
Resulta además una hipoteca para el futuro de Cuba articular un diálogo
político con quienes se dispusieron unir el país a Venezuela; con los
que traicionaron para siempre a la clase obrera de Cuba; con aquellos
que golpean a mujeres, con quienes prefieren organizar el mercado de la
prostitución y se niegan a respetar las otras diversidades; con los que
venden el país, en un continuo plattista, a los extranjeros, dejando en
la indigencia a la tercera edad; con aquellos que ofrecen el suelo a
perpetuidad a gente que no tiene la idea de lo que es Cuba, y se niegan
a entregar la tierra en propiedad al campesino; con aquellos que
desalojan a familias que llevan más de tres décadas penando por un magro
hábitat y se aprestan a construir sun cities sudafricanas en un país
marcado por las discriminaciones históricas, y con quienes ahondan con
cada paso que dan, su pérdida de credibilidad.
Porque no hay credibilidad en la verdad del Estado, ni en sus gestos, ni
en sus actos. No por la factualidad misma de los hechos, sino por el uso
que hace de ellos. Hay una parte en toda verdad que no tiene que ver con
lo objetivo sino con la intención. Cada verdad múltiple que revela" el
Gobierno cubano no supone más sino menos credibilidad para el régimen.
La verdad tiene unos fundamentos éticos de enunciación que definen la
dimensión moral y ética de los actores: eso es lo que se llama
credibilidad. Por esta razón no la pierde necesariamente quien miente
sin intención.
¿Se puede dialogar con actores así? Creo que no. Y esto es algo más
profundo que negarse a dialogar con el Gobierno porque su fin manifiesto
sea no cambiar. Que siempre fue el argumento de la buena y la mala derecha.
Ahora bien. Puedo entender que dialogar con el castrismo se conciba como
un mal necesario. Si el camino del infierno está empedrado de buenas
intenciones, probablemente lo contrario también sea cierto: el camino
del paraíso podría estar, a su vez, empedrado de malas intenciones. No
lo sé y sí lo dudo. Pero respeto a quien dialogue con el castrismo y al
mismo tiempo logré establecer las bases de un futuro decente para el
país. Le admiraré si logra que el diálogo asuma la naturaleza decente de
ese país del futuro. Más, si no daña el umbral ético de los hombres y
mujeres de bien.
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/dialogos-perversos-iii-270903
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