Miércoles, Octubre 26, 2011 | Por Miguel Iturria Savón
En Cuba, apenas evocamos el descubrimiento de América por Cristóbal
Colón, ocurrido el 12 de octubre de 1492, y su llegada a nuestras costas
el 24, como si la conquista y colonización por España fuera una cuenta
pendiente y no un hecho del pasado de trascendencia histórica y
cultural. Oficialmente se festeja el inicio de la gesta independentista
-10 de octubre de 1868- y la entrada de los patriotas a Bayamo, el 20
del mismo mes y año, como Día de la Cultura Nacional.
Tan belicosa percepción distorsiona el legado cultural del país,
lastrado por el burocratismo de estado, la ideologización política y la
creación de un sistema de estrellas supeditado a la red de monopolios
que controlan la producción artística y literaria.
En la cultura que precede al desestructurador proceso revolucionario de
1959 incidieron el rediseño de las relaciones con los Estados Unidos a
partir de 1902, y las oleadas migratorias de españoles y caribeños que
vinieron en busca de trabajo e impulsaron la producción y el comercio de
la isla, convertida en una de las naciones más prósperas del continente.
A mediados del siglo XX Cuba enfrentaba cambios socioeconómicos que
ponían en quiebra los valores tradicionales. Avanzaba la denominada
cultura de masas, basada en la expansión de la radio, la TV, el cine, la
enseñanza y los medios de comunicación. La arquitectura urbana fue
impulsada por entidades públicas y privadas, principalmente en La Habana
y Varadero, sedes de inversiones turísticas, donde el sector hotelero e
inmobiliario marchaba a la cabeza, lo cual generaba empleos y
alternativas colaterales.
Con los cambios sociopolíticos se interrumpió el avance espontáneo de
las manifestaciones de la cultura. La filiación al modelo socialista de
Europa del Este dio paso al sistema de entidades oficiales que
monopolizan las esferas de la creación artística. El Instituto Cubano
del Libro, el Centro Nacional de la Música, el Instituto de Arte e
Industria Cinematográfica, el Consejo de las Artes Escénicas, el
Instituto de la Radio y la Televisión, el Centro de Artes Plásticas y
Diseño y agrupaciones como el Ballet Nacional, Danza Contemporánea o el
Conjunto Folklórico dirigen la producción artística en función de
intereses políticos y gubernamentales.
El ICAIC, fundado en marzo de 1959, ejemplifica el control ideológico
sobre la cultura. Su fundador, Alfredo Guevara, devino castrador del
intelecto creativo de los cineastas cubanos. Este personaje fue esencial
en la larga película de la tiranía, en cuyo polémico camino impuso el
estatismo y excluyó a los críticos del Nuevo Cine, dentro del cual
sobrevivieron Gutiérrez Alea, Humberto Solás y otros.
La burocratización supeditó a los creadores a la red de centros
estatales. Los funcionarios dictaron normas, instituyeron la censura y
acentuaron la sumisión a través del sistema de premios, ediciones de
libros, grabaciones de discos y viajes al exterior, lo cual favoreció el
oportunismo y desató persecuciones y éxodos de quienes desafiaron los
cánones del poder. En ese contexto, la filiación a la Unión de
Periodistas de Cuba (UPEC) o a la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas
de Cuba), devino garantía, pues los artistas y literatos son despojados
de personalidad jurídica y atados al esquema.
Del coloquialismo poético pasamos a la poesía bajo consigna, la
narrativa de la violencia, el realismo socialista y la grisura
escritural de quienes mitificaron al Líder y a su legión de "héroes".
Hubo purgas, epifanías, comercio de alabanzas y hasta un Movimiento
Nacional de la Nueva Trova para negar la tradición trovadoresca iniciada
por Pepe Sánchez en el siglo XIX y continuada por Sindo Garay y Miguel
Matamoros.
Hubo que marcharse o bailar en torno a las normas y los preceptos del
Líder y su Partido, al menos hasta 1990, momento de quiebra por la caída
del bloque soviético, cuando la carencia de recursos económicos aceleró
la crisis de las instituciones monopolistas y el éxodo de artistas hacia
otras naciones.
Tal vez lo mejor de la cultura oficial sea el sistema de enseñanza
artística, pues favoreció la formación de instructores y triplicó las
escuelas de artes. La promoción de la cultura comunitaria y los
festivales de aficionados estimularon el surgimiento de casas de
cultura, museos, galerías y bibliotecas municipales, instalados en
viejos cines, liceos clausurados y nuevas locaciones.
La imposición de reglas y reverencias al poder sometió a músicos y
actores, bailarines y artistas plásticos, escritores y periodistas. La
dependencia se acentúa en los medios de comunicación y en las
instituciones provinciales y comunitarias, supeditadas además a los
órganos locales de gobiernos.
Al someter a la intelectualidad a las reglas del poder mediante castigos
y recompensas que estimulan el oportunismo y envilecen a los
privilegiados, se creó un mercado de prebendas en base a dogmas y
filiaciones.
El rejuego se extiende a los nuevos soportes tecnológicos y a las cuotas
de poder asignadas a la Unión Nacional de Artistas y Escritores y Cuba,
cuyas filiales condicionan la viabilidad de proyectos, ediciones y
viajes al extranjero, sin mucha sutileza.
A pesar del tiempo, del éxodo de creadores y de la involución del país,
el régimen insiste en imponerle límites a la cultura, convirtiendo a sus
élites en apéndices de la burocracia de estado. El silencio y la
complicidad favorecen la supuesta unanimidad en detrimento de las
diferencias y de la libertad que caracterizan las expresiones del arte.
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