17-10-2011.
Arturo G. Dorado
Delegado ULC, Londres
(www.miscelaneasdecuba.net ) El totalitarismo es el mal, el mal extremo,
es peor que todo lo que le ha antecedido; es la mayor mentira, el mayor
engaño a que ha sido sometida la humanidad.
El mal totalitario es extremo sin ser necesariamente radical, sin que la
violencia y la represión cruenta tengan que ser evidentes. Puede por
tanto ocultar su naturaleza intrínsecamente perversa tras una apariencia
de moderación e institucionalidad, bajo la sombra de una vida normal. Es
extremo porque el daño que produce es al corazón de las sociedades y los
hombres, es un ataque absoluto a la esencia del alma humana.
Que el comunismo cubano es en la actualidad un sistema totalitario puede
parecer un poco exagerado, pero es preciso que se diga, se aclare y se
tenga en mente si se quiere que el desastre, ya inevitable, de su
mantenimiento por más de medio siglo pueda ser remediado aunque sea
parcialmente en el futuro.
La mistificación del comunismo es la más sofisticada que ha conocido la
historia, mucho mayor que la de los nazis, quienes al menos decían lo
que hacían, no ocultaban sus propósitos de dominación y aniquilación de
las "razas inferiores"; por eso muchos auténticos comunistas se
convierten en los mayores y más lúcidos enemigos del sistema en cuanto
despiertan del hechizo del mal, de la mentira que les absorbió por la
fascinación de la ideología; pero por eso también, no sólo porque se
derrumbó por sí mismo, ni por la magnitud y abominación de los crímenes
que cometió, el comunismo logra mucha mayor legitimidad que el nazismo,
y el caso cubano aparece como relativamente benigno. La esencia, la
horrible esencia de comunismo no es fácilmente comprensible ni
mostrable, es muy difícil de explicar y hacer entender a quienes no lo
han vivido y sufrido en carne propia.
El comunismo tiene que readaptarse para sobrevivir sin que abandone el
tipo ideal, el tipo totalitario. Por eso el terror y la represión brutal
ya no son imprescindibles para el sistema cubano, como sí lo fueron
anteriormente cuando la coacción y la vigilancia alcanzaban a todas las
esferas de la vida pública y privada. Pueden ser muy peligrosos en el
actual escenario internacional; amén de que ante una población
aborregada, desmoralizada, desinformada, acanallada y vulgarizada,
incapaz de pensar o decidir por sí misma, no son funcionales ni necesarios.
Por eso también el monismo ideológico, cientifista, el monismo marxista,
tan generalizado unos años antes, ya no es omnipresente, ya consumó su
papel destructor, aniquiló el disenso como peligro real y queda
solamente como un espejismo al cual la retórica oficial se aferra.
Las estrategias se reformulan, la ideología puede desinflarse y buscar
nuevos o antiguos disfraces para intentar legitimarse y sobrevivir. El
reciente quinto congreso del Partico Comunista de Cuba proclamó la
"reactualización del modelo económico cubano", ni hablar del político.
De hecho la esencia totalitaria sigue estando intacta. El poder decide
qué medidas y hasta qué grado deben ser tomadas. Intenta reformas que le
ayuden a mantenerse, pero nunca desde la iniciativa individual, sino
desde la oficial. A pesar de su pretensión de adecuarse a las
circunstancias actuales, su discurso está, como siempre, fuera de las
reales necesidades de los cubanos, y sobre todo, de cualquier atisbo de
verdadero pluralismo o autonomía ciudadana. Pretende adecuarse al
momento actual, pero no puede abandonar la mentira, el ansia de control,
la desinformación, la propaganda y la manipulación descarada que
constituyen su esencia.
Y es que la mentira es el modus operanti de cualquier totalitarismo, y
el comunismo la encarna por esencia. La mentira es el modo natural de
ser en Cuba, como en todo país comunista, y para que la mentira se
mantenga funcional es preciso edulcorarla, reciclarla, contextualizarla
y repetirla hasta la saciedad; inculcarla por todas las formas posibles,
desde la propaganda hasta la represión descarnada; pero sea como sea
debe estar ahí, debe estar imbuida en la conciencia y actitud de la gente.
Es por eso que al afirmar, como pretende el gobierno cubano y algunos de
sus paladines, especialmente en Latinoamérica, que el socialismo es el
único camino para solucionar los pro-blemas de la humanidad, no sólo se
está diciendo una mentira aberrante y obscena (los millones de muertos y
vidas destruidas que dejó el experimento comunista tras de sí no
necesitan más evidencia que su propio y absurdo extermino y sufrimiento)
sino que se le vacía de contenido.
Ya no se trata del discurso marxista de la lucha de clases, de la
dialéctica o el materialismo histórico, que no son funcionales ni
creíbles para nadie, aunque aún subsistan representantes de la más pura
y trasnochada ortodoxia marxista, sino de una difusa identifica-ción con
"los pobres", con "el tercer mundo", "con el sur" y demás insensateces
por el estilo que, sin llegar a generalizaciones extremas, en la mayoría
de los casos no son más que el dis-fraz del comunismo para poder
mantenerse y resurgir bajo nuevos rostros; y sobre todo el odio, el odio
a la libertad, a la riqueza y al triunfo personal, a la autonomía
individual. Ese odio sí que es imprescindible al totalitarismo, aun el
comunismo logre atenuarlo o disimularlo con consumada habilidad en su
retórica universalista y pretendidamente humanista. Es la expresión de
una mentalidad, la mentalidad que permitió y alimentó la instauración y
mantenimiento de las mayores monstruosidades que ha conocido jamás la
humanidad, el comunismo y el nazismo.
La mentalidad que aún aletea en muchos más o menos ingenuos
izquierdistas y supuestos humanistas del mundo, y que está siempre
presente como un lado de la naturaleza humana, como una de las máscaras
o revelaciones del mal; la mentalidad del mesianismo proyectado en la
utopía terrenal; la mentalidad que pretende transformar el mundo por la
violencia, por la Revolución; la reducción de lo espiritual, de la
Verdad a una determinada manifestación de la verdad, a una única forma,
a una ley o devenir histórico, a una falsa, diabólica providencia. Cito
a Simone de Bevouoir que expresa a la perfección semejante actitud, tan
querida a ciertas izquierdas y a las alucinaciones de tantos
intelectuales y fanáticos que pretendiendo el bien logran a la postre el
mal extremo: "La verdad es una, el error múltiple, no es una casualidad
que la derecha profese el pluralismo."
La característica central del comunismo no es su ideal final, la armonía
y felicidad universal, traducidas en la praxis, y uso la palabra
marxista ex profeso, en la reducción del individuo a lo colectivo, sino
el modo en que intenta alcanzarlo: la sumisión a una ideología, por más
cambiante, manipuladora y mendaz que pueda ser; la supresión de las
libertades individuales, o su restricción cuando ya ha sido aniquilado
el peligro más evidente para la sobrevivencia del sistema; la abolición
de la propiedad, por más que las reformas que ahora pretenden
instaurarse como "irreversibles" en Cuba hablen de "trabajo por cuenta
propia" (nunca de empresa privada ni de propiedad privada), y de cambios
de estructuras y mentalidades, sin recordar parecidos e "irreversibles"
experimentos y eufemismos en los años noventa y ochenta del pasado siglo
y en los primeros de la etapa revolucionaria; el elogio incondicional de
los otros estados comunistas o próximos en su ideología, antiguamente la
Unión Soviética y los demás miembros del bloque comunista, y actualmente
a cuanta nación, dictadura y barbarie política que le otorgue algún
soporte al sistema; y el odio que mencioné antes, el odio como base, el
odio que se disfraza de bien, de humildad y austeridad; el odio que
define por esencia al comunismo, al totalitarismo; el odio que se
proyecta externamente en el "imperialismo", en el "enemigo", dígase los
Estados Unidos de América en particular y la democracia occidental en
general, e internamente en cualquier postura que pretenda autonomía y
legitimidad política; el odio que no puede considerar el disenso como
natural, sino tiene que humillarlo, denigrarlo y mostrarlo como ejemplo
de las artimañas del "enemigo" para poder continuar reciclándose, para
que el totalitarismo continúe viviendo.
Es preciso dividir a la humanidad en partes excluyentes, y muy
especialmente a los propios compatriotas: revolucionarios y
contrarrevolucionarios, exiliados y residentes en el país, patriotas y
apátridas, etc. Es necesario suprimir las oposiciones y a la vez,
mantenerlas como arquetipos o ideales desde los cuales satanizar al
otro, justificar el control y la aberrante racionalidad del absurdo
comunista.
Es imprescindible la unidad como ideal, reduciendo la diferencia, el
disenso a oposición, a enemigo, y por supuesto, tratando de liquidar,
excluir, expulsar o neutralizar a quienes la manifiestan, porque el
totalitarismo niega por esencia la alteridad, la pluralidad; niega la
existencia de un otro comparable a sí mismo, de un tú que pueda dialogar
y convivir con el yo, que pueda intercambiarse o asimilarse con él.
Por eso el sistema ataca con mayor fuerza las disensiones en sus propios
cuerpos e instituciones. El estigma de "enemigo de la Revolución",
"mercenario", "gusano" y demás epítetos más o menos pintorescos, pero
siempre denigrantes y humillantes, endilgados a los que piensan y actúan
diferente, funciona como una etiqueta cómoda para atemorizar, someter y
manejar la disensión, pero dentro del Partido la sumisión incondicional
es y continúa siendo vital para la sobrevivencia del sistema. Las
llamadas a sinceridad o a críticas quedan siempre marcadas por la
amenaza de los límites, que pueden reducirse o extenderse, pero están
ahí, bien claros. Desde el comienzo de la Revolución Cubana, como en
todos los regímenes comunistas, semejantes llamadas se han hecho una y
otra vez sin que en la práctica hayan significado nada más que otra de
las variantes de la mentira, otros de los disfraces del odio y la maldad.
Las consecuencias de tomar tales llamadas en serio, de ser ingenuos y
creer que ciertamente es posible cambiar algo, no se hacen esperar. La
represión varía con el momento, más o menos violenta, cruda o sutil,
instantánea o aplazada, pero siempre presente.
El comunismo inexorablemente destruye, como si fuera un castigo de los
dioses, a sus mejores hombres; no sólo a sus enemigos declarados, que
como dije antes le pueden ser necesarios para justificar su propia
dinámica. Por naturaleza aniquila la virtud, porque la virtud es siempre
un llamado a lo mejor del individuo, y el totalitarismo necesita lo
peor, o en el mejor de los casos a lo mediocre para poder mantenerse; no
convive nunca en paz con la transparencia y la limpieza, sea de la
tendencia que sea.
El reino de la fachada, la mentira extrema y mantenida son lo constante,
la base y la esencia inconmovible del comunismo. Lo terrible es que esta
mentira no tiene que ser necesariamente consciente. La inmensa mayoría
consiente en ello más o menos tácitamente, sin percatarse de que lo que
hace es legitimar su estatus de víctima y victimario.
De hecho en la Cuba actual la ideología revolucionaria, comunista, es
cuando más una retórica bastante maltrecha, pero todavía capaz de hacer
funcionar el sistema bajo la agobiante y generalizada
institucionalización del país. El comunismo como proyecto es clara y
palmariamente un fracaso para cualquier persona medianamente honesta e
inteligente, es el nombre dado al interés de un grupo empeñado en
mantener a toda costa el poder, la sumisión conformista y resignada de
la mayoría, y la tozudez de algunos fanáticos. Es de esperar que un
sistema que niega tan masivamente la libertad y la prosperidad del
individuo se derrumbe de un modo u otro. Hasta ahora esto ha sucedido en
los países de Europa del Este, aunque no es una certeza apodíctica que
lo haga en Cuba, que no logre readaptarse y sobrevivir como en los casos
asiáticos.
Pero la realidad, la triste y cruda realidad es que el mal del comunismo
ha penetrado profundamente en el alma de la nación. La libertad se mató
o emigró de Cuba, el derecho a producir, a crear, a cambiar de
domicilio, a sembrar o pensar libremente fue aplastado crudamente. La
mentira ha triunfado y su resultado, su inexorable consecuencia es dejar
a los hombres indefensos, desorientados y aislados ante las
circunstancias, anegados por el desastre moral y social que ellos mismos
contribuyeron a crear. La masa de individuos, la masa que trabaja, vive
o sobrevive como puede, que desfila cuando se lo ordenan, porque por sí
sola ya no puede ser otra cosa que turba, no se siente parte de ninguna
pertenencia pública positiva.
Oficialmente se continúa proclamando el interés colectivo, pero la
realidad es el desaliento, la desesperanza, la pobreza, la corrupción,
el interés personal mezquino, el espíritu de sobrevivencia, la mueca
sardónica de la mentira que extiende sus redes a todas partes, pero se
hace sentir especialmente sobre quienes intentan defender y ser
consecuentes con un ideal; sobre quienes creen que pueden progresar y
realizarse por sí mismos y no gracias a las dádivas del sistema; quienes
piensan que el talento y la información, la cultura y la virtud son
meri-torias per se.
Los profesionales que aspiran a triunfar por sus propios méritos,
quienes tengan una real mentalidad de empresa, no sobreviven ni
prosperan en una sociedad de ladrones e hipocresía, de tráfico soez más
que de reales negocios, de facinerosos con más o menos dinero y no
empresarios. No pueden triunfar la transparencia, la honestidad, la
competitividad, sino el engaño, el espíritu de latrocinio y robo; el
truhan que tiene el poder de su dinero para legitimar su pequeñez moral
y cívica; el delincuente o el funcionario que se enriquece desde la
picardía, la degradación y la corrupción porque es imposible,
virtualmente imposible, prosperar en Cuba, como en cualquier régimen
comunista, desde la honestidad y el talento propio.
Quienes tienen dinero, generalmente malversadores, bandidos de baja
estofa o individuos sin capacidad intelectual o moral elevada, no
piensan en construir, sólo en acumular para sí; no piensan, ni pueden
hacerlo de hecho, en invertir en gran escala, sino en proyectar su poder
frente a los demás, en la satisfacción de un lujo más o menos grosero,
en lo primitivo y pedestre de la riqueza, lo único que son capaces de
entender y que es retorcidamente premiado y legitimado bajo el reino de
la mentira.
La propia decadencia del sistema contribuye a lo anterior aun en contra
de su voluntad. Como ya no puede recompensar a sus secuaces como antes,
como la crisis de su abismal ineficiencia económica le obliga a
readaptarse, se ve atrapado en su propia trampa; tratando de eliminar la
corrupción sólo deja a esta como la única alternativa de una vida
medianamente decente; tratando de reestructurarse y hacerse más
eficiente sólo lanza a más gente a la marginalidad, la prostitución y la
ilegalidad; tratando de legitimar y activar sus muy limitadas e
insuficientes reformas sólo consigue aumentar el egoísmo, el desastre y
el descontento. Al irse deteriorando cada vez más la fachada ideológica,
al ser evidente que no hay respuestas a las reales necesidades de las
personas, ni ningún cambio serio en un futuro inmediato, lo único que va
quedando es este egoísmo, esta indefensión cívica, moral e intelectual
de las víctimas, y en gran medida culpables, del comunismo.
Los seres humanos necesitan un sentido para vivir, y si el único sentido
restante a los cubanos dentro de la isla es la emigración o la
aceptación del absurdo como lo normal, el absurdo se racionaliza, la
estupidez y la ordinariez rampantes se convierte en carácter nacional,
la miseria material, espiritual y ética, se hace norma. Sobrevivir en el
absurdo y la pobreza necesita legitimarles para no sucumbir a la locura.
La mentalidad pues continúa siendo la misma. La diferencia entre el
discurso político y su objeto, el mero mantenimiento del poder, el
carácter ilusorio del discurso oficial, es la realidad más visible de la
sociedad cubana, como la de todo régimen comunista. El cambio de la
ideología, en la superficie o incluso en factores que podrían parecer
inamovibles, o sea en el núcleo del sistema, es en realidad el modo
natural de ser y adaptarse de la mentira.
Vivir en la mentira, para los que como yo sienten el absurdo
generalizado, es terrible. La lucidez es una maldición en sociedades
totalitarias. Se vive como en una pesadilla interminable, en un inmenso
manicomio, donde uno ve quejas de forma, nunca de cuestiones esenciales,
donde la normalidad ya es anormalidad, donde el lenguaje se empobrece y
reduce a la simpleza extrema, a un infantil balbuceo de obscenidades y
vulgaridades que hace que las diferencias entre un médico y una
prostituta de baja ralea sean en muchos casos de grado no de esencia;
donde el muro de silencio, la soledad se convierten en desolación, en la
constante tentación del nihilismo y la rendición.
Por ello, aunque vivir en la verdad es uno de los modos más auténticos
que pueda quedar al individuo dentro de un régimen comunista, no basta
para demoler el totalitarismo. El único medio de demoler el
totalitarismo es oponerle e imponerle con suficiente poder otra
mentalidad, otra opción, otra estructura política, y esa es la
responsabilidad que nos queda con el futuro de nuestra nación; el único
modo real de sanar, o al menos palear el desastre vivido, el desastre de
la mentira.
Para que la libertad y la democracia puedan funcionar efectivamente no
basta solamente con una mayor apertura al decir, sino que la libertad de
prensa, de conciencia y expresión deben ser realidades tangibles; y algo
más profundo, que ellas por sí solas no son suficientes para construir
una democracia, para sostener la libertad.
La libertad tiene que extenderse a todos los aspectos de la vida, al
derecho a producir, a crear una empresa, a tener realmente propiedad.
Porque la propiedad privada, aunque no baste por sí sola para asegurar y
hacer triunfar la democracia, sí le sostiene y fundamenta en gran medida.
La libertad, y esto es lo decisivo, tiene que ser una mentalidad capaz
de construir y sostener instituciones. No sólo una política regida por
consideraciones económicas, no sólo la existencia de partidos y grupos
de poder e influencia, sino, y creo imperioso insistir en ello una y
otra vez, una mentalidad por la cual la virtud, la responsabilidad,
habiten efectivamente en el alma y la conciencia de los hombres, al
menos en los mejores y más capaces.
La batalla contra la mentira es una batalla por la memoria y por la
esperanza. Y esta esperanza, la esperanza que nos puede dar fe en que el
futuro no sea más de lo mismo, más miseria, dolor y desastre, reside
fundamentalmente en los millones de cubanos que viven y respiran en
li-bertad.
La Cuba que aún vive, piensa y honestamente prospera está fuera en su
inmensa mayoría; lo mejor de la sociedad ha emigrado, y el resto de
ciudadanos y no de víctimas y pobres de alma y mente que malviven dentro
del país, o lo hacen a su vez, si pueden, o perecen, porque salvo raras
excepciones no logran mantenerse con cordura y lucidez, ni tienen poder
ni posibilidades para influir contra el absurdo que les rodea desde
todas partes.
Pero a diferencia de los países del antiguo bloque comunista, Cuba tiene
un exilio próspero, poderoso y capaz de lograr que el destino de su
nación no sea necesariamente igual al de Bulgaria o Rumania, donde los
males del comunismo continuaron afectando a la sociedad mucho tiempo
después de la desaparición fáctica del sistema. Para lograrlo tiene que
proponérselo, tiene que unirse en un proyecto común, recuperar el
protagonismo que merece y le debe a su país, renunciar al desaliento y a
la mentalidad de espera y resignación que, como por simbiosis, le permea
bajo el largo brazo del comunismo.
Al exilio, más que a los cubanos dentro de la isla, corresponde pues
tener la inteligencia, el realismo y la voluntad de reclamar los cambios
que necesita imperiosamente la nación; exigir participar en la vida
pública de su país, educar en todos los campos, principalmente en el
económico y en el del ejercicio de las libertades cívicas; atacar la
mentira con su valor e inteligencia, ser capaces de, además de
denunciarla, ofrecer alternativa reales y viables a sus compatriotas
dentro de la isla. Depende en gran medida de los intelectuales,
académicos, profesionales y artistas en el exterior salvar la cultura y
el pensamiento cubanos, porque sus colegas dentro, en su aplastante
mayoría, han probado la verdad que el gran escritor ruso Vassili
Grossman, primero comunista y luego disidente, escribió en algún momento
próximo a su muerte: "Entre la gente dotada, con talento y, a veces,
incluso los geniales virtuosos de la fórmula matemática, del verso
poéti¬co, de la frase musical, del cincel y del pincel hay muchos que
son, en su alma, nulos, débiles, mezquinos, sensuales, glotones,
serviles, ávidos, en-vidiosos, moluscos, babosas, en quienes la
irritante angustia de la con¬ciencia acompaña el nacimiento de una perla."
Pero el mismo Grossman dijo en otro lugar: "El hombre condenado a la
esclavitud es esclavo por destino y no por naturaleza. La aspiración de
la naturaleza humana a la libertad es invencible, puede ser aplastada
pero no aniquilada".
La aspiración, la necesidad de libertad, renace siempre de un modo u
otro. La mentira es un estado antinatural a los seres humanos, puede
pervivir, mas no puede eternizarse. Aunque los valores de la vida
pública hayan sido arruinados y prostituidos en Cuba, como en todo
sistema comunista; aunque los daños sean en gran medida irreparables,
aunque muchos puedan preguntarse si la vida del pordiosero libre es
mejor que la del esclavo pobre pero con la segu-ridad de que alguien o
algo piensa por él y le oferta al menos el sustento para subsistir;
aunque el proyecto democrático basado en la autonomía ciudadana y la
libertad no conlleva al paraíso terrenal, sea falible como toda
construcción humana; hay algo absolutamente cierto, el comunismo, el
totalitarismo, la mentira, no son la salvación del país ni de la
humanidad, no son el futuro, ni la esperanza, y depende de los cubanos,
de los cubanos que aún tienen honor y se resisten a la derrota, hacer
realmente posible que haya cambios en Cuba, dejar de lamen-tarse por el
horror vivido, sacudir el miedo, la desesperanza, la desidia y la
indolencia y decidirse de una vez por todas a cambiar el destino de la
nación.
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