Hace casi dos años que no me atiendo en un hospital. La última vez fue
en aquel noviembre de golpes y secuestro donde mi zona lumbar quedó muy
mal parada. En esa ocasión aprendí una lección duradera: que puestos a
elegir entre el juramento de Hipócrates y la fidelidad ideológica,
muchos galenos prefieren violar la privacidad del paciente –comparada al
secreto confesional de un sacerdote– que oponerse con la verdad al
estado que los emplea. Ejemplos de esto han sobrado en la tele oficial
durante los últimos meses y han alimentado más mi desconfianza con el
sistema de Salud Pública cubano. Así que me curo con las plantas que
siembro en mi balcón, hago ejercicios cada día para evitar enfermarme y
hasta me compré un Vademécum por si necesitara auto recetarme en algún
momento. No obstante mi "rebeldía médica", no he dejado de observar e
indagar por el deterioro creciente de este sector.
Entre los recortes hospitalarios de los últimos tiempos, uno de los más
notables tiene que ver con los recursos para el diagnóstico. Los
doctores reciben asignaciones muy reducidas de radiografías,
ultrasonidos o resonancias magnéticas que tendrán que distribuir entre
sus pacientes. Las anécdotas de fracturas que se entablillan sin pasar
por los rayos X, de dolores abdominales que se complican porque no se
les puede hacer una exploración, son tantas que ya ni nos sorprenden.
Tal situación se presta además para el clientelismo, donde quienes
pueden hacer un regalo o pagar subrepticiamente obtienen una mejor
atención que otros. El trozo de queso regalado a la enfermera y el
indispensable jabón de tocador que muchos le obsequian al estomatólogo
aceleran notablemente el tratamiento y compensan los subvalorados
salarios de estos profesionales de la medicina.
Un termómetro resulta, desde hace tiempo, un objeto ausente de los
estantes de las farmacias en moneda nacional, mientras las que son en
moneda fuerte tienen los modelos más modernos y digitales. Hacerse unas
gafas para paliar la miopía puede demorar meses por los caminos del
subsidio estatal o veinticuatro horas en las Ópticas Miramar donde se
paga en pesos convertibles. Los cuerpos de guardia de los hospitales
tampoco escapan de esos contrastes: podemos toparnos con el
neurocirujano más capacitado de toda la región del Caribe, pero no tiene
ni una aspirina para darnos. Son esos claroscuros que también enferman,
que desgastan al paciente, a sus familiares y al propio personal médico.
Y nos van dejando una sensación de estafa, de que esa conquista
largamente enarbolada frente a nuestros rostros se desmorona y ni
siquiera nos permiten quejarnos de ella.
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