27/03/11
PorLalo Lanusse, Director y dramaturgo
En unas vacaciones fui a recorrer Cuba. Y cuando estaba parando en
Trinidad, decidí viajar desde allí hasta Santa Clara, ciudad clave en el
triunfo de la Revolución y resguardo del mausoleo y museo del Che
Guevara. El problema era que no encontraba la forma de trasladarme en
ese momento. Entonces alquilé una pequeña moto, tipo scooter con la idea
de ir y volver en el mismo día. El trayecto por la autopista era de unos
200 kilómetros, pero por la montaña el recorrido se reducía a poco menos
de 100 kilómetros (claro que esta última travesía era un poco más
osada). No lo dudé y me incliné por la opción más segura: llené el
tanque y, con el único objetivo de seguir siempre el asfalto, emprendí
mi aventura. No había previsto, sin embargo, que la ruta sería tan
sinuosa, empinada y que estaría tan deteriorada en algunos tramos... De
todas formas, llegué sano y salvo y disfruté muchísimo de mi visita a
Santa Clara.
Contento y más confiado, volví a llenar el tanque para el regreso y,
como empezaba a caer el sol, me hice amigo del acelerador. Me faltaban
pocos kilómetros para llegar y la última gran pendiente para trepar,
cuando la moto se quedó sin nafta. Estaba solo en una noche cerrada, en
una ruta desierta y... ¡en el medio de la selva cubana! No sabía qué
hacer. Entonces, de la nada, apareció un guajiro (campesino cubano) a
caballo, enlazó mi moto y me arrastró hasta la punta más alta del
camino. "Desde aquí te lanzas y con el envión llegás a una cafetería
para pedir ayuda", me indicó. Y eso hice. Volví a ciegas, ya que al no
tener nafta ¡tampoco tenía luces ni frenos!
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