El Síndrome del Pesimismo Post-totalitario y la recuperación de la esperanza
Carlos Alberto Montaner
LiberPress- Futuro de Cuba.Org- El 27 de junio pasado, con el apoyo del Foro
Nueva Economía, pronuncié una conferencia en Madrid titulada El futuro
democrático de Cuba: qué tipo de capitalismo nos aguarda. El tono del texto,
en general, era optimista, y a muy grandes rasgos -dada la escasa media hora
de que disponía para desarrollar el tema- dibujé rápidamente lo que puede
ser un esquema para la transición económica y política de la Isla,
señalando, de paso, los escollos que hay que evitar en la construcción de
una verdadera economía de mercado, libre y abierta, mientras se forjan las
bases de un genuino Estado de derecho dentro de la tradición republicana. La
reacción de los cubanos a estos papeles fue, grosso modo, positiva. Desde
Cuba, algunos demócratas de la oposición me hicieron llegar su entusiasta
conformidad con el texto, y hasta cierto personaje relevante dentro del
aparato, más importante por sus vínculos familiares que por méritos
revolucionarios, crítico a media lengua del sistema, se ocupó de repartir
varios ejemplares entre su círculo de la nomenklatura. Le parecía, y así me
lo hizo saber, que era un buen camino para escapar de la trampa histórica en
que el castrismo los dejará atrapados cuando se llegue al final de esta
pesadilla. Naturalmente, también hubo numerosas críticas negativas, dentro y
fuera de Cuba, en las que se repetía una palabra clave: utopía.
Aparentemente, nada de esto era realizable. Los cubanos no podían
transformar la dictadura en democracia. No les sería posible transferir los
activos en manos del Estado a la sociedad. Les estaba vedado un crecimiento
enérgico del 10 o 12% anual durante un periodo prolongado tras la
desaparición del comunismo. Los capitalistas extranjeros caerían sobre el
país como una bandada de buitres desalmados. Los cubanos, en suma, tras el
fin de la dictadura no serían capaces de construir un país normal, semejante
a esas treinta naciones que están al frente del planeta de acuerdo con el
Indice de Desarrollo Humano que la ONU publica periódicamente. Normal, en
este contexto, quiere decir democrático, pacífico, próspero, predecible,
tranquilo, confortable, respetuoso de los derechos individuales, incluidos
los de propiedad, y amistoso con los países vecinos, rasgos presentes en
esas treinta naciones aludidas.
El sueño cubano
Esa actitud pesimista es, realmente, un fenómeno novedoso en la historia de
la nación. Si algo había caracterizado a la sociedad cubana desde la época
de la colonia, era la certeza general de que nos esperaba un futuro
extraordinario, y que no había obstáculo que no pudiera ser superado con un
poco de suerte y tesón. ¿De dónde surgía esa confianza? Acaso de una
experiencia feliz y poco frecuente: los cubanos no conocían la decadencia.
No se referían a gloriosos tiempos pasados ya irrecuperables. No existía,
hasta la llegada del castrismo, la noción de que hubo un pasado espléndido
que habíamos perdido. Lo mejor, invariablemente, se encontraba instalado en
un horizonte alcanzable. Era una sociedad que miraba hacia el futuro.¿Por
qué esa actitud? Acaso por lo siguiente: los cubanos, paulatinamente,
siempre habían estado "un poco mejor", lo que generaba unas razonables
expectativas de progreso personal y colectivo. Como regla general, el nieto
estaba mejor educado y vivía mejor que su padre, mientras el padre estaba
mejor educado y vivía mejor que el abuelo. El propio paisaje urbano les
confirmaba a los cubanos esa convicción risueña de que el porvenir podía ser
extraordinario. Las casas, los caminos, las ciudades, mejoraban con el
transcurso del tiempo. La modernidad y el progreso solían llegar con
celeridad: el tren, el telégrafo, el teléfono, la electricidad, los autos,
la aviación. La disponibilidad de los bienes de consumo aumentaba
constantemente: el agua, la alimentación, el vestido, el transporte y las
posibilidades de viajar. La estructura social, además, era permeable y
flexible. Se podía comenzar en alpargatas, como tantos criollos e
inmigrantes, y terminar en una casa confortable rodeado de comodidades. El
mensaje que históricamente emitía la realidad isleña era obvio: Cuba era un
país con futuro. El devenir era benévolo, prometedor. Eso generaba una
comprensible sensación de optimismo. Por supuesto que hubo contramarchas y
Cuba sufrió leyes y gobiernos injustos durante la Colonia (junto a otros muy
constructivos y benéficos), y debió enfrentar ataques de piratas y ciclones
devastadores. Es verdad que a veces se desplomaba el precio del azúcar o se
contraía el comercio internacional y los cubanos padecían las consecuencias.
¿Quién puede ignorar que en suelo cubano se libraron guerras internacionales
y La Habana se llenó de imprevistos ingleses? Nadie puede negar que había
bolsones de pobreza y desempleo (cada vez menores), o que a la infame
esclavitud, terminada en fecha tan tardía como 1886, evolucionó hacia un
hiriente racismo que no se extinguió con el surgimiento y desarrollo de la
república, sino se prolongó en exclusiones y desigualdad de oportunidades
para la población negra. No es falso que hubo etapas graves y convulsas tras
la independencia -violencia, golpes militares, corrupción, gansterismo,
dictaduras-, que generaron toda una valiosa literatura crítica calificada
como "pesimismo republicano", en la que comparecen nombres como los de
Enrique José Varona, Fernando Ortiz y Jorge Mañach -entre otros-, pero ese
examen sombrío y generalmente acertado de los males que aquejaban el
funcionamiento institucional del país no trascendía de ciertos medios
académicos e intelectuales muy limitados. En todo caso, eran incidentes
controlables o periodos relativamente breves, a veces trascurridos en medio
de buenas circunstancias económicas, invariablemente seguidos por ciclos de
recuperación impetuosa, lo que nos llevó a acuñar un sobrenombre auspicioso
para la nación: "la isla de corcho". Ello explica que, hasta la llegada de
Castro, Cuba fue siempre un receptor neto de inmigrantes. Era un espacio
humano prometedor, del que no tenía mucho sentido huir, dado que era posible
trazar objetivos vitales ambiciosos y alcanzarlos. Había, pues, un "sueño
cubano", como pueden dar testimonio cientos de miles de inmigrantes europeos
o caribeños que llegaban a la Isla en busca de formas de vida superiores a
las que podían alcanzar en sus países de origen.
La desaparición de la esperanza
Paradójicamente, esa noción de isla de corcho, asiento de esperanzas y de
una vida mejor para nativos y extranjeros, se vino abajo como consecuencia
del más optimista de los cubanos: Fidel Castro. Incluso, es posible que el
desbordado optimismo de Fidel Castro haya sido el causante del surgimiento
del pesimismo en el resto de sus compatriotas. Me explico: Fidel Castro
creía que con un grupo de jóvenes sin disciplina ni adiestramiento militar,
como había sucedido en la lucha contra Machado, podía derrotar a la
dictadura de Batista, y lo logró. Pero a partir de ese triunfo notable, no
exento de heroísmo, el resto de sus objetivos fracasaron uno tras otro,
mientras se demostraba que sus creencias no eran más que supersticiones
absurdas. Fidel Castro, dispuesto a convertir la Isla en una potencia
económica, creía que él sabía mejor que el resto de los cubanos qué
producir, cómo producir y a qué precio, y sustituyó violentamente el modelo
económico basado en la propiedad privada y el mercado por el colectivismo
planificado que preconizaban los marxistas. Creía que las desdichas
políticas de los cubanos se debían a la "división" y la politiquería
producidas por la democracia plural e instituyó un régimen monopartidista de
voz única y obediencia vertical que nos traería la felicidad colectiva.
Creía, en 1959, que en una década (como explicó el Che Guevara en Punta del
Este, Uruguay, en 1961) Cuba sería un país industrializado y tendría un
nivel de desarrollo similar al de Estados Unidos. Creía que Estados Unidos y
los países capitalistas colapsarían en medio de una catástrofe económica
imparable. Creía que el comunismo y la URSS eran el futuro de la humanidad.
Creía que él iba a ser la cabeza del tercer mundo en la nueva etapa
post-capitalista, y mandó sus ejércitos a África y sus guerrillas,
terroristas y agentes a todas partes para apuntalar ese destino luminoso.
Creía que transformaría a Cuba en una potencia científica en donde se
curarían el cáncer, el SIDA y otras calamidades. Creía, en fin, en muchas
cosas tontas y desproporcionadas que sólo suscriben los optimistas
patológicos aquejados de narcisismo, incapaces de dudar, sin darse cuenta
que sólo era un abogadillo mediocre, propenso a la violencia, intimidador,
audaz y sin escrúpulos, aunque naturalmente carismático e inteligente,
insoportablemente locuaz, con un débil instinto laboral, que había adquirido
sus ideas de la historia y de la economía en medio de unas elementales
tertulias políticas, enrarecidas por el humo de los habanos y los golpes de
cafeína, junto a personas sintonizadas en la misma tesitura cultural,
política y moral. Esos delirios, claro, tuvieron consecuencias gravísimas
cuando se convirtieron en medidas de gobierno. Durante casi medio siglo los
cubanos aprendieron una nueva y dolorosa lección: el país se hundía
progresivamente. El gobierno más largo de la historia de América -casi medio
siglo-, pese a tener todos los recursos a su disposición, lejos de resolver
los problemas materiales de la sociedad, los había agravado. El agua, la
vivienda, el suministro de electricidad, los teléfonos, el transporte, la
comida y el vestido se volvieron una insondable tragedia personal y
familiar. No había oportunidades laborales valiosas, bien remuneradas y
libremente elegidas. Todas las promesas resultaban incumplidas. Todo estaba
racionado o era inalcanzable. De nada servía ser una persona brillante,
adquirir un título universitario o esforzarse en el trabajo. Tener una
personalidad creativa y emprendedora, lejos de ser una bondad natural
conducente al éxito, se convertía en un foco de conflictos con los
comisarios. Si algo bueno existía, sólo estaba disponible para la clase
dirigente o los extranjeros. Todavía hoy, el 26 de julio pasado, Raúl
Castro, como si fuera la luna, después de medio siglo de gobierno, prometía
que los niños mayores de 7 años podrían tomar leche en el futuro. Esa
fracasada experiencia, sufrida interrumpidamente y durante tanto tiempo, se
convirtió en una devastadora expectativa personal: no había esperanzas,
salvo la de emigrar por cualquier procedimiento. Tres sucesivas generaciones
de cubanos aprendieron la peor de las lecciones que puede interiorizar una
sociedad: no hay un mañana mejor. Todo, incluso, puede empeorar. No es
posible la superación. La vida es esa cosa miserable y mugrienta que
transcurre en medio de arengas y marchas patrióticas bajo un sol implacable.
Los jóvenes cubanos de los años setenta vivieron peor que los de los
sesenta. Los de los ochenta, peor que los de los setenta. Los de los
noventa, en la primera mitad, llegaron a pasar hambre. Por supuesto que el
responsable de ese minucioso desastre eran el sistema y el torpe supremo
administrador que señalaba las directrices y daba las órdenes, pero el
juicio final a que llegaban los cubanos era otro: Cuba era inviable. De una
isla de corcho, había pasado a ser una isla de plomo, hundida sin remedio en
el Caribe.
La desconfianza en el otro
Pero todavía existía otro componente más doloroso: no sólo Cuba era inviable
a los ojos de muchas personas. Los cubanos, en general, pertenecían a una
especie humana deplorable. Mentían o simulaban para poder sobrevivir. Todo
el mundo comenzó a hablar de la doble moral como algo natural. Cada hogar se
convirtió en un centro de adiestramiento para la mentira. Los padres les
enseñaban a sus hijos a ocultar sus emociones y sus creencias "para que no
se metieran en problemas". Todo el mundo mentía para salvarse, pero a veces
la conducta era aún más censurable: el régimen convirtió a los cubanos en
chivatos. Lichi Diego contó en un libro desgarrador como la Seguridad lo
reclutó para que espiara y delatara a su padre, el gran poeta Eliseo Diego.
Cientos de miles de cubanos se convirtieron en informantes contra otros
cubanos. Por primera vez, incluso, un régimen político se arrogó el derecho
a controlar la intimidad afectiva de los ciudadanos. Fidel Castro decretó
que no se podían tener relaciones amistosas con los familiares y amigos que
escapaban del país o rechazaban al comunismo. Ni siquiera se podía tener
contactos con ellos. Padres, hijos y hermanos, aterrorizados por la
represión, interrumpieron sus relaciones familiares y personales a un
chasquido de los dedos del dictador. La dictadura no sólo era dueña del
quehacer de los cubanos: se había atrevido a más, se había apoderado del
querer de los cubanos. ¿Qué le ocurría al que se rebelaba contra esta
barbarie represiva o, simplemente, protestaba? El gobierno sabía cómo
manejarlo: se le acosaba y asustaba, pero si se mantenía firme le lanzaba
las turbas en pogromos violentos y repugnantes. Si insistía, era la cárcel
lo que le esperaba, o el paredón si parecía demasiado peligroso. No
obstante, casi siempre el "acto de repudio" era suficiente. Era otra vuelta
a la tuerca: del informe y la delación se pasaba a la agresión física
colectiva. El acto de repudio tenía dos fines: aterrorizar al desafecto para
desalentar conductas parecidas e involucrar a la sociedad en la represión.
Ser revolucionario era mancharse las manos de sangre. Cuando el régimen
quiere acosar a los hermanos Arcos para dar un ejemplo, les manda una turba
dirigida por Roberto Robaina y Felipe Pérez Roque, entonces muy jóvenes. Y
cuando quiere fusilar al general Arnaldo Ochoa y al coronel Tony de la
Guardia hace que la plana mayor del Ejército firme la sentencia de muerte.
¿Cómo extrañarse, pues, de que surgiera en la sociedad una invencible
desconfianza en el otro? El otro era peligroso. El otro podía destrozarnos.
No sólo Cuba era inviable. Se abrió paso la noción de que los cubanos
tampoco eran viables como conciudadanos. Los cubanos, aunque nunca hubieran
oído hablar de Robert Putnam, ni hubieran leído una sola línea suya, intuían
que una sociedad es tan buena como el capital social que posee. ¿Cómo creer
que con ese capital social tan deleznable, hecho de delatores, matones y
mentirosos, se podía construir una sociedad grata, respetuosa con el
prójimo, hospitalaria y amable, en la que valiera la pena criar a una
familia? Por eso el pesimismo arraigó firmemente en el pecho de los cubanos.
De un estereotipo feliz -el cubano valiente, amigo de sus amigos, siempre
dispuesto a defender gallardamente sus ideas- se pasó al estereotipo
negativo: el cubano era un personajillo sigiloso y mendaz, artero y traidor,
capaz de cualquier cosa, en el que no se podía confiar.El síndrome del
pesimismo post-totalitarioÉse es, exactamente, el origen del síndrome del
pesimismo post-totalitario. Las sociedades que abandonan la experiencia
comunista lo hacen profundamente laceradas por la experiencia. Raúl Rivero
ha titulado un libro bellísimo y doloroso de crónicas periodísticas con una
frase elocuente: Lesiones de historia. Quienes pasan por esta experiencia
quedan lesionados y la recuperación es lenta y difícil. Algo parecido se
observa en los países de Europa del Este que liquidaron el comunismo. La
sociedad saluda la llegada de la democracia con cierto escepticismo y sin
entusiasmos partidistas. Está satisfecha de enterrar la pesadilla, pero no
quiere oír promesas políticas porque no cree en ninguna. Le han extirpado la
facultad de soñar con un futuro feliz. El abusivo ejercicio del poder
durante tantas décadas en la Europa comunista, aún cuando el desempeño
económico no haya sido tan torpe como el de Cuba, les ha cauterizado a las
personas la capacidad de ilusionarse. Es como aquella página terrible de
Víctor Frankl en la que cuenta como, tras ser liberado por los aliados del
campo de concentración en el que los nazis lo habían internado por su
condición de judío, y en el que había muerto toda su familia, descubrió que
había perdido la capacidad de alegrarse e, incluso, de reír. Las sociedades
post-totalitarias, sencillamente, son hurañas, desconfiadas, profundamente
egoístas, y no albergan demasiadas ilusiones en el futuro.
La recuperación de la esperanza
En rigor, esas percepciones, creencias y actitudes son perfectamente
racionales. Los cubanos no son diferentes a los demás pueblos del planeta.
Si durante casi cuatro siglos fueron optimistas, es porque tenían razones
objetivas para ello. Si dejaron de serlo, es porque la realidad los inclinó
en esa lamentable dirección. Si durante un largo periodo de la historia
prevalecieron entre los cubanos los valores de la lealtad, la amistad, la
solidaridad con la familia y los amigos, sin tomar en cuenta sus ideas
políticas, y se cultivaban el amor por la verdad, el patriotismo y la
rebeldía contra la injusticia, es porque el costo de mantener esa estructura
ética era aceptable. Cuando se hizo incosteable, sencillamente, los cubanos
adaptaron su comportamiento a las nuevas circunstancias. Hicieron lo mismo
que los alemanes durante el nazismo, los españoles bajo el franquismo y casi
todos los habitantes de Europa del Este en la larga etapa comunista. Fue en
España, y de la boca de un militar, donde escuché este dictum melancólico:
"uno es tan valiente como lo permite el grado de ferocidad de su enemigo".
En todo caso, el hecho verificable de que las circunstancias materiales
modificaron el comportamiento de los cubanos -aseveración en la que estarán
muy de acuerdo los marxistas- nos indica algo bastante obvio: cuando cambien
las circunstancias materiales, paulatinamente volverá a modificarse la
conducta de los cubanos y eso, en su momento, generará un nuevo caudal de
ilusiones y pondrá fin al Síndrome del pesimismo post-totalitario. El alemán
roto y desesperanzado que deambulaba entre las ruinas de su país en 1945,
convencido de que pertenecía a una sociedad maldita y a un país fracasado,
no tiene nada que ver con el que hoy habita en la opulenta y orgullosa
Alemania. Fenómeno parecido a lo que está sucediendo en la Europa ex
comunista donde, tras la sacudida inicial, y tras un primer periodo confuso
y convulso en el que las generaciones más viejas tuvieron que enfrentarse a
la incertidumbre de los cambios y a una reducción de su ya entonces pobre
consumo, poco a poco, y a desigual velocidad, dependiendo del éxito local de
la transición, las personas han ido recuperando los valores de la libertad,
y son muy pocos los que quisieran volver a los viejos tiempos comunistas de
palo, tentetieso y colectivismo. A nadie, salvo que sea un psicópata, le
gusta mentir. Mentir es un acto tan contra natura que cuando lo realizamos
se produce una enérgica reacción corporal que registran los detectores:
aumenta la sudoración, nos cambia la voz, se aceleran las palpitaciones, se
enrojece la piel. Es obvio: no estamos fisiológicamente preparados para
fingir. Lo natural es decir la verdad. La impostura, como señalan los
psicólogos de la corriente humanista, genera neurosis que se somatizan como
un profundo malestar emocional. No obstante, bajo el estrés totalitario,
presionada por el sistema, la gente miente, finge y, por supuesto, sufre
callada y amargamente. A nadie, salvo a un malvado congénito o un energúmeno
incontrolable, le puede gustar acosar a una persona indefensa y humillarla o
golpearla, como sucede en los pogromos, ya sean los efectuados por los
cosacos en Rusia, los nazis en Berlín o las turbas del partido comunista en
La Habana. Nadie en su fuero interno, aunque milite en el partido comunista,
puede justificar que se le obligue a renunciar al trato con sus padres,
hermanos o amigos invocando unos torcidos principios revolucionarios, o que
lo priven de leer lo que desee, escuchar la música que le satisface o
contemplar el cine o la televisión que más le gusta. En suma: es más fácil
desterrar las actitudes violentas y las conductas represivas impuestas por
las dictaduras totalitarias que haberlas adoptado dócilmente. La libertad,
administrada por métodos democráticos, genera una atmósfera vital y
psicológica mucho más placentera. Y cuando en esa atmósfera surgen
crecientes oportunidades económicas y las personas pueden hacer planes
alcanzables a largo plazo, la reacción natural es la recuperación de la
confianza en el país y un juicio más benévolo sobre los otros. Los cubanos
volverán a creer en Cuba, y volverán a creer en sus compatriotas, cuando el
país pueda mirar el futuro con ilusión, y cuando no teman al otro porque el
otro ha dejado de hacerle daño. Tal vez ese momento mágico no tarde
excesivamente. Los cubanos, muy cansados, desean fundirse en un nuevo abrazo
y volver a empezar. Parece que ya es hora.
Conferencia presentada en la Association for the Study of the Cuban Economy
(ASCE)17 th Annual Conference. Miami, 2 al 4 de agosto del 2007
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