Las playas de los perdedores
Luis Cino
LA HABANA, mayo (www.cubanet.org) - Humberto, su mujer y los niños
llegaron temprano a la playa. Tuvieron suerte: sólo demoraron poco más
de un par de horas en llegar. No tuvieron que coger guaguas. Fueron, de
pie, en un camión que iba de El Cotorro a Marianao. El otro camión, que
cubre el recorrido de la ruta 100, lo agarraron al vuelo en la
intersección de las calles 100 y 51. Lograron acomodarse en la
escalerilla y llegaron sin problemas; con calor y un poco apretados. Lo
normal.
Fue un viaje excelente hasta las playas de Miramar. Llegar a Guanabo o a
Santa María del Mar hubiera resultado infinitamente más difícil.
Humberto y su familia no son exigentes. Ellos se conforman con sólo un
pedazo de costa. En cualquier parte, no importan las rocas ni los
erizos, el mar es el mismo: gigante, azul, abierto, democrático, en fin,
el mar.
Quisieron bañarse, por nostalgia de la juventud, cerca del antiguo
Cubanaleco. Allí termina el muro de la Casa Central de las FAR. Dos
policías con las tonfas en las manos y un militar de boina roja, también
con tonfa, les dijeron que allí no se podían bañar. Es su modo de evitar
que entren civiles a nado en el club exclusivo para militares.
Sólo tuvieron que alejarse varias decenas de metros para zambullirse en
el agua, casi al fondo del hotel Comodoro. Otro guardia, también con
bastón, velaba para que nadie traspusiera el área del hotel, sólo para
turistas.
Dejaron las ropas en un muro. Se bañaron con viejos zapatos de tenis,
por los erizos. Nunca estuvieron todos en el agua. Alguien tenía que
vigilar que no robaran la ropa.
Al rato, tuvieron que trasladarse. Sólo unos metros más allá. Varios
adolescentes y sus famélicos perros saltaban al mar desde un derruido
muelle y les salpicaban la ropa. Dos cuarentones, melenudos, flacos y de
rostros patibularios, que bebían con un pescador, se enzarzaron en una
acalorada discusión cuando descubrieron que el tipo les había vaciado de
un trago el alcohol que quedaba en la botella.
En el nuevo sitio, un iracundo joven los miró de reojo y tragó una
pastilla cuando se acercaron a sus dominios. Se untaba jabón de lavar
con peróxido para aclararse el cabello y curarse los tatuajes recién
recientes de su pecho.
Un poco mas allá, una pareja de adolescentes, que jadeaba y se
mordisqueaba a la sombra del muro, alcanzó sin mucho problema su segundo
orgasmo.
Otro chico bebía de una botella mientras su novia se entretenía en
reventarle los granos de la espalda y luego chuparse los dedos. Oían un
cassette de Eddy K y su reggaeton se confundía con el rock de Linking
Park de la grabadora de la pareja de atletas sexuales.
El pescador, que gollete de botella en mano había espantado a sus dos
adversarios, se sumó a otros dos pescadores, desembarcados de un bote de
poli espuma, con remos, en la tarea de limpiar sus presas. Pronto, el
lugar se llenó de cabezas de pescado que se disputaban, entre ladridos y
dentelladas no menos de siete perros de distintas razas y pelajes. El
aire arrastró una lluvia de escamas sobre Humberto y su familia.
Mientras almorzaban el pan con picadillo de soya que trajeron de la
casa, se entretuvieron, además de en espantar a los perros, mirando
bailar, a sólo unos pasos, a un gay de rizada peluca amarilla canario.
El bailarín se contorsionaba tratando de llamar la atención de dos
fornidos mulatos, demasiado entretenidos en sus músculos para reparar en
algo más.
Para entonces, el pescador había iniciado otra bronca, esta vez por los
esmirriados parguitos para vender de sus colegas. Uno de ellos, un viejo
flaco, con crucifijo, melena y camisa militar, aulló que con él no había
invento ni casualidad. Luego, agarró uno de los remos y enfrentó a su
socio con cuchillo. La sangre no llegó al mar. Se fueron con sus
pescados y la tercera botella de chispa de tren, arrastrando su bote
sobre un artefacto con ruedas, cuando vieron venir a los guardias.
Llegaron despacio, con cara de pocos amigos y acento cantarín. Empezaron
a pedir los carnés de identidad a los jóvenes, sobre todo a los negros.
La vieja con un saco de yute a rastras, que recogía latas para vender,
puso pies en polvorosa antes que llegaran. También el vendedor de maní y
el joven de las pastillas.
Humberto y los suyos se fueron de la playa a las tres de la tarde. El
hambre y la sed apretaban y querían llegar a la casa antes del
anochecer. No sabían si harían un viaje de regreso tan cómodo como el
que hicieron para venir. Se cambiaron de ropa ocultos tras un desbordado
contenedor de basura y salieron a buscar una guagua, un camión,
cualquier cosa, para regresar.
Se fueron contentos, con las pilas cargadas para una nueva semana, luego
de un excelente día en la playa. Sol, mar, tranquilidad. ¿Qué más pueden
pedir?
luicino2004@yahoo.com
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