Por Carlos Alberto Montaner. El Nuevo Día, Puerto Rico, 6 de abril de 2007.
En 1958 dos escritores norteamericanos, William Lederer y Eugene
Burdick, acuñaron una frase feliz: el americano feo. Así titularon una
exitosa novela, "The Ugly American", en la que criticaban a los
arrogantes diplomáticos y hombres de empresa estadounidenses que con su
comportamiento desagradable provocaban una inmensa antipatía en un
imaginario país asiático en el que se desarrollaba la trama. Ninguno de
los dos autores, naturalmente, era antiamericano: por el contrario,
condenaban este fenómeno porque pensaban que beneficiaba al imperialismo
soviético.
En América Latina comienza a hablarse del español feo. Los venezolanos,
por ejemplo, les reprochan a los dos mayores bancos españoles que le
hayan dado una considerable cantidad de dinero a Hugo Chávez para la
campaña que lo llevó a la presidencia a fines de 1998. ¿Qué hacían estas
entidades financiando la soga con que poco a poco sería asfixiada la
democracia en ese país? Es verdad que muchos empresarios venezolanos
cometieron la misma suicida estupidez, pero de una multinacional
respetable se espera una conducta mucho más sensata y apegada a las
normas legales internacionales.
No obstante, es tal vez en Cuba donde resulta más evidente la imagen del
español feo. ¿Por qué? Por la proximidad histórica. No hay agravio más
doloroso que el que perpetra el familiar querido. Esos hoteleros
españoles (también los hay italianos y holandeses) que se asocian a la
dictadura para cerrarles las puertas a los nativos y se convierten en
colaboradores de la policía política colocando cámaras ocultas y
sistemas de escucha en las habitaciones para espiar a los huéspedes, son
algo más que empresarios inescrupulosos: son cómplices del 'apartheid' y
de la represión que existen en la Isla, delitos que posiblemente les
acarreen graves responsabilidades penales cuando se produzca la
inevitable transición a la libertad, como ya les han advertido sus
propios abogados.
Todo esto viene a cuento del español más feo a los ojos de los cubanos,
dada su prominencia política: el canciller Miguel Ángel Moratinos, una
persona a la que su jefe, el presidente Zapatero, contra el criterio de
muchísimos diplomáticos del Ministerio de Asuntos Exteriores y de
algunos socialistas responsables, le ha encomendado la sucia tarea de
tratar de aliviar las presiones europeas sobre el gobierno de Castro en
materia de derechos humanos, sin tomar en cuenta los trescientos presos
políticos que hay en el país, ni las torturas que se sufren en las
cárceles, o el permanente acoso a los demócratas de la oposición, como
las turbas que constantemente lanzan contra las "damas de blanco", una
organización de mujeres pacíficas e indefensas cuyos familiares son
presos de conciencia.
El gobierno de Zapatero está haciendo exactamente lo que durante todo el
siglo XX los llamados progresistas -un inexplicable calificativo, dado
que suelen defender los sistemas y países que menos progresan- le
criticaron al americano feo: tratar consideradamente a una dictadura,
hacer negocios con ella, favorecerla en los foros internacionales e
ignorar los reclamos de las víctimas.
A Washington, con razón, se le censuraba por tener buenas relaciones con
Somoza, con Batista o con Franco. Lo mismo que hoy hace el Madrid de
Zapatero con Fidel Castro.
¿Por qué el gobierno español intenta servir a la dictadura cubana en su
etapa final? Hay dos hipótesis. La primera, la del español feo, es que
se trata de una fría decisión en defensa de intereses económicos, sin
tener en cuenta principios ni valores.
La segunda, es la que comienzan a llamar la del español tonto. De
acuerdo con ella, el canciller Moratinos ha llegado a la conclusión de
que su colega Felipe Pérez Roque, corazón adentro, es un reformista que
quisiera impulsar un cambio en Cuba tan pronto como Fidel Castro decida
morirse, y para ello necesita cierto anclaje internacional. Cualquiera
de las dos posibilidades le hace un flaco servicio a una admirable
sociedad que hace pocas décadas conquistó la democracia y la libertad
mediante una transición que asombró al mundo.
Los cubanos no se merecen esa diplomacia miserable. Los españoles, tampoco.
©Firmas Press
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