Posted on Sun, Mar. 05, 2006
Una enfermedad llamada Cuba
AGUSTIN TAMARGO
En la zona sur de este hemisferio americano hay países admirables y
además grandes: Brasil, México, la Argentina. En la zona norte hay otro
superior económicamente y militarmente, éste en que vivimos hoy: los
Estados Unidos. Pero yo sigo prefiriendo a Cuba. He pasado más años aquí
que allá, la mayoría de mis hijos han nacido aquí y los otros se han
criado aquí y educado aquí. Pero yo sigo prefiriendo a Cuba. Cuál Cuba,
pregunta alguien que me oye. ¿La de ayer? ¿La de hoy? Cualquiera de
ellas, le respondo yo. Y sobre todo la de mañana. Pero ésa de mañana,
dice de nuevo ese alguien, no es lo que usted ni remotamente supone:
aquello no es hoy una isla, es un infierno. Allí no vive nadie porque
quiere, sino porque no tiene más remedio. Y yo le contesto: si tu madre
fuera fea y vulgar y ejerciera la prostitución sexual, ¿tú la dejarías
de querer? ¿No sigue siendo tu madre, la que te parió, la que te mandó a
la escuela, la que te vistió y calzó, aunque fuera con harapos, la que
te dio de comer, aunque fuera arroz y frijoles? Pues eso es Cuba para
mí: mi madre descarriada, mi madre adúltera, pero mi madre de todos
modos. Y no hablo ahora del Valle de Viñales, ni del Pico Turquino, ni
de las vegas y los cañaverales, ni de las esplendorosas ciudades que
eran La Habana y Santiago. Hablo de algo más misterioso: de una fuerza
secreta, interna, que aunque tú no lo sepas se le ve al cubano en la
cara y en el modo de hablar su idioma dondequiera que esté y tenga la
posición que tenga. Como le dije yo un día a un cubano en París cuando
me dijo en los Campos Elíseos: ''¿Y ésta no te parece a ti la avenida
más hermosa del mundo?'' Sí, le contesté. Es bella, pero es de Francia.
A mí, que no soy ni quiero ser nada más que cubano, me basta con el
Prado y con el malecón.
Esto, claro está, a algunos les suena ri-
dículo o nostálgico, aunque no saben los años que me tiene el destino
fuera de mi isla ni lo caduco que voy a estar cuando regrese a ella.
¿Pero qué quieren? ¿Que me vuelva adúltero? ¿Que deje sola a la madre
que no veo hace décadas más que sufrir? ¿Que me vuelva una vulgar
mesonera que funciona según le paga el cliente? No, no. Esa no es la
lección que yo aprendí en la escuela pública (la única a la que fui),
ése no fue el patrón de honor que nos dejaron otros cubanos. Aquéllos
que entonces no tenían república, ni buena ni mala, pero no podían vivir
respirando el aire foráneo libre, un aire que no era el suyo (Varela,
Saco, Martí).
¿Qué hallaron aquellos cubanos exilados del siglo XIX cuando regresaron
a la Cuba ya república, Buenos Aires o Nueva York? No, no. Encontraron
una Habana maltrecha, una isla en general poblada por ciudadanos nuevos,
mal dirigidos a veces por figuras empujadas por el oportunismo o el
miedo. ¿Pero volvieron al destierro? No, no. Se quedaron en Cuba. El
agua que bebían no era pura, tenía parásitos. Las calles por donde
deambulaban no brillaban con el asfalto, estaban llenas de baches. Los
restaurantes eran fondas. La ropa que vestía la gente del pueblo eran
harapos. Mas allí se quedaron. Con el cielo azul, con el mar más
fascinante, con el habla popular común que era como una música. Allí se
quedaron. Allí se quedaron aun enfrentando a dirigentes públicos, a
políticos que salvo excepciones estaban maltratando o denigrando una
herencia que venía de lo alto de la historia teñida de sangre y de he-
roísmo. ¿Hasta cuándo? Hasta que lograron lo que querían: vivir en
libertad absoluta en suelo propio y luchar en todos lo campos para
realizar al fin el sueño de los que habían dado la vida por esas cuatro
letras: Cuba.
¿Por qué digo esto hoy? ¿Por qué escribo, por qué hablo dondequiera,
todos los días, sobre este único tema? Muy sencillo: porque no tengo
otro. Y es que el que no tiene patria propia, creo yo, no tiene nada.
Los cubanos hemos caído en este siglo que acaba de terminar en otra
hondonada histórica, peor que la del siglo XIX. ¿Y por qué? Pues porque
aquellos españoles, aunque eran nuestros padres, eran extranjeros, y
éstos que hacen hoy el mal, éstos que han traicionado sus raíces y
maculado una hazaña de libertad que venía de siglos y era pura, éstos,
son cubanos.
No los vamos a encontrar cuando regresemos. Los cobardes hacen siempre
lo mismo en todas partes: se esconden. Cuando los hallemos, ¿qué vamos
hacer? Pues no tenemos que matarlos, como no mataron los mambises a los
voluntarios. Tenemos que decirles simplemente esto: ¡Vete y báñate!
Porque tú, puerco sucio, no tienes puesto en esta fila hasta que estés
limpio de cuerpo y alma.
http://www.miami.com/mld/elnuevo/news/opinion/14019558.htm
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