Posted on Sun, Mar. 05, 2006
Un pintor que vio el verdadero color de Castro
JORGE EDWARDS
El País
Volvemos de cuando en cuando, por caminos diversos, en un sistema
constante de reapariciones, al tema, que parece viejo, pero que se
renueva a cada rato, de las vanguardias.
Las vanguardias fueron la gran revolución estética del siglo pasado,
pero si uno las examina de cerca, llega a la conclusión de que fueron
movimientos revolucionarios llenos de precursores, ampliamente
anunciados. Los gérmenes del surrealismo, del creacionismo, del
suprematismo, de los numerosos ismos de los años 1910 y 1920, ya se
encontraban en la literatura y en la pintura románticas.
Y a poco andar se notó, porque de hecho existía de antemano, una
contradicción profunda, insuperable, entre la vanguardia estética y las
revoluciones políticas de la misma época: contradicción que también era
antigua, que se renovaba entonces y que vuelve a renovarse ahora.
Me encuentro por azar, entre los papeles de este verano del hemisferio
sur, con una entrevista reciente al pintor cubano Waldo Díaz-Balart.
Waldo Díaz-Balart o Waldo Balart, como se lo conoce en el mundo de la
pintura española, es un exacto contemporáneo mío y ha vivido todos estos
años en Madrid.
A pesar de esto, no había escuchado hablar de él nunca. Viví un tiempo
en Cuba, recibo ecos de la vida cubana a cada rato, de la del interior y
la del exilio [. . .], y sin embargo no sabía una palabra de este Waldo
Balart.
Hay una parte de culpabilidad mía en esta radical ignorancia, no lo
niego, pero también influye un fenómeno propio de las revoluciones, una
contradicción profunda. Las revoluciones se hacen para luchar contra la
injusticia, pero producen de una manera inevitable sus injusticias
propias, de otra naturaleza, mucho más difíciles de subsanar que las
antiguas.
Desde que salí de Cuba hace ya un poco más de treinta años, me encuentro
cada cierto tiempo, a distancia o en forma personal, con seres humanos
interesantes, valiosos, de talento y de carácter, que la revolución ha
silenciado de un modo implacable. La revolución es una máquina de
exaltar a determinados personajes y de tragarse a otros: es un mecanismo
incansable, voraz, que pone a unos en un pedestal y que tritura y
destruye a otros, a menudo a los mejores.
No sé si existe alguna excepción a esta regla. No sé si las revoluciones
libertarias, independentistas, de América del Norte y del Sur podrían
considerarse excepciones. [. . .] Si las repúblicas hispanoamericanas
son hijas de una revolución, probablemente son hijas torcidas, o
prematuras, y de ahí los problemas que arrastran hasta el día en que
escribo estas líneas.
En una de mis etapas en París, en los comienzos de la década del 70,
solía visitar a un arquitecto cubano exiliado, Ricardo Porro. Era uno de
los grandes arquitectos de su generación, ampliamente respetado en
Francia por sus pares, pero uno tenía la impresión de que el exilio, el
exilio sin vuelta posible, reforzado, además, por el silencio, lo iba
destruyendo en forma inexorable, como una especie de enfermedad crónica.
Es mucho más fácil, me dijo un día Carlos Franqui, ya no recuerdo en qué
parte del mundo, ser exiliado chileno, víctima de un gobierno
internacionalmente repudiado y además con la esperanza cierta de
regresar al país en un día no demasiado lejano, que ser exiliado de Cuba
y del castrismo.
Había una foto suya en un balcón en compañía de Fidel Castro y de otros
dirigentes, ampliamente publicada en los años iniciales, y después, en
años más recientes, había sido publicada de nuevo, pero retocada, con él
suprimido. En otras palabras, los disidentes, los respondones, los
incómodos, estaban destinados a desaparecer de la historia y de sus
testimonios. El sentido de esos ''retoques'' no podía ser más claro [. . .].
No hay que olvidar que también existían los exiliados interiores, los
muertos en vida, pero adentro, en los laberintos descascarados de La
Habana o de las ciudades de provincia.
Una vez, allá por enero de 1971, salí del departamento de Pepe Rodríguez
Feo, al final de una tertulia interesante, incluso apasionante, pero
temerosa, entre susurros, y divisé una sombra que se deslizaba por un
corredor, miraba de reojo y después se encerraba en un cuarto oscuro.
Era, me explicaron en voz baja, Virgilio Piñera, uno de los grandes
escritores silenciados de ese tiempo, uno de los muertos en vida más
ilustres.
Son historias increíbles del sello de la revolución. La cara son los
García Márquez, los Julio Cortázar, los Eduardo Galeano, y yo me quedo
sin la más mínima vacilación con el sello. Ahí, desde hace ya más de
treinta años, están todas mis simpatías. No lo niego en absoluto, y
tengo conciencia de haber tenido que pagar por esta elección un precio
bastante alto.
Pues bien, vuelvo a mi nuevo descubrimiento, a este resucitado reciente.
Waldo Balart, este artista contemporáneo de quien no había escuchado
hablar una sola palabra, cuenta que salió de Cuba apenas Fidel Castro
tomó el poder en 1959. ¿Por qué? Porque a él no le cupo ``ninguna duda
de lo que iba a suceder''.
Si uno comenta el caso con algún funcionario, con un cubano del
castrismo, la respuesta es de cajón. Balart, que vivía en la isla,
trabajaría en algún museo, en alguna academia de pintura, en la sección
de arte de algún periódico, y sería, por consiguiente, un ''repugnante
colaborador'' con la dictadura de Fulgencio Batista.
Pero en el caso suyo había un notable elemento adicional, una situación
extraordinaria y comprometedora. Waldo Balart era hermano de Mirta
Díaz-Balart, la primera esposa de Fidel Castro, la madre legítima de su
hijo Fidel, más conocido en Cuba como ''Fidelito''. En otras palabras,
era cuñado, ni más ni menos, del Comandante en Jefe, y optó por huir a
los Estados Unidos en la primera ocasión. Conocía demasiado bien al
personaje, lo tenía dentro de la familia y prefirió tomar una prudente
distancia.
El caso de Waldo Balart, como el de Ricardo Porro, como el de otros
artistas cubanos que me tocó encontrar en Francia a comienzos de la
década de los 60, es un perfecto ejemplo del conflicto insuperable entre
la revolución estética que practicaban las vanguardias y la revolución
social y política.
En la entrevista afirma que tenía gran interés en el suprematismo del
ruso Malevich y en la tendencia llamada ''concreta'' de pintores como
Piet Mondrian. Ya me imagino lo que podrá haber sido una conversación de
sobremesa entre Balart y su cuñado Fidel Castro acerca del suprematismo,
del constructivismo, de Mondrian y sus formas depuradas, geométricas, no
figurativas.
El artista llegó a Nueva York, se inscribió en cursos del Museo de Arte
Moderno, el MOMA, y pronto se incorporó a los ambientes de pintores
todavía poco conocidos como Frank Klein, De Kooning o Andy Warhol.
Observó de cerca los experimentos que hacía Andy Warhol en el cine,
donde trabajaba con seres marginales, drogadictos y travestidos, gente
que en Cuba habría ido a parar en menos de lo que canta un gallo a las
famosas Unidades Militares de Ayuda a la Producción.
Balart, que al cabo de algún tiempo emigró de Nueva York a Madrid, se
hace algunas preguntas esenciales acerca de lo que sucedió en su país.
Como suele suceder con la gente de su profesión, no es hombre de muchas
palabras, de gran facilidad expositiva, pero ha leído mucho y tiene una
cultura filosófica interesante. Después de meditar un rato, llega a una
conclusión tajante, que podemos compartir o no compartir, pero que no
podemos descartar de un manotazo.
''Castro está ahí porque lo quisimos nosotros'', declara en la
entrevista recogida en el número de enero de este año de la revista
Cuadernos Hispanoamericanos. ``Porque no supimos ver a tiempo la
terrible amenaza que se cernía sobre el país. A veces pienso que los
cubanos nos suicidamos, así como lo hicieron los argentinos y ahora
mismo lo están haciendo los venezolanos''.
Salvarse, al final, es una cuestión de salud, de energía, de
perseverancia, de lucidez sin concesiones. Fidel Castro cumplirá 80 años
en el 2006 y Waldo Balart cumplirá 75. El se propone, con entusiasmo
juvenil, viajar de inmediato a Cuba después de la era de Fidel. Habrá
mucho que hacer, piensa, y se declara dispuesto a darlo todo.
Una prueba de su vigencia es que los jóvenes cubanos que viajan a Madrid
llegan a visitarlo y se entienden de inmediato con él sin la menor
dificultad. Como alguien me dijo en un contexto muy diferente, la
historia es lenta, y avanza, me permito agregar, por senderos
enteramente imprevisibles.
Severo Sarduy, Cabrera Infante, Virgilio Piñera, entre muchos otros, no
alcanzaron a vislumbrar el final del túnel, pero algunos lo verán y
otros incluso saldrán y encontrarán otro paisaje. En otras palabras, los
suicidados de la historia tendrán la opción de resucitar.
http://www.miami.com/mld/elnuevo/news/magazine/14019561.htm
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