Diálogos perversos (I)
Esta es la primera de un artículo en tres partes
Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 23/11/2011
Si la inteligencia emocional permite captar los sentimientos en el mismo
momento en el que están ocurriendo, debería existir algo así como una
inteligencia psicológica que nos provea de los instrumentos idóneos para
detener la estupidez en el instante exacto en el que está a punto de
seducirnos. Convendría también que concurriera un tipo de inteligencia
púdica que, combinada con las inteligencias anteriores, nos paralizara
justo a la entrada de la cadena sublime de actos cuya ingenuidad los
sitúa en el límite externo y peligroso de la frontera moral.
Veinte años después de haberla escuchado por primera vez, debo admitir
que la propuesta de diálogo con el castrismo, un tipo específico de
estupidez en la que fui atrapado, pone en peligro la coexistencia
necesaria de esos tres tipos posibles de inteligencia; imprescindibles
para la vida, sobre todo política. Mi único consuelo sería que gente
inteligente, con experiencia y alto vuelo político fue también abducida,
cada una en su momento, por la tentación griega de la comunicación
racional entre diferentes. Desde el ex presidente español Felipe
González hasta el supernegociador estadounidense Bill Richardson,
pasando por la lumbrera de Henry Kissinger, el duro ex secretario de
Estado Alexander Haig, el audaz ex presidente mexicano Vicente Fox y uno
de los hombres más nobles que ha parido el sur de Estados Unidos: el ex
presidente Jimmy Carter.
Sin embargo, amén de constituir una derrota psicológica, el consuelo
sirve de poco para comprender los propios errores de percepción. Hay que
saber captar por qué el fracaso de una operación pública está inscrito
en su preámbulo, y por qué perseveramos, no obstante la experiencia
acumulada, en construirle castillos al error.
¿Por qué?, me pregunto. La filosofía académica y el sentido común —que
es la filosofía aprendida por tanteo— coinciden en un punto crucial: no
hay diálogo viable donde no se comparten las premisas de partida. Como
en toda comunicación compleja, las premisas de partida suelen ser, para
aquel propósito, relativamente sencillas: actuación racional que nos
coloque en una dimensión impersonal, y estructura ética que delimite el
comportamiento posible.
En ausencia de actores racionales cabe arriesgarse a un diálogo siempre
y cuando exista una estructura ética compartida. O a la inversa. Se
puede crear una comunicación ética si se actúa racionalmente. Lo que no
se debería hacer es iniciar una aventura incierta de comunicación en
ausencia de ambas premisas, tal y como ha sucedido —y sucederá hasta el
final de los tiempos— con todo intento de aproximación razonada y
decente al castrismo.
El punto de partida ético es, de entre ambas premisas, el fundamental.
La ética es la relación más completa de medio a fin, no al revés: nunca
hay ética cuando se parte del fin para llegar a los medios. Y el diálogo
es la mejor expresión de esa ética porque es la única base de igualdad
civilizada entre diferentes: igualdad, no en poder sino de condición.
Pero en términos éticos, el castrismo constituye un salto revolucionario
al medioevo. Algo así como un aggiornamento regresivo donde el hombre se
divide por estamentos y no puede alcanzar la igualdad si no ha nacido o
es situado, por un golpe de azar, en los estamentos superiores. Para
apreciar esa división estamental solo hay que entender las lógicas
detrás de la cartilla de racionamiento (libreta de abastecimiento según
el eufemismo), que distribuye hacia abajo bienes escasamente producidos,
y de la obligatoriedad, para gente adulta, de pedirle permiso al Estado
con el fin de viajar fuera del país. Estas lógicas son las propias de la
desigualdad estamental entre hombres considerados desiguales para
definir su propio lugar en una relación humana. Y una relación
estamental así construida supone que los de abajo deben agradecer a los
de arriba su propia existencia, y comportarse correctamente para
satisfacer un derecho fundamental de la condición pos infantil: la
libertad de movimiento.
El intento de reconstruir la igualdad ética de los diferentes en un
escenario de desigualdad estamental desemboca de tal manera en la
destrucción de todo el lenguaje de comunicación civilizado,
trabajosamente erigido sobre siglos de encuentro y desencuentro
culturales. Entonces la rebelión ética de los desiguales por la igualdad
de condición nos convierte automáticamente en enemigos execrables, ratas
indignas, gusanos malagradecidos, seres humanos deplorables y
excrecencias humanas. El típico lenguaje con el que los estamentos
superiores del medioevo se referían a los que vivían con ciertas
inquietudes fuera del muro de los castillos. En este sentido, si se
quiere saber algo sobre el particular oficio de sustituir la discusión
intelectual de los argumentos por la denigración verbal del adversario
es recomendable leer al semiótico medievalista Humberto Eco.
En el fondo de todo esto reside un dato histórico importante. El
castrismo, apropiándose de la metódica revolucionaria, considera a los
hombres iguales en relación con los ideales pero irremediablemente
desiguales frente a sus palacios. Nada distinto a la Iglesia Católica,
que nos postula a todos iguales ante Dios y muy diferentes en las
afueras del templo. Un punto de coincidencia que explica,
epistemológicamente, por qué es posible un diálogo entre Iglesia-Estado
en Cuba, y no un diálogo Iglesia-sociedad y Estado-sociedad.
¿Puede construirse un diálogo social o político desde aquella doble
perversión ética? Sí, al interior de la utopía. No, dentro de la
realidad política. Por eso no es extraño que todo intento de avanzar en
un diálogo con el castrismo no tenga alcance estratégico para ninguno de
los actores, y sí implique un desgaste emocional, psicológico, y en no
pocas ocasiones moral, para aquellos que se involucran racionalmente.
En estas condiciones solo parecen posibles dos tipos de diálogos: un
diálogo de besugos en el que las partes se comportan, conózcanlo o no,
como simples necios; o el típico Diálogo del Salvador: ese evangelio
dirigido al bautismo que postula la superioridad del señor Jesús como
maestro de sabiduría dentro de una comunidad de creyentes. Como es de
suponer no hay dentro de ella relación de igualdad, y no se puede
derivar de esta comunidad una acepción moderna de diálogo social en la
que el poder abandone su idea de imperium frente a los ciudadanos.
Es esa idea de imperium la que obstruye estructural, política, cultural
y moralmente el diálogo con el castrismo. Razón por la que se pervierte
todo diálogo o conversación concretos con el Gobierno cubano o sus
representantes. Toda perversión nace del divorcio entre los medios, las
intenciones declaradas y la mentalidad. Imaginemos que un fanático nos
diga que está dispuesto al diálogo. Probablemente nos reiríamos hasta la
micción frente al singular despropósito, manteniendo sabiamente las
distancias.
Bueno, el castrismo es un fanatismo encubierto que solo intenta ganar
tiempo, obtener ventajas y descolocar a sus adversarios cuando se ve
obligado por las circunstancias a sentarse a la mesa del diálogo. Y
aunque la sabiduría aconseja tomarse muy en serio todo delirio
disimulado, pienso que, por su lado, las autoridades deben disfrutar
mucho estas pantomimas dialógicas, riéndose de la seria ingenuidad de
sus interlocutores. El asunto es que el castrismo parte de una supuesta
ética de los fines que nos dice que todos los medios son legítimos,
incluso el diálogo, para el supremo de sus fines: el poder. Por eso no
se debe dialogar con ellos, colocando un Amazonas de distancia.
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/dialogos-perversos-i-270833
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