Che Guevara ¿El Trotski de Castro?
Los trotskistas, como muchos, pensaban que ese extremismo llamado
"sarampión revolucionario" era innecesario y que la mayoría de los
problemas de la población podían solucionarse con un poco de sentido
común. El Che lo repetía con frecuencia y sus discursos eran recogidos
por el Boletín de la IV Internacional. En los años 1964 y 1965 el Che se
había vuelto además extremadamente crítico con la URSS. A los
diplomáticos rusos les molestaba sobre todo que brindara en público
diciendo "gambé" como los chinos
Allá por los años sesenta, cuando estaba en pleno furor la moda de ser
marxista, en los círculos iniciados se decía que a todo Stalin le sale,
tarde o temprano, su Trotski. De acuerdo con la jurisprudencia sentada
por Stalin en esta materia, el Trotski de turno debía morir de un
hachazo en la cabeza. En tiempos más recientes y cerca de nosotros, a
Carrillo le creció un Claudín y a Felipe un Guerra. Carrillo intentó
liquidar a Claudín lanzándole el humo de sus numerosos cigarrillos a la
cara, y Felipe pretendió eliminar a Guerra rayándole sus compacts de
Mahler. Pero ¿y al Che, el Trotski de Castro, cómo logró Fidel Castro
meterlo debajo de un mausoleo en la ciudad de Santa Clara?
Se trata de una vieja historia que se inicia cuando ambos se conocen por
primera vez en México, en casa de María Antonia, en el verano de 1955.
Fidel, para obsequiar a aquel fotógrafo ambulante que le había
deslumbrado, cocina espaguetis para él; Che, para halagar al líder
máximo in pectore que le había conquistado con su facilidad de palabra,
le escribe un poema.
Cuando el trotskismo se hace notar en la Cuba de Castro, en la primera
mitad de los años sesenta, el escenario político cubano ya se había
clarificado aunque persistían algunos ajustes de cuentas residuales. Los
viejos comunistas cubanos, cordialmente despreciados por los nuevos
ricos de la revolución, se infiltraban en el aparato del Estado apoyados
discretamente por la URSS. Para entonces la Unión Soviética era ya el
único estado del bloque socialista dispuesto a ayudar a Castro..
El rechazo a los "narras", como la calle llamaba coloquialmente a los
viejos comunistas, venía de muy atrás. De finales de la década de los
años treinta cuando el Kremlin, todavía Vaticano del comunismo mundial,
lanzó la consigna de construcción del socialismo en un solo país
abandonando viejas ambiciones mundialistas. Aquello equivalía a dejar
otros socialismos para más adelante y consecuente con ello, Earl
Browder, el patrón del comunismo en América, ordenó a su partido y a
todos los partidos latinoamericanos, que hibernaran hasta que papá
Stalin ordenase lo contrario.
Sólo los trotskistas, rápidamente acusados de colaboradores del Imperio,
se opusieron y crearon disidencias en la IV Internacional que llevaron
el nombre de los cabecillas disidentes. La IV Internacional-Línea Posada
era la que acogía bajo su regazo a los trotskistas cubanos. Los
comunistas ortodoxos, los que seguían las consignas de la clase obrera,
es decir de Stalin, les acusaron de ser agentes de la CIA, precisamente
cuando ellos, en aplicación extensiva de las consignas de Browder,
tenían a dos ministros en el gobierno del dictador Fulgencio Batista.
Los comunistas cubanos aplicaron con gran celo aquellas consignas y por
los años cincuenta, Blas Roca Calderío, Secretario General del Partido
Comunista cubano, llegó a escribir un libro contra aquellos locos
muchachos que despreciando a la gran revolución mundial soviética en
"stand-by", se habían atrevido a atacar el Cuartel Moncada y más tarde
el Palacio Presidencial. La figura de Fidel Castro, pintada como un
gangstercillo estudiantil de tres al cuarto, quedaba muy mal parada en
el libro.
El problema surgió cuando aquel gangstercillo estudiantil derrotó al
ejército de Batista y entró en La Habana, triunfante, el 8 de enero de
1959. En los meses que precedieron a ese triunfo, los siempre fieles
militantes comunistas cubanos habían recorrido todas las librerías de La
Habana para retirar aquel libro ahora tan inoportuno. Dos años más
tarde, cuando el viejo Aníbal Escalante dirigía las famosas ORI
(Organizaciones Revolucionarias Integradas), y Edith García Buchaca,
otra comunista "original" tutelaba la cultura revolucionaria, el libro
en cuestión desapareció incluso de las bibliotecas públicas.
Yo lo leí casi recién llegado a Cuba porque el comandante Guillermo
Jiménez, amigo de un amigo, me prestó el ejemplar que conservaba como
oro en paño. Entonces sólo los trotskistas cubanos se encargaban de
recordarlo y de distribuir fotocopias a los comandantes de la Sierra.
Pero los viejos comunistas cubanos, convencidos de que una revolución no
podría hacerse sin ellos, los grandes conocedores del marxismo, se
habían propuesto ocupar el poder por etapas. Primero pensaban destruir
al Directorio Revolucionario (DR) estudiantil, a cuyos dirigentes
consideraban pequeños burgueses hijos de ricos. A unos los presionaron
para que se marchasen voluntariamente de Cuba y a otros los enviaron,
con la secreta complicidad de Fidel en algunos casos, a puestos
diplomáticos lejanos en donde estaban seguros que iban a fracasar y si
no fracasaban ellos les harían la vida imposible. Podían hacerlo porque
habían logrado colocar al frente del Departamento de Personal del
ministerio de Asuntos Exteriores, con rango de viceministro, al viejo
comunista Carlos Olivares.
El jefe del DR, Faure Chomón, cuyo anticomunismo era de sobras conocido,
fue enviado, en el colmo de la perversidad, de embajador a Moscú. E.
Rodríguez-Loeches, diplomático, profesor de historia y ex asaltante del
Palacio presidencial en 1957 y hombre de una honradez sin tacha, fue
enviado a Marruecos, un país con el que Cuba pensaba que no iba a tener
ninguna o muy poca relación. Los comandantes del DR, Julio García
Olivera, Humberto Castelló, Guillermo Jiménez y otros, fueron enviados a
puestos sin mando en las FAR o en la Seguridad.
Una mujer del DR, Marta Jiménez, valiente e inteligente y siempre leal a
sus principios, se enfrentó casi sola a los viejos comunistas y logró
demostrar unos años más tarde que su esposo, Fructuoso Rodríguez y otros
cuantos jóvenes del DR, que después del asalto al Palacio Presidencial
murieron a manos de la policía de Batista en el número 7 de la calle
Humboldt, habían sido delatados por un joven del partido comunista
llamado Marquitos, que gozaba y gozó hasta su condena, de la protección
de otro viejo comunista, Joaquín Ordoqui y de su esposa Edith García
Buchaca.
En realidad no sólo Marta resistió a esa toma del poder por los
comunistas: Che Guevara también. Cuando todos los comandantes de la
Sierra se inclinaban ante Escalante, que envalentonado con su nuevo
poder y el apoyo de la URSS llegó a proponer que se enviara a Fidel
Castro a estudiar marxismo-leninismo a Moscú, Che se negaba a acudir a
los llamados de Escalante y le hacía decir a través de su secretaria:
"Si quiere verme que venga él, que la misma distancia hay de su despacho
al mío, que del mío al suyo".
Che no excluyó por motivos ideológicos nunca a nadie que pudiese ser
útil, y acogió en su ministerio de Industrias, como antes hiciera en el
Banco Nacional, a cientos de técnicos que no eran revolucionarios pero
que proclamaban que estaban dispuestos a trabajar honradamente si les
dejaban políticamente en paz. Por una extraña coincidencia, en el octavo
piso del ministerio, en el Viceministerio Técnico, habían coincidido
muchos de esos técnicos apolíticos, y numerosos viejos comunistas de
dientes podridos y bigotes quemados por el humo de los tabacos. Allí fui
enviado junto con otros españoles como el ingeniero Tomás Gracia que
inventaría más tarde la primera máquina de "torcer tabaco", Ramón
Martorell y José Luis Bodegas, que crearían el primer departamento de
Normas y Control de Calidad, y un francés, Marcel Genovesi, que
inventaría, con otros técnicos franceses la primera máquina cortadora de
caña. Ni Tomás Gracia ni los franceses verían jamás reconocidos sus
méritos porque la ortodoxia imponía que tuviese que ser un técnico
soviético el autor de esos inventos.
Aquel "staff" de viejos comunistas cubanos estaba tutelado por el
camarada -de ellos- José Miguel Espino, que tenía a gala decir que había
nacido en una reunión de una célula comunista y a quien la revolución
tuvo el desacierto inicial de confiarle el viceministerio de
Transportes, cargo en el que le mantuvo hasta que los autobuses de la
Habana dejaron de circular por las calles de la capital. Como castigo
Espino había sido ascendido y remitido, también aviesamente, al
ministerio de Che Guevara, a ver que destrozo podía causar allí. A un
hombre de consignas y sin ideas propias le habían confiado nada más y
nada menos que el Departamento de Invenciones e Innovaciones.
Claro que el Che, que nunca fue tonto, le confió todos los departamentos
de la octava planta al Ingeniero Roberto Acosta un hombre honrado,
conocedor de su trabajo y trabajador pero -como decían los viejos
comunistas- "trotskista". Acosta, de quien luego sabríamos que era nada
menos que el jefe del trotskismo cubano, se trajo consigo a su joven
ayudante de nombre -como no- León y de apellido Ferrara, ilustre en la
saga de los trotskistas latinoamericanos. Todo ese tinglado heterogéneo
de comunistas resabiados, trotskistas, españoles y franceses, fue
colocado bajo el mando supremo del capitán Jesús Suárez Gayol, quien
moriría más tarde combatiendo en Bolivia con el Che bajo el apodo de "el
Rubio". A toda esta fauna se unió desde el principio un haitiano miope
de doce dioptrías que una lancha patrullera cubana había recogido en
1960 en alta mar en un bote a la deriva, medio muerto, junto con otros
compatriotas que acababan de fracasar -según dijeron- en un intento de
asesinar a Duvalier. El haitiano lo conocimos en adelante con el nombre
de Fritz, pues como mandaban las ordenanzas no escritas cubanas, casi
todos los revolucionarios extranjeros que vivían en Cuba lo hacían bajo
un nombre prestado. Fritz, claro, era trotskista.
El ingeniero Acosta había conseguido autorización del Che para publicar
un boletín semanal que se titulaba de Boletín Informativo de la IV
Internacional-Sección Cubana, que distribuía León personalmente por los
ministerios de Industria y Finanzas mientras fue ministro de éste último
lvarez Rom, amigo de Acosta. El primer ejemplar, por deferencia, era
siempre depositado primero en la mesa de Che Guevara y no era
distribuido hasta pasadas unas horas, cuando se suponía que el Che ya lo
había leído.
Che Guevara había tenido varios encontronazos ideológicos con José
Miguel Espino en las asambleas que se celebraban en su ministerio
periódicamente. Uno de los más acalorados fue con motivo de la discusión
del papel que pueden desempeñar los sindicatos en una revolución. El Che
sostenía que los sindicatos no eran necesarios en la revolución porque,
decía él, los trabajadores estaban en el poder. Espino argumentaba, por
el contrario, que el sindicalismo era imprescindible ya que en el poder
no estaban, según él, los trabajadores, sino una pequeña burguesía
ilustrada a la que había que controlar con algún mecanismo eficaz.
Espino, que no podía competir dialécticamente con el Che, se limitaba a
repetir la consigna de que los sindicatos eran la "correa de
transmisión" del pueblo, pero nunca podía acabar sus frases porque los
asistentes rompían a aplaudir frenéticamente cada vez que el Che le
interrumpía con alguna de sus cáusticas observaciones. Los viejos
comunistas tenían además muy poco prestigio en el ministerio porque casi
siempre se escaqueaban de los trabajos voluntarios de fines de semana
que habían surgido como iniciativa de Acosta, desde el principio apoyada
por el Che.
Cuando los trotskistas lograron que el Che generalizara la idea de crear
aulas de "superación" en los propios ministerios durante las horas de
trabajo, en Industrias se organizaron cursos de Economía Política. La
polémica entre viejos comunistas y trotskistas surgió de nuevo. Los
primeros proponían que se utilizara para ellos el Manual de la Academia
de Ciencias de la URSS, conocido por el nombre de su autor, el Nikitin,
que explicaba la economía marxista en unas cuantas recetas. Los
trotskistas propusieron, por el contrario, el Manuel de Economía de
Oskar Lange, un economista del Este europeo heterodoxo cuyas teorías
económicas iban a permitir poco a poco la coexistencia de un sector
estatal con otro privado. Con el apoyo de el Che, el manual escogido fue
el de Oskar Lange, que había editado el ministro lvarez Rom y publicado
el ministerio de Finanzas. Espino no podía ocultar su decepción y
sostenía que aquella elección era muy propia de quienes pretendían, como
los trotskistas, reintroducir el capitalismo en Cuba por la puerta falsa.
El boletín de la IV Internacional-Sección Cubana, que editaban Acosta y
León Ferrara, era con frecuencia crítico con algunas de las absurdas
medidas de la revolución, sobre todo las nacionalizadoras. Hay que tener
en cuenta que la revolución había llegado a nacionalizar no solo los
pequeños comedores privados de tres o cuatro mesas, sino incluso a los
vendedores ambulantes que a media mañana permitían que uno se pudiera
tomar un reparador ostión (ostra) en vino dulce, un huevo de tortuga, un
tamal o una friturita de bacalao. El restaurante donde yo solía comer,
un mísero comedor situado detrás del Capitolio, tenía sólo cuatro mesas
pero siempre disponía de pescado, ajíes y tomates y fruta bomba
(papaya), piña y hanón. Una buena mañana el propietario, que lo llevaba
con sus dos hijos y su esposa, recibió la amable visita de dos
inspectores de la Juceplan (Junta Central de Planificación) que le
dijeron:"Mira chico, la revolusión sabe que tu eres un trabajadó..Pero
mi' elmano, la revolusión no puede `pelmitil un negosio privado
palticulal..así es que te vamos a nasionalisá...pero no tienes que
pleocupalte de nada chico, la revolusión que es generosa te deja al
frente del negosio y te paga un sueldo..los ploductos te los servirá la
JUCEPLAN cuando tu rellenes esta planilla..." Al día siguiente allí
había desaparecido el pescado, las frutas y las verduras y los primeros
suministros de la JUCEPLAN, varios sacos de arroz y latas de conserva
rusa, tardaron nueve meses en llegar.
Los trotskistas, como muchos, pensaban que ese extremismo llamado
"sarampión revolucionario" era innecesario y que la mayoría de los
problemas de la población podían solucionarse con un poco de sentido
común. El Che lo repetía con frecuencia y sus discursos eran recogidos
por el Boletín de la IV Internacional. En los años 1964 y 1965 el Che se
había vuelto además extremadamente crítico con la URSS. A los
diplomáticos rusos les molestaba sobre todo que brindara en público
diciendo "gambé" como los chinos. Así es que los editores del Boletín
aprovechaban la oportunidad para exponer sus ideas y reproducirlas junto
a los discursos del Che, dando la impresión de una complicidad que en
realidad no existía. La maniobra trotskista era un tanto primitiva pero
en realidad no preocupaba a nadie porque lo que el Che pensaba de los
soviéticos lo repetía siempre en público y en privado.
Mientras el Che estuvo en Cuba los trotskistas no fueron nunca
molestados. Los viejos comunistas eran tan impopulares en el ministerio
y en el país que todos apoyaban a los trotskistas a pesar de que nadie
parecía tener ni la más mínima idea de qué era el trotskismo, quien fue
Trotski o qué papel histórico le había tocado desempeñar en la
revolución rusa. La trilogía de Isaac Deutscher circulaba en Cuba pero
al igual que "El Ojo de Tel Aviv" y otros libros, solo en los predios
universitarios y de mano en mano. Por otra parte el Che parecía decir
siempre lo mismo que Fidel así es que los jóvenes miembros del nuevo
partido cubano, garantes de las esencias, debían pensar que o la
revolución cubana era trotskista o los trotskistas era simplemente
revolucionarios cubanos.
El año de 1965, clave en la vida del Che, fue también el año del final
del trotskismo cubano. Che había pasado la mayor parte de ese año en el
extranjero intentando rebelar a los congoleses contra el tandem
Mobutu-Tshombe y tratando de movilizar, sin ningún éxito, a varios
dirigentes africanos a favor de su idea de crear muchos Vietnams por el
mundo. El 24 de febrero de 1965 se encontraba en Argel, donde intervino
en el II Seminario afroasiático. Después de una larga conversación con
Huari Bumedien, habló en la conferencia del "intercambio desigual" entre
países industrializados y subdesarrollados y sostuvo que la URSS se
beneficiaba de esa desigualdad de la misma manera que los países
capitalistas.
Sus palabras no tenían nada de sorprendente para los cubanos. En Cuba
casi todos pensaban lo mismo. Además la idea no era del Che sino del
viceministro del Azúcar, Enrique Francisco, que entre puro y puro le
había comentado al Che que la URSS estaba colocando en el mercado
internacional -en divisas- grandes cantidades del azúcar que compraba a
los cubanos en rublos en el marco del tratado comercial que existía
entre los dos países, restándole mercados a Cuba que necesitaba dólares
angustiosamente.
Aquella tarde el director del periódico Granma leyó sin mayor reticencia
los despachos de agencias sobre el discurso pronunciado por el Che. Se
dio cuenta, no obstante, de que era importante y para cubrirse las
espaldas le envió copia a Fidel Castro antes de publicarlo, como era
además habitual. Pero Fidel o lo leyó muy tarde o no le dio importancia,
así es que fue publicado.
Mientras tanto el embajador ruso en Argel había enviado una nota al
Kremlin en la que decía que le parecía inadmisible que uno de los más
destacados dirigentes de un país patrocinado hablase en aquellos
términos de la URSS. Cuando Granma salió a la mañana siguiente, los
trotskistas de ministerio de Industrias lo leyeron con verdadero
entusiasmo. Por fin, decía León Ferrara, alguien se atreve a decir la
verdad pura y descarnada sin subterfugios retóricos. Ese era el tema de
conversación de aquel día en todas las coladas de café de las 08:30 de
todos los ministerios del país.
León Ferrara llegó a las clases de economía política matinal agitando en
el aire con expresión de triunfo su ejemplar del Granma que traía, al
menos en la parte dedicada al discurso del Che, completamente subrayada
con rotulador rojo. Propuso que la clase de esa mañana estuviese
dedicada con exclusividad a analizar el discurso del Che. "Esto es lo
que nosotros hemos venido diciendo siempre", sostenía", "Este discurso
es dinamita pura; economía viva y práctica".
José Miguel Espino, que se había sentido ofendido por las criticas del
Che a la URSS más que el mismísimo embajador ruso, saltó de su asiento y
gritó a León: "Estas mancillando el nombre de un dirigente
revolucionario cubano y eso no te lo puedo permitir". Todo fue tan
rápido que nadie supo cómo empezó, pero de pronto Espino y Ferrara
estaban enzarzados a puñetazos. A duras penas Acosta logró separarlos
pero Espino indignado, se marchó dando un portazo a la par que
amenazaba: "Esto no quedará aquí. El partido tiene que saber qué ocurre
aquí".
Y efectivamente el partido lo supo porque media hora después todos los
jefes de departamento eran convocados por Eloy Valdés, el joven
secretario general del partido cubano en el ministerio que más tarde
sería diplomático. Eloy aparentemente quería minimizar el incidente y
sólo preguntaba que quién había iniciado la reyerta para sancionarle.
José L. Bodegas y yo, que estábamos presentes cuando la pelea se
originó, habíamos sido convocados también quizá porque en tanto que
extranjeros se suponía que nuestra declaración sería imparcial. Pero
Espino quería politizar el asunto: "El problema no es ese compañero" le
decía a Eloy Valdés, "el problema es que en este ministerio ha crecido
un absceso contrarrevolucionario trotskista y el partido tiene que tomar
cartas en este asunto".
"Bueno, bueno, chico" contestaba Eloy conciliador, "que alguien me
explique luego esa coña marinera de la conspiración trotskista. De
momento que León vaya la semana que viene a la producción sancionado".
Enviar a alguien a "la producción", es decir a una fábrica a trabajar
como obrero era un castigo muy frecuente en aquella época que no
conllevaba ningún maltrato para el sancionado y cuyo objetivo era ante
todo didáctico. Estaba destinado a demostrar a los burócratas de las
oficinas ministeriales el trabajo que le cuesta a un obrero ganarse su
salario y subliminalmente a sugerirles que se dejaran de coñas marineras
si no querían verse como ellos. Así es que contentos de que el altercado
tuviera ese final feliz dentro de lo que cabe, entre todos convencimos a
León, para que aceptara de buen grado pasar una semana en una fábrica.
Pero Espino debió dirigirse a otras instancias superiores del partido y
convencerles de alguna supuesta conspiración porque varios días después
Acosta, Ferrara y otros connotados trotskistas del ministerio dejaban de
acudir a sus puestos de trabajo sin ninguna explicación. El boletín de
la IV Internacional dejó de circular y poco a poco supimos que en otros
ministerios había ocurrido algo parecido: los trotskistas habían
desaparecido. En ese plazo de tiempo Moscú había reaccionado al cable de
su embajador en Argel y había transmitido una protesta formal a Castro a
través de su embajador en La Habana. Cuando Osvaldo Dorticós, el
presidente de la República, recibió al jefe de la misión diplomática
soviética en la Habana éste le largo una perorata sobre la ingratitud
del ser humano con la cual Dorticós se hubiera dado por satisfecho de no
ser que antes de marcharse el embajador soviético se le acercó más al
oído y casi en un susurro le dijo que a la URSS le iba a resultar muy
difícil justificar antes sus otros aliados del bloque comunista "que
siempre nos piden más y más ayuda", la preferencia del Kremlin por un
régimen cuyos máximos dirigentes la trataban tan mal públicamente.
Fidel Castro llamó al Che y le pidió que regresara inmediatamente a Cuba
para acabar de una vez por todas con esa aparente duplicidad del
discurso político cubano. Pero el Che tardó en volver y de Argel viajó a
El Cairo y Pekín, donde esperaba demostrar con un acuerdo comercial
"revolucionario y desinteresado" con China cuán cierto estaba en sus
acusaciones contra la URSS. Mao, que preparaba ya su revolución
cultural, le escuchó distraído y le despidió con sus tradicionales
sonrisas y "gambés" pero sin comprometerse a nada. Che también quería
acelerar la conclusión de acuerdos para celebrar en La Habana aquella
conferencia tricontinental cuya idea original se le debía al líder
marroquí Mehdi Ben Barka, quien parecía haber llegado en lo político a
las mismas conclusiones que el Che Guevara en lo militar. Como herencia
del Che y de Ben Barka Fidel Castro tendría que poner luego su mejor
cara a aquella primera Tricontinental que suscitaba las mayores
reticencias de los soviéticos y que dio lugar a un importante marcaje
por la Seguridad cubana de aquellos líderes guerrilleros concentrados
por primera vez en La Habana, principalmente de Carlos Marighela y
Turcios Lima.
Los trotskistas cubanos, a quienes Fidel Castro nunca había tomado en
consideración como fuerza, eran un boccato minore que no obstante
sufriría las consecuencias de aquella irritación de la URSS y de Fidel
con el Che. El líder máximo les infligiría un castigo ejemplar y público
para satisfacer a la URSS porque ¿Qué podía agradar más a Moscú que un
trotskista castigado? En el ministerio todos supimos, a través de los
familiares de los represaliados, que miembros de la Seguridad del Estado
les habían visitado una tarde y se los habían llevado presos. La
acusación más grave era contra Roberto Acosta, en cuyo domicilio habían
encontrado un mimeógrafo y una biblioteca con una veintena de libros
calificados de "literatura trotskista", entre los que figuraban la
Trilogía de Deutscher, obras de Milovan Djilas y sin que se sepa muy
bien porqué "Cien Años de Soledad" de García Márquez y las Historias del
Pulgarcito del poeta revolucionario salvadoreño Roque Dalton. Como
agravante también citaba la acusación la última edición del Boletín de
la IV Internacional que incluía una dura critica contra el creciente
burocratismo en los ministerios habaneros, varios de los cuales habían
triplicado sus plantillas en sólo dos años. Es verdad que el Boletín
hacía hincapié en el ministerio de Comercio, dirigido entonces por un
comunista de vieja cepa, así es que Espino se encargó de presentar la
critica como una "intolerable provocación contrarrevolucionaria".
Tirso Sáenz, un burócrata enganchado de última hora del comunismo
pro-soviético triunfante en Cuba, que había fracasado dirigiendo la
Academia de Ciencias, había "caído para arriba" y había sido parachutado
como viceministro Técnico al ministerio de Industrias junto con otros
ilustres incompetentes que la habían endosado a Che Guevara. Nada más
tomar posesión, Tirso convocó una asamblea de trabajadores del
ministerio, seguramente para legitimar las medidas disciplinarias que el
partido ya le había ordenado que tomara. Sus palabras eran como el eco
de las de Espino: "A nuestra revolución le salió un tumor y tuvimos que
extirparlo, decía. Las revoluciones tienen enemigos en todas partes
incluso entre quienes se presentan como trabajadores eficientes. La
reputación de un dirigente de la revolución ha sido manchada y la
revolución, a través de sus órganos competentes, ha tenido que
defenderse. Acosta y los otros convictos conspiradores han sido detenidos".
El silencio que siguió a estas palabras podía tocarse con las manos.
Tirso se preparaba para levantar la sesión, contento de que no hubiera
preguntas, cuando en medio del silencio sepulcral se oyó la voz gangosa
del haitiano Fritz: "Pego, ¿dónde están el ingeniego Acosta y el
compañego León?", preguntaba rodando las erres más que de costumbre.
"Ya se lo he dicho", respondió Tirso irritado, "están dónde deben estar
los contrarrevolucionarios convictos y confesos que son". Pero Fritz
insistía: "si, de acuegdo, pego dónde". "No comprendo como una
gevolución puede haceg eso con sus gevolucionagios", argumentaba
creyendo que aquella asamblea había sido convocada realmente para
debatir algo. Su avanzada miopía no le permitía ver como al flamante
viceministro se le inflamaba el tiroides ni como su cara adquiría el
color de la papaya madura. "Mire", le gritaba ya Tirso, "esta revolución
es cubana y la hemos hecho los cubanos, y sólo los cubanos tenemos
derecho a opinar sobre ella".
"Pego si yo sólo quiego sabeg..." Fritz no pudo concluir la frase. Tirso
le interrumpió violentamente: "Nada, usted no quiere saber nada. Usted
no es más que un provocador, así es que márchese de esta asamblea y si
quiere hacer la revolución váyase a hacerla a su país".
Cuando el Che regresó a La Habana un mes después, el 15 de marzo de
1965, Fidel y Dorticós le aguardaban a la escalerilla del avión junto a
Aleida March e Hildita, esposa e hija del Che. La televisión cubana
filmó la escena del encuentro entre los dos hombres y dejó constancia
del frío recibimiento. Fidel y el Che no se dieron el tradicional abrazo
y aquello fue objeto de variados comentarios al día siguiente. Supimos
después que Castro y el Che estuvieron dos días seguidos con sus
respectivas noches conversando y discutiendo, pero nada trascendió de
aquella maratónica conversación. Solo trascendió lo que Fidel reprochó
al Che mientras Dorticós estuvo presente. Castro le dijo que comprendía
y compartía todo lo que había dicho en Argel pero que como dirigente de
la revolución cubana no podía andar por el mundo insultando a los amigos
de Cuba y mucho menos a un amigo del que dependía por completo la
supervivencia de la Isla y de la revolución. Parece ser que el Che así
lo admitió y lo que pactaron después a solas sólo Castro podrá revelarlo
algún día. El hecho histórico es que el Che ya no regresó más a su
despacho en el ministerio de Industrias y que la siguiente vez que se
supo de él fue en Octubre de 1966, cuando Castro anunció su muerte en
Bolivia.
Regis Debray, que no cree en el distanciamiento final entre Castro y
Guevara, ha escrito no obstante que ambos eran como "dos revoluciones
paralelas y simultáneas". Por primera vez en su etapa cubana Che
Guevara, con toda la influencia y prestigio que indudablemente
conservaba, no logró que liberaran a los trotskistas aunque lo intentó.
Lo único que obtuvo fue que las condiciones de detención del ingeniero
Roberto Acosta y León Ferrara fueran aliviadas. Acosta fue enviado a
trabajar, en proceso de "rehabilitación por trabajo manual", a una
planta eléctrica situada a 20 kilómetros de La Habana y León Ferrara fue
destinado como obrero a la fundición Antillana de Acero también en las
afueras de la capital. Desde entonces nadie oyó nunca más hablar de
trotskismo en Cuba. Unos meses más tarde José Miguel Espino era nombrado
presidente de un recién creado Movimiento de Inventores e Innovadores
con categoría asimilada a ministro. El poeta Roque Dalton fue tanteado
por Fidel Castro para que escribiera una "Critica a la Revolución en la
Revolución" del francés Regis Debray, considerada ahora demasiado
guevarista, pero por las circunstancias que fuera ese panfleto, que
debería haber desmontado la teoría del foquismo contenida en el libro de
Debray, no vio nunca la luz.
A finales de 1997 los restos de Che Guevara regresaron a Cuba desde
Bolivia para descansar en un mausoleo en la ciudad de Santa Clara, cuya
toma por él mismo en diciembre de 1958 precipitó la caída de Fulgencio
Batista y abrió a Fidel las puertas de La Habana. Para que descanse en
paz definitivamente, dijo Fidel Castro al presidir las honras fúnebres.
Nota del autor:
Este articulo fue escrito en 1998, poco después de enterrado el Che en
Santa Clara, pero tres publicaciones de izquierda rehusaron publicarlo.
Nota de la Redacción:
Este artículo nos fue enviado por su autor, en cuya página
http://www.domingodelpino.com/ , en la sección "Artículos no publicados"
también se encuentra.
http://www.cubanuestra.nu/web/article.asp?artID=3400
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