Cuba triste
La tristeza es el estado psicológico que muestra la realidad o sensación
del vacío desvanecido
Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 06/01/2012
La víspera de 2012, que en sentido cristiano debemos situar en la
navidad, develó el rostro inusual de Cuba: el de la tristeza. El 31 de
diciembre fue eso: el día del resumen en el que el progreso acumulado de
frustraciones, esperanzas rotas y expectativas inciertas llegó algo
hastiado a ese convencimiento que un autor posmoderno logró encerrar en
esta frase poética: todo lo sólido se desvanece en el aire.
La tristeza es el estado psicológico que muestra la realidad o sensación
del vacío desvanecido. Ese espacio etéreo en el que, a pesar de tener
los pies puestos sobre la tierra, sentimos el estallido aéreo de los
sueños y de aquellos objetos o troncos aparentemente sólidos que
sostienen y dan sentido a nuestras vidas. Que esa tristeza aparezca en
las caras de los cubanos es síntoma de que aquel vacío está expresando o
el fin de una época, o el fin de nuestros propios vacíos o el vacío de
nuestros fines: como propósito y objetivo.
Aquella tristeza es rara. Los cubanos somos idiosincráticamente alegres.
No porque no nos atrape el desconsuelo en algún tramo del camino, sino
porque sabemos ocultarlo, domarlo y enmascararlo hasta destruirlo en
medio del jolgorio y el choteo, el escape adánico y hedónico, y la
conclusión de la fiesta.
Y el 31 de diciembre es una de esas fases conclusivas en el que nuestra
fiesta permanente nos embarga, nos embriaga y nos hace olvidar. Y
provoca la epifanía: el momento en el que se revela, de un solo golpe,
el ciclo repetido de esperanzas, como en los rituales antiguos de la
fertilidad.
Enfatizo lo siguiente: la fiesta es olvido. Si una crítica justa se nos
hace a los cubanos es que lo rematamos todo en una fiesta, y de que
nunca nos faltan motivos para inventarla. Sin embargo, a menudo no se
advierte que, en un sentido fundamental, aquella es casi siempre un modo
de olvidar para recuperar, aferrándonos a la vida por su lado más
aceptable: el del divertimento.
Si festejar nos parece hoy ese evento alegre para celebrar en reunión un
logro o momento positivo, como puede ser el del nacimiento, la fiesta es
en realidad ese carnaval humano en el que todo se invierte para
confundirse: roles, jerarquías, funciones y temperamentos —en ella
siempre pillamos bailando a personas normalmente hieráticas—, y muchas
cosas se revelan como sorpresas: el regalo, las parejas ocultas, los
amigos desconocidos o las dotes bien disimuladas de nuestros
contemporáneos. Y la inversión —en el sentido de virar al revés― es el
olvido necesario y momentáneo del tiempo y la realidad pasados más
inmediatos. No para negarlos, sino para banalizarlos y humanizarlos de
modo que nos suministren nuevas fuerzas. Es como el descanso, antes de
continuar, en el que nos despojamos de nuestros ropajes al uso.
Si no se olvida, no hay fiesta. Si no hay fiesta, no se reponen energías
ni se balancea el pasado, es decir, no hay paz ni reposos mentales que
nos permitan reiniciar el proceso ritual de recrear nuestras vidas. A
eso es a lo que llamo el vacío del fin, que no podía concluir esta vez
en la fiesta anual del 31 de diciembre. El asunto no es exclusivamente
económico, es fundamentalmente espiritual.
¿No hubo fiestas en Cuba? Claro que sí. Se lanzaron, artificialmente,
fuegos artificiales. Algunos bebieron, comieron lechón asado, bailaron
junto a amigos y familiares y a alguien debe quedarle por ahí cierta
resaca. Pero, aun así, aquellos que pudieron, festejaron como cualquier
día de goces. La fiesta colectiva de la nación, a través de cada familia
del país; esa fiesta no ocurrió este 31 de diciembre.
¿Esta muerte de la fiesta colectiva anticipa de algún modo el fin de
nuestros propios vacíos? Probablemente. La literatura de la decadencia,
en su tendencia predominante, era y es decadente en sí misma porque no
fija a través de la escritura y la reflexión las otras fiestas de ese
espíritu que empieza a poblar los cuerpos vaciados. Ese espíritu plural
que comienza a llenar y a otorgar nuevos sentidos, poco a poco y con
variadas intensidades, al cuerpo social y cultural de la nación. Con sus
particulares fiestas.
Pensemos en la pública fiesta religiosa de la Virgen de la Caridad del
Cobre; en el Festival Poesía sin Fin; en las lecturas del Club de
Escritores; en el Convite anual de Primavera de Cuba; en la Cena de
Generación Y, y la presentación de su revista Voces; en los Encuentros
de la Revista Convivencia; en la creativa irrupción cultural y de
pensamiento de Estado de Sats; en el Coctel Anual de Nuevo País; en los
Foros del Comité Ciudadanos por la Integración Racial; en los Premios
Tolerancia Plus y en un rico etcétera de apariciones culturales. Si así
lo concebimos, podríamos entender la decadencia ―el vacío del fin― como
la necesaria quiebra societal que precede al retorno cultural de lo
reprimido, de lo marginado y de las tendencias sociales por largo tiempo
ocultadas.
Y que cada retorno se renueve en su propia fiesta anuncia la
reconstrucción estable del tejido social mediante el rito anual y
público de la conversación báquica, el humor desenfadado, la poesía
total, la risa de sí mismo, la reconciliación abierta y la música y
danza reparadoras ―el fin de nuestros propios vacíos.
El vacío del fin solo es y solo lo entiendo por tanto como el fin de la
época revolucionaria, que justo muere como ritual algún tiempo después
de morir en los hechos, luego de ser anticipada por la muerte de su
espíritu.
Cuando los cubanos no pudieron olvidar/celebrar sus míseros salarios, el
puesto de trabajo perdido o a punto de perder, la incapacidad para
proveer a sus hijos o padres con el alimento cotidiano, la indigencia
multirracial en la tercera edad, la violencia social y policial, la
racialización de la miseria, el cinismo de Estado, el hundimiento de los
valores humanos o las certidumbres interrumpidas por acontecimientos
incontrolables están manifestando el fin de una época en que esas mismas
miserias, incapacidades o certidumbres interruptas eran celebradas cada
31 de diciembre como el sacrificio obligado, en medio de las feas
herencias revisitadas, antes del reinicio de cada 1ro. de enero.
Y esa continuidad circular no puede repetirse ya más como reparación y
restauración de ese orden político a través de una auténtica fiesta de
fin de año, captando así ese fin del vacío revolucionario.
Detrás del silencio altamente sospechoso de este 31 de diciembre ―en lo
que podría ser interpretado como la huelga de la fiesta en un pueblo
supra divertido― puede intuirse el sondeo amargo en el intento de
colmar, finalmente, el vacío de nuestros fines. La búsqueda de nuevas
metas y objetivos que, tras la recuperación y reparación de las
familias, culminen en una nueva fiesta colectivamente gozada un 31 de
diciembre. Porque hasta que nuestros vacíos no sean colmados, Cuba
seguirá triste.
http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/cuba-triste-272581
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