Un país bajo tierra
Los vendedores ambulantes y el mercado negro son la respuesta inmediata
a una vida de prohibiciones y apartheid.
Luis Felipe Rojas, Holguín | 26/11/2008
Son un grupo de hombres y mujeres dedicados al trasiego de mercancías, a
servir con su vida en cualquier sector comercial subterráneo que los
libere de las férreas ataduras de la vida oficial.
Un grupo de ellos lleva más de veinte años acarreando pastas
alimenticias, caramelos, garbanzos, galletas dulces y mil golosinas más
que no aparecen en otros pueblecitos del oriente de la Isla. Se
encaraman en los pestilentes vagones de tren desde Santiago de Cuba y
empiezan a bajarse en San Germán y Cacocum, en Holguín; Omaja y Bartle,
pasando por Las Tunas, y llegan hasta Palo Seco, para penetrar en las
despeinadas llanuras de Camagüey.
No son belicosos, como muchos piensan, sino alegres, parlanchines y de
tono alto al hablar, como todo santiaguero que se respete. Miles de los
universitarios que estudiaron en la Universidad de Oriente y los vieron
durante el lustro de estudios pueden dar fe de ello.
De ningún modo son gente privativa de esta zona del país. Los hay en
Sancti Spíritus, Matanzas y Pinar del Río. Pero, ¿qué hace que este
pequeño ejército de hombres y mujeres laboriosas aborrezcan la vida de
la plantilla oficial, los supuestos incentivos sindicales y rechacen de
plano los escasos estímulos vacacionales que se reservan sólo para
"vanguardias y destacados"? ¿Cómo son capaces de distribuir todo el
queso, la mantequilla y pastelillos que se producen en un pueblo, a
costa del encarcelamiento, multas desmedidas, acoso policial y hasta de
la extorsión y el chantaje?
Distribución ¿minorista?
Ahora que la desgraciada aldea de Guernica representa una burda
caricatura ante cualquiera de los pueblos del este de la Isla, son
ellos, los "lleva y trae", el consuelo de miles de amas de casa que se
devanan los sesos para inventar el almuerzo de los suyos.
La experiencia de meterse a la "lucha" lo llevó de entrar en la
compraventa de productos más peligrosos, como alcohol, pegamento para
zapatos y café, hasta ir aliviando y ahora sólo hacerlo con la línea de
"revendidos". Para Tito, esta es una vida de sacrificios, pero llena de
alegrías. Dice que ha tenido que dormir noches enteras en las terminales
de ómnibus y trenes, en paraderos intermedios; las autoridades le han
confiscado la mercancía y ha tenido que volver a reponerse y empezar de
cero, pero "he visto la vida", añade.
Son historias diversas de un país que vive bajo tierra, al margen de una
ley que, justa o no, está dictada contra la imaginería popular y la
inventiva que toda nación necesita para hacerse camino entre la averiada
economía y la borrosa luz de un túnel que no acaba de ver su final.
Daniel era electricista recién graduado de Técnico Medio, pero sin
instrumentos, sin experiencia y empezó llevando galletas dulces a
Holguín y trayendo a Santiago de Cuba tomates, cebollas, ajos y pasta
condimentada que compraba apenas se bajaba del tren.
"Lo que no se me quitaba en los primeros años era el miedo a la Policía.
Después aprendí que nunca desaparece si no son policías conocidos o
alegres o si son principiantes. No se me quitaba el miedo, pero ahora he
aprendido a sortear a los nuevos inspectores, perderme del barrio por
unos días, cambiar de un producto para otro, intentando perder lo menos
posible, pero lo que sí agradezco es que aprendí a vivir con lo que
necesito para el momento: los últimos zapatos Adidas, una camisa
estampada o el último jean Levis, y después, a luchar de nuevo para los
míos hasta que termine el año. En la lucha aprendí a no coger lucha con
nada", comenta Daniel.
Lejos de menoscabar la maltrecha economía estatal, animan a los otros a
levantarse y levantar el país, "salvaron el país en los inicios del
Periodo Especial", opina Víctor, investigador social y conocedor de la
arremetida del gobierno contra el demonizado mercado informal.
"No son marginales por resignación, se empinan sobre los obstáculos que
les pone la burocracia. También son mayoría ya, no constituyen un sector
organizado, aunque no viven de espaldas a lo que va pasando", señala el
experto.
Naryara es una morenita delgada con trenzas implantadas y teñidas de
color caoba. Su aparente fragilidad desaparece en cuanto el tren
Santiago-Santa Clara se detiene y ella, con sus dos bolsos abultados, es
la que primero baja para alquilar un coche de caballos y largarse pueblo
adentro antes de que lleguen la Policía y sus vigilantes. En los años
noventa dejó la enfermería del hospital santiaguero Saturnino Lora y se
puso a teñir ropa primero, después buscaba pintura de uña para las
manicuras de la ciudad, hasta que terminó vendiendo un producto de ida
en un pueblo y comprando otro de vuelta para revender en Santiago.
"El secreto es no parar y cambiar de negocio dos o tres veces al año.
Así no hay quien te siga", comenta Naryara.
Mientras la prensa oficial bombardea minuto a minuto cualquier amago de
iniciativa individual, apoyando el primer mandato que salga del Comité
Central del Partido Comunista, las estadísticas sobre el "pleno empleo"
y la desocupación laboral esconden las verdaderas cifras de quienes
viven a cuenta y riesgo, sin esperar nada del Estado, y dándolo todo, lo
mejor de sus años y energías.
Naryara cree que lo mejor es no meterse en las cosas "violentas", como
alcohol, café o productos químicos. Mientras una cantidad ya
considerable de países exhiben con orgullo las altas cifras, así como
los logros de su economía informal, el gobierno de la Isla combate a
brazo partido y utiliza cada vez más personal en perseguir esta
antiquísima vía de relación social. No hay manera de reducir el mercadeo
subterráneo mientras términos como equidad social, calidad de vida y
progreso sigan siendo un spot televisivo o parte de un discurso lleno de
alabanzas.
Acababa la década de los años ochenta del pasado siglo, el ideal de
estabilidad en Cuba cambió después de treinta años de Revolución. La
gente vio que tenía que empezar otra vez y que los que no tuvieron un
auto o una casa no la tendrían jamás. Entonces, tener un puesto de
trabajo "seguro" dejó de ser un privilegio… o un deseo. La economía
informal pasó a ser algo relevante en la vida de los que se sentían
atados de pies y manos.
Muchas veces, porque la regla es la oferta y demanda, y la única ley es
vender y (en la mayoría de los casos) vender bien, la gente común y
corriente prefiere meterse en el túnel oculto de los barrios y comprar
su pote de pintura, muebles para el hogar, cemento de calidad y piezas
para computadoras. En ocasiones sólo porque es más barato, rápido,
seguro, y sin las molestas complicaciones burocráticas ni la mirada
controladora e inquisitiva de los establecimientos estatales.
Por toda la isla pululan casas disqueras (con menos calidad, ok),
jardines infantiles a pequeña escala, hostales, talleres de electrónica
y computación, así como de costura, que falsifican ropa y zapatos de
marca, sin emular los precios prohibitivos de la red de tiendas
recaudadoras de divisas. Son la respuesta inmediata a una vida de
prohibiciones y apartheid.
"La comida siempre se vende rápido y fácil, igual que la ropa y los
zapatos de niño, las quincallas para el pelo y las prendas interiores.
Así no hay gendarmería que te siga la pista, nunca saben con qué le vas
a salir", concluye Naryara.
http://www.cubaencuentro.com/es/cuba/articulos/un-pais-bajo-tierra-134875
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