Luis Cino
LA HABANA, Cuba, diciembre (www.cubanet.org) - Hasta hace unos años,
nadie lo discutía. En Cuba, la discriminación racial había sido
eliminada por decreto. De un plumazo. Era otro logro de la revolución.
Aquí el racismo no era un problema. En ese aspecto, estábamos en paz con
nuestras conciencias, especialmente si éramos blancos o lo parecíamos.
Parece que no era exactamente así. El problema no estaba del todo
resuelto. Sólo lo habían ocultado bajo la cama. Donde mismo estaban los
cadáveres inquietos de los casi tres mil negros masacrados en "la
guerrita racista" de 1912, las abolidas sociedades de color y las
calumnias contra paleros y abakuás (las del período republicano y las
que publicaba la revista "El Militante Comunista").
Ahora que estamos a punto de hacer limpieza general, algunas escobas
indiscretas comienzan a regar el polvo por toda la casa. Amenaza traer
lodos.
Se vuelve a hablar de racismo. De poco valió eludir el tema durante
tantos años. Está saliendo a flote en el peor momento posible. Sucede
que el conflicto racial sería otra trampa mortal en el campo minado que
nos separa de la democracia.
El año pasado, el veterano luchador por los derechos civiles de los afro
americanos, James Meredith, afirmó durante una video conferencia con un
grupo de activistas pro democracia cubanos, que si cien mil negros salen
a las calles habaneras a manifestarse por sus derechos, la dictadura caería.
La Habana no es Birmingham ni Montgomery. Si se lanzara a la calle esa
cantidad de personas, de la raza que sean, el régimen caería también.
En la lucha por el cambio democrático no hay por qué establecer
separaciones por el color de la piel. Dividir a los opositores cubanos
en blancos y negros sería un costoso y absurdo error. Reconocer que
existen rasgos de discriminación racial en la sociedad cubana actual no
puede significar apagar un fuego con petróleo.
No es un secreto para ningún cubano. Faltan negros en las corporaciones,
el gobierno y la televisión. Para recaudar los dólares y euros del
turismo, el folklore, la salsa y la santería son más rentables si tienen
rostros mulatos.
Según las insólitas cifras del último censo, el 64,8 % de los cubanos
son blancos. En realidad, la mayoría son mulatos, pero sólo admiten
serlo los que tienen pronunciados rasgos negroides. Los demás "pasan por
blancos". Su identidad racial neutralizada niega y a la vez confirma el
racismo. Después de todo, ¿hay algo malo en que casi todos seamos mulatos?
Así, los negros son mayoría sólo en el deporte, los solares de Centro
Habana y las 200 cárceles diseminadas por la isla.
Los prejuicios raciales estaban más arraigados de lo que estábamos
dispuestos a admitir. Prendidos como una mala hierba. Conviviendo con
nosotros en forma de chistes o estereotipos acuñados desde la colonia.
Pero sería desmesurado decir que en Cuba hay un racismo institucional.
En su lugar, lo que hay es un aberrante círculo vicioso. Los más
desfavorecidos recurren a estrategias marginales de supervivencia que
son reprimidas por una policía que sigue empeñada en vincular el delito
con el color de la piel.
Apuntar el problema negro en despistadas agendas políticas sólo
contribuye a complicar las cosas.
Igual se pudiera hablar de un problema oriental, que los negros no son
los únicos discriminados en Cuba. ¿No han escuchado a algunos culpar a
los orientales de todos los males de La Habana?
Los problemas existen. También el problema negro. Enterrar la cabeza en
la arena y negarlo no es la solución. Tampoco agigantar fantasmas. La
democracia y un estado de derecho siguen siendo los mejores remedios
conocidos para problemas de cualquier color. El antídoto universal
contra todo tipo de ponzoñas.
Ya se anuncian (lo dice la cartelera de desastres) conflictos raciales y
regionales. Por suerte, a nadie se le ha ocurrido todavía crear un
partido fundamentalista islámico. Con la manía que hemos adquirido de
complicar todavía más el camino a la democracia, estamos a punto de
inventarnos problemas para mañana y pasado mañana. Sólo por tener en que
entretenernos cuando ya no haya más una dictadura que nos ocupe.
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