SOCIEDAD
El nacionalismo radical cubano: La soberbia armada (I)
Raúl Soroa
LA HABANA, Cuba - Diciembre (www.cubanet.org) - En la lucha por la independencia de España a fines del siglo XIX, se forjó el nacionalismo radical cubano. Los enfrentamientos entre civilistas y nacionalistas matizaron la primera contienda (1868-1878) desde su misma génesis. Durante su desarrollo, la visión civilista de los camagüeyanos y villareños entró en conflicto con la opción militarista de los orientales, encabezados por Carlos Manuel de Céspedes.
La Constitución de Guáimaro fue, en buena medida, fruto de la reacción civilista a las repúblicas militares latinoamericanas, y un triunfo de las ideas democráticas frente la nacionalismo radical que se gestaba.
Céspedes organiza en Oriente un gobierno personalista, la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba, integrada por cinco miembros y presidida por un capitán general, cargo que Céspedes se reserva. Mantiene la organización institucional española, los comandantes militares, los capitanes de partido y la unión de la Iglesia y el Estado. Céspedes es un devoto de la democracia, los derechos del hombre y del ciudadano, que en Francia oyó proclamar como la única forma de gobierno para pueblos civilizados, pero estima que para derrotar a España el sistema instaurado por él es el más eficaz.
El alzamiento en Camagüey ocurre el 4 de noviembre de 1868. Tuvo un foco único, concentradas todas las fuerzas bajo una dirección coaligada, la Junta Revolucionaria de Puerto Príncipe que, una vez ocurrido el levantamiento, pasó a constituir el Comité Revolucionario de Camagüey, y posteriormente formó la Asamblea de Representantes del Centro. De esta forma, el movimiento camagüeyano surgía con total independencia y con una estructura política distinta de la que se venía desarrollando en Oriente. Los líderes del territorio, Ignacio y Eduardo Agramonte, Salvador Cisneros Betancourt y Antonio Zambrana, pretenden dar a Cuba una organización democrática. No nombran presidente y adoptan una estructura colegiada.
En Las Villas se establece una Junta Revolucionaria de cinco ciudadanos, encargados de la dirección de los asuntos provisionalmente. La dirigencia local asumió una postura intermedia en lo que se refería a la organización de la revolución. Declarados cespedistas, implantaron medidas similares a las camagüeyanas: división del mando civil del militar, descentralización de la dirección y empleo de la misma bandera que los camagüeyanos. Los grupos camagüeyanos y villareños llegarían a una plena identidad de criterios en cuanto a la necesidad de combatir las "ansias dictatoriales" de Céspedes.
El 10 de abril de 1869, en el poblado camagüeyano de Guáimaro, tuvo lugar la reunión de las fuerzas insurrectas, con el objetivo de darle unidad al movimiento, crear una base programática común y constituir allí un gobierno único y democrático, representativo de la República de Cuba en Armas.
En la Asamblea de Guáimaro entran en conflicto de inmediato las dos corrientes. Céspedes entiende que debe organizarse una jefatura militar. Ignacio Agramonte opina que es necesario estructurar la revolución en forma de una jefatura civil. El uno sostiene que debe asegurarse el triunfo militar de la rebelión, el otro cree que conviene asegurar el libre disfrute de los derechos políticos. Aquél mantiene la necesidad de una capitanía general con facultades omnímodas en lo civil y en lo militar, condicionada por las razones urgentes de la guerra. El otro insiste en que es preciso crear una asamblea democrática que gobernase la guerra y la vida civil.
Céspedes, dando muestras de su alteza de miras, transige y admite que sus ideas se lleven a discusión al seno de la Asamblea Constituyente, donde no ignora que está en inferioridad numérica.
En su gran mayoría, los delegados pertenecían a la clase terrateniente -de los 15 asambleístas, 13 eran de ese sector o intelectuales vinculados a ellos, y los dos restantes pertenecían a las capas intermedias de la población insular. La delegación oriental fue la menos destacada, de ahí el poco peso que tuvo en las decisiones, contrastando con los villareños y camagüeyanos, que asistieron con los principales jefes de sus áreas respectivas, y actuaron en bloque.
Los representantes aprobaron una Constitución que normaba la estructura del aparato de dirección de la República de Cuba en Armas, estableciendo la división de poderes -Ejecutivo, Legislativo y Judicial. El Ejecutivo radicaba en el Presidente de la República, que tenía como auxiliares a cuatro secretarios de Despacho (Guerra, Hacienda, Interior y Exterior). El poder Legislativo estaba constituido por una Cámara de Representantes con múltiples funciones, que nombraba y deponía al Presidente y demás funcionarios. El aparato militar quedaba separado del civil y centrado en un general en jefe, que sería nombrado también por la Cámara y que rendiría cuentas al Presidente de la República.
A pesar de las deficiencias que se le pueden achacar a esta Constitución, que limitaba las funciones del Presidente por la fiscalización que practicaba sobre ellas la Cámara, así como la doble subordinación del aparato militar, que ejercería una influencia negativa en las acciones militares, la misma fue un triunfo de los sectores civilistas sobre la actitud militarista. Hay que aclarar que el propio Céspedes no cuestionaba la validez de dichos principios civilistas, pero creía en la necesidad de un mando centralizado para derrotar al poder colonial español.
En Guáimaro quedó eliminada programáticamente la posibilidad de una dictadura militar. La representación nacional ejemplificada en la Cámara daba la oportunidad de una adecuada realización democrática. Ahí se logró una declaración contundente: "Todos los habitantes de la República son enteramente libres" (art. 24 de la Constitución).
Las contradicciones entre Agramonte y Céspedes y sus ideologías inconciliables se agudizaron con el paso del tiempo. En 1870 se hizo necesario reformar la Constitución, y se crea la Vicepresidencia. En marzo de 1872 se estipula que en ausencia del Presidente y de su Vice fuera el Presidente de la Cámara el Ejecutivo de la República, lo que se aprobó con la oposición de Céspedes, y agravó más las divergencias.
La lucha, unas veces oculta, otras veces más abierta, termina con la deposición de Céspedes y su abandono por los apasionados rivales en las faldas del Turquino, donde muere a manos de los españoles. El apasionamiento político, uno de los males que va a caracterizar a la política cubana, muestra sus fueros con la muerte del Padre de la Patria.
Las contradicciones frecuentes entre el mando civil y el militar, la indisciplina, el regionalismo, caracterizan a la insurrección. Las dificultades internas de la revolución y la desfavorable correlación de fuerzas la disuelven y conducen al Pacto del Zanjón, acuerdo de la revolución en colapso con el gobernador general Arsenio Martínez Campos, para poner fin honorablemente a las hostilidades. Se encuentran en el campo cubano dos posturas totalmente contrapuestas: el diálogo y la intransigencia.
La visión que de este hecho se tiene es la visión del nacionalismo radical, es la imagen que se entronizó en el análisis de la mayoría de los hechos de la historia de Cuba. Frente al diálogo, que busca poner fin a una contienda en la que las fuerzas insurgentes se encuentran al borde del fracaso, donde se busca una salida negociada, se presenta la figura erguida de la intransigencia, encarnada en uno de los más grandes héroes de la guerra, y legitimada por su legendaria historia: Antonio Maceo.
El sistema de conceptos liberales de la patria sufre desde entonces el desafío constante del radicalismo, toda la culpa del fracaso la carga sobre sus hombros la idea civilista. Martí sueña su guerra y su república, proyecta una visión de la Isla muy particular y única, y enfoca su plan de guerra desde una mezcla de radicalismo nacionalista e ideas civilistas-liberales.
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