El terrorismo en el poder
VICENTE ECHERRI
El 26 de julio de 1953, Fidel Castro --joven abogado con antecedentes
gangsteriles que había aspirado a un escaño en la Cámara de
Representantes de Cuba en las abortadas elecciones de 1952-- se
convertía en noticia con el asalto a un cuartel. La fallida intentona
que le costó la vida a veintidós soldados y, en represalia, a una
cincuentena de los asaltantes, se convirtió en acto fundacional del
movimiento revolucionario que, mediante actos indiscriminados de
terrorismo más que en acciones militares, llegaría al poder poco menos
de seis años después.
El terrorismo en Cuba no había sido una invención de Castro. Se había
consagrado como instrumento revolucionario en la lucha urbana contra el
gobierno de Gerardo Machado cuando éste prorrogara su mandato a partir
de 1929 con una fórmula inconstitucional. El movimiento ABC,
organización clandestina basada en células secretas, decidió derribar el
gobierno con bombas y atentados. El ápice del refinamiento en esta
campaña se alcanzó --aunque fallara su objetivo-- cuando los
revolucionarios del ABC minaron el panteón familiar de la esposa de
Clemente Vázquez Bello en el Cementerio de Colón y luego asesinaron al
político, entonces presidente del Senado, con el objetivo de volar por
los aires al gobierno en pleno --así como al cuerpo diplomático y otras
personalidades-- en el momento del entierro. El que la familia de
Vázquez Bello decidiera sepultarlo en Santa Clara frustró el proyecto,
que no consiguió más posteridad que la de una mediocre película de John
Huston.
En la Cuba de los años 30 y 40, el terrorismo, cuya demoledora eficacia
ya se había probado, alcanzó carta de legitimidad. El pandillaje, que
había saboreado brevemente el poder en el gobierno de los cien días de
Ramón Grau, alcanza su consagración revolucionaria en las acciones
criminales de Antonio Guiteras, uno de los inspiradores de Castro. De la
herencia ideológica y delincuencial del guiterismo se nutren todos los
revolucionarios cubanos de las dos décadas siguientes: a las emboscadas
y las bombas se suman ahora la extorsión y el secuestro.
No podría entenderse la revolución castrista sin estos antecedentes
delictivos, que definen su modus operandi en la lucha contra el último
gobierno de Fulgencio Batista (de facto primero y a medias legitimado
por los comicios de 1954). Muchos héroes y mártires del panteón
revolucionario no fueron más que vulgares terroristas, algunos de los
cuales murieron en el acto de cometer sus crímenes contra civiles
indefensos, como Urselia Díaz Báez, a quien le explotó el artefacto
explosivo que intentaba dejar en el baño de señoras del teatro América
en La Habana.
Una vez en el poder, la revolución cubana comenzó a extender sus
actividades terroristas a escala internacional. Primero --siguiendo su
propio dinámica de expansión-- mediante las acciones violentas contra
otros gobiernos latinoamericanos cuyo derribo Castro tenía en su agenda;
luego, como agentes y matones de la expansión soviética en medio mundo.
Mirado así, los actos terroristas cometidos por anticastristas no son
más que derivaciones de los métodos que la revolución cubana consagra y
legitima y, en algunos casos, los ejecutores o sospechosos de serlo, son
ex castristas que importan una tradición.
Este 26 de julio, gracias a la dedicación y celo investigativo del
cubano Ino Martell, tendrá lugar en el centro mismo de Manhattan una
exposición de sólo un día (de 9:00 a 9:00 pm) que, con el nombre de
Cuba, ¿revolución o terrorismo?, ofrece el testimonio de la prensa
norteamericana de seis décadas de actividades terroristas de Fidel
Castro. Un vistazo a estos paneles bastan para desmentir los alardes de
pacifismo e inocencia de la más larga tiranía de América. Ahí está, por
el contrario, la prueba de su sangrienta trayectoria.
©Echerri 2008
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