Friday, December 01, 2006

La izquierda recalcitrante en La Habana

Opinión
La izquierda recalcitrante en La Habana

El desastre moral y material de Cuba es el monumento a la tozudez de
Castro, que los revolucionarios profesionales celebran junto a su lecho
de muerte.

Vicente Echerri, Nueva York

viernes 1 de diciembre de 2006 6:00:00

La aplazada celebración del octogésimo cumpleaños de Fidel Castro reúne
en estos días en La Habana a más de un millar de "personalidades" de la
izquierda internacional que acuden a un encuentro que parece tener más
de funeral, o al menos de despedida, que de festejo. Castro se muere, o
está en vías de morirse, y los que apostaron por un sueño del cual él ha
venido a ser la más antigua encarnación, se juntan para reafirmar una
idea o una época y, sin duda, para hacer votos por su perpetuación.

Los ochenta años de Castro y su eventual desaparición son, pues,
pretextos para esta cita con la nostalgia que agrupa a gente de diverso
pelaje, religiones y procedencia a quienes sólo asocia una actitud, un
descontento con las jerarquías —eso que en inglés suele llamarse
establishment— y el orden que de ellas dimana; una furia contra los
poderes que defienden el derecho al enriquecimiento (aunque muchos de
ellos sean ricos) y la libertad que lo ampara; vehemencia juvenil
(aunque en su mayoría sean viejos) contra los estamentos políticos y
militares que preservan o extienden la supremacía de Occidente. Es la
izquierda, con su inconformidad y su desaliño, sus gritos y consignas,
sus sueños y sus mitos. Castro ha sido por medio siglo la representación
de muchos de ellos.

A los que hemos sido víctimas del castrismo no deja de sorprendernos la
simpatía que todavía suscita en esos círculos el tirano de Cuba, a
contrapelo de sus fracasos y sus crímenes. El resultado neto de eso que
aún llaman "la revolución cubana" es tan pavoroso y sus secuelas tan
devastadoras (represión y corrupción, incompetencia y arbitrariedad;
ineficacia económica permanente y latrocinio; desarraigo y alienación;
derrumbe físico del país y colapso moral de la nación) que no podemos
entender como quedan aún académicos e intelectuales, artistas y
políticos, promotores de derechos civiles y líderes obreros que se
identifican con ese orden espurio y su figura máxima y estén dispuestos
a gastar su prestigio en defenderlos.

Rencor e ingenuidad son las dos actitudes principales que pueden
explicar el fenómeno de una adhesión tan ciega y tan abyecta. Este
rencor es una suerte de fermento que sale de un antiguo alambique
—español en el caso de América Latina— que destila veneno y prejuicio
contra Estados Unidos y todo el orden que este país representa, aunque
consuman y reciclen productos e ideas norteamericanos.

El mejor exponente del rencor antinorteamericano

Del fracaso del proyecto de América Latina, si es que puede hablarse con
seriedad de tal engendro ("Gran Colombia" de Bolívar; "Nuestra América"
de Martí) derivado directamente de nuestras taras étnicas y culturales,
de las estructuras políticas, económicas y sociales heredadas de España
y de su maridaje con las tanto o más opresivas del mundo nativo, se ha
querido culpar hace mucho a Estados Unidos, a su pérfida política
regional que contempla la explotación desmedida de nuestros recursos y
el apoyo a regímenes despóticos y oligarquías depredadoras.

A los americanos los culpan por el proteccionismo con que alguna vez
defendieron sus productos y por el libre comercio que ahora propugnan;
por el "robo de nuestros cerebros" y, al mismo tiempo, por cerrarle las
fronteras a nuestros inmigrantes; por interferir en los asuntos internos
de nuestros países, y por ser indiferentes a las violaciones de nuestros
derechos humanos, en una larga lista de agravios en que yace soterrada
la vieja envidia hispánica y su inadaptación a los presupuestos de
desarrollo inventados, promovidos e impulsados por la cultura
anglosajona, política y económicamente superior.

Fidel Castro ha sido por medio siglo el mejor exponente de este rencor
tercermundista en general y latinoamericano en particular. Ha sido capaz
de articularlo, una y otra vez, a las puertas del poderoso vecino y ha
logrado sobrevivir. Esa supervivencia —en alguna medida milagrosa, o al
menos resultado del azar— lo ha engrandecido a los ojos de la izquierda
recalcitrante de cuya emotividad y truismos él ha sido un impenitente
portavoz.

A este papel lo ha sacrificado todo, empezando por la integridad y la
prosperidad de su pueblo; y esa izquierda lo reconoce como un gesto de
máxima generosidad. No importa que Cuba se caiga a pedazos y que los
cubanos se ahoguen por millares intentando huir del paraíso diseñado por
Castro, si éste sigue encarnando y predicando una irrenunciable utopía
en los foros del mundo. La ruina moral y material de Cuba es el
monumento a la tozudez de Castro, una tozudez que los revolucionarios
profesionales y nostálgicos de todas partes acuden a celebrar junto a su
lecho de muerte en La Habana.

Un truco o una ingenuidad publicitaria

El otro ingrediente que mueve a los concurrentes, especialmente a los
que proceden de Estados Unidos, de sus círculos docentes, literarios y
artísticos, es un truco o una ingenuidad publicitaria, que no excluye
los sentimientos de muchos que, sin ser latinoamericanos o árabes —que
es casi lo mismo—, podrían adoptar ese torpe sistema de pensamiento.

Como tantas cosas en ese extraordinario y calamitoso siglo XX, Fidel
Castro es un producto norteamericano, el Calibán que la sociedad
norteamericana estaba esperando como contrafigura en los albores de la
década del sesenta, y que, para castigo de la autocomplacencia que trae
consigo la abundancia y el sentido de culpa inculcado por el puritanismo
calvinista, responde, como invento, a una suerte de masoquismo político
y social.

Castro es, pues, el más antinorteamericano de los líderes políticos
contemporáneos y, al mismo tiempo, el más genuinamente gringo de todos
ellos, tanto como puede serlo una caricatura. Tan yanqui como el Llanero
Solitario y el ratón Mickey. Cuando desembarca en la Sierra Maestra hace
medio siglo, lo hace con el verde oliva de campaña que siempre han usado
los soldados de este país, y su discurso apela al lenguaje coloquial y
las reiteraciones que lo emparentan con los enfáticos evangelistas del
Norte.

Aparecido en el firmamento político casi al mismo tiempo que el rock and
roll y que la generación que se identificó con Rebelde sin causa, es un
equivalente de Elvys Presley y James Dean en la arena política. Al
pulcro y circunspecto hombre de traje gris que ha sido la representación
del político oficial hasta el día de hoy, Castro propone el político
desaliñado y sin afeitar en traje de campaña. Su imagen, difundida por
la gran prensa, en los primeros meses de 1957, lo convierte en el
prototipo que seguirá la juventud del mundo, a imitación de este país,
unos años después: él es el protohippie, desafiador de las estrictas
convenciones de la vida civilizada.

La generación de los llamado Baby Boomers, que saldrá a cuestionar y a
remover las convenciones de sus padres, encuentra en Castro un símbolo y
un paradigma. El hombre a quien echan de un hotel neoyorquino por
cocinar en las habitaciones y se refugia en el gueto negro de Harlem, es
un profeta de los sacudimientos que se avecinan. Los rebeldes de los
sesenta, envejecidos hoy y derrotados por las implacables leyes del
mercado, convertidos en mansos y artríticos profesores, escritores y
autores, miran a Castro con la misma nostalgia con que contemplan su
revoltosa adolescencia.

Tras bambalinas y escuchando el aplauso

Por ese camino, Castro entró en el folclore de este país, en el pabellón
de la fama del pop art, y en ese nicho está hace medio siglo. Es un
dictador consagrado por el imaginario del país que más detesta y cuyo
discurso, caricaturesco y paródico de sí mismo, podría representarse de
manera permanente en Broadway, tomado muy en serio y, paradójicamente,
sin un ápice de seriedad, con la misma simpatía que despiertan en muchos
los personajes de Disney.

Sabido es que detenta el poder absoluto desde hace casi 48 años y que
preside una isla donde casi nada funciona; pero eso, en el imaginario
norteamericano, está matizado por una bruma cinematográfica o de dibujos
animados. Es uno de los malos, desde luego, pero no enteramente de
verdad (casi como estuvo a punto de que pasara con Hitler gracias a
Charles Chaplin), como los "chicos malos" que siempre quieren secuestrar
al tío Rico MacPato y a sus sobrinos o, aún más propiamente, como el
Capitán Garfio de las aventuras de Peter Pan. Sólo visto así, con la
condescendencia que merece un histrión, o un carácter ficticio, se
explica la tolerancia de los gringos.

Por otra parte, Cuba es un gigantesco theme park, con autos de los años
cincuenta y casas que parecen que acaban de sufrir un bombardeo y
nativos bonitos y obsecuentes. Fidel Castro es deliciosamente obstinado
y a quien el norteamericano común ve como una desfasada caricatura, y
hasta con pena; y los de izquierda, con admiración y con nostalgia.

Éstos últimos, y los de otras partes acuden a La Habana a este
gigantesco acto de pleitesía hacia el hombre más funesto y calamitoso en
la historia de nuestro país, en quien celebran la voluntad de haber sido
fiel a su propia imagen y consecuente con su mito. Aunque Castro no
salga a escena en el teatro Karl Marx la noche en que sus fans de medio
mundo irán a homenajearlo, allí estará tras bambalinas, escuchando el
aplauso con que premian una de las más largas actuaciones de la historia
y lo que sin duda será una emotiva despedida, en que la izquierda
crédula e irredenta le dirá adiós a una de sus encarnaciones más grotescas.

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