Tinieblas del oficio
Plomeros, electricistas, carpinteros ¿Son tan nocivos para el país como para darles un tiro de gracia?
José Hugo Fernández, Ciudad de La Habana
viernes 16 de diciembre de 2005
Requerir los servicios de un plomero, un electricista, un soldador, un carpintero o un mecánico resultó tarea angustiosa entre los cubanos durante toda la década de los setenta y gran parte de los años ochenta. Fueron tiempos de tinieblas para el oficio en Cuba.
La cifra de quienes se desempeñaban en tales menesteres se había reducido al mínimo ante la prohibición de ejercerlos en la forma acostumbrada, que es también su forma más racional y eficaz, o sea, a través del trabajo por cuenta propia.
Así, pues, al público demandante no le quedaba otro remedio que atenerse a las ofertas que extendía el Estado (sólo para unos pocos servicios) en establecimientos llamados "consolidados", donde encima de soportar largas colas y una pésima atención, generados por una estructura burocrática infernal debía sufrir las chapucerías de "técnicos" deficientemente preparados y además apáticos, que no recibían más estímulo que un sueldo de hambre a cambio de su excesiva faena, por lo cual tiraban a mondongo el oficio.
En poco menos de tres décadas, había quedado hecha añicos una tradición de siglos. Siempre los oficios se asumieron aquí como auténticos patrimonios familiares, con particularidades y secretos que se traspasaban de padres a hijos, con una dedicación y un empeño por imponer la calidad como crédito que, aunque no estaban recogidos en reglamentos formales, ni aparecían escritos en consignas para el mural, ni eran supuestamente controlados por administradores chupatintas, se cumplían con rigor y ética que hicieron tradición.
Sin embargo, el afán totalitario de monopolizar cada acto, cada virtud y aun cada posible necesidad de las personas, anuló también lo esencial del oficio, que es el espíritu emprendedor de quien lo desempeña y su disposición competitiva.
Mareando la perdiz
Cuando en los años noventa, obligado a distraer la perdiz con la introducción de livianas reformas económicas, el régimen volvió a soltar un tanto las ataduras al trabajo independiente, los oficios habían padecido en la Isla su letargo triste y entorpecedor.
No obstante, las casas volvieron a ser visitadas de inmediato por colchoneros, albañiles, pintores de brocha gorda, reparadores de fogones o de equipos electrónicos, entre otros; mientras que en cualquier cuchitril en desuso surgía un taller. Es verdad que ya no estaban todos lo que eran y que tampoco eran todos los que estaban, pero al menos dispusimos nuevamente del concurso de gente agenciosa, con sinceras ganas de arreglar lo descompuesto.
La exitosa vuelta a este ejercicio de la iniciativa individual podría medirse no sólo por sus resultados en el orden concreto, que hoy aparecen a ojos vista, sino además por la incomodidad y hasta el abierto rechazo que casi desde los primeros días provocó en el régimen.
Muy pronto, los practicantes de oficios por cuenta propia empezaron a ser criticados en comparecencias oficiales. Se les acusó de no cumplir lo establecido para el otorgamiento de licencias, se dijo que ganaban demasiado dinero (para el gusto de quien lo decía), e incluso fueron tildados de infractores de la ley.
A la hora de legalizar tales actividades, el aparato estatal no tuvo en cuenta que éstas demandan el apoyo de una infraestructura que garantice, cuando menos, la compra de herramientas y materiales imprescindibles para su realización.
Si quien ejerce el oficio no dispone de un mecanismo por el que pueda adquirir legalmente lo que necesita, entonces quedan servidas en bandeja las premisas para que se remedie el problema mediante maniobras ilegales. Es algo tan obvio, que tienta a la sospecha de que fue hecho adrede, previendo el fracaso de la empresa, por falta de medios, o previendo quizás el argumento de la violación de la ley como pretexto para volver a prohibir el trabajo independiente, tan pronto estuviesen dadas otra vez las condiciones.
Ahora resulta que a los cargos (graves por sí solos) que se aducían en contra de quienes desempeñan oficios en forma independiente, se ha sumado otro que amenaza con ser decisivo, fulminante. Se les acusa de derrochadores de energía eléctrica, justo en un momento en que el país, dicen, está acentuando la lucha por el rescate de su estabilidad económica, ni más ni menos que en el plano del ahorro y del enfrentamiento a las ilegalidades.
El Oficio de Tinieblas que se eleva al cielo mediante las cotidianas peroratas del régimen induce a temer un nuevo período de tinieblas para el oficio en Cuba.
Primero, rompieron la tradición. Luego, ganaron tiempo disponiendo que reapareciera, pero bajo condiciones adversas y propicias para torcer su real sentido y su importancia. Finalmente, la estigmatizan como corruptora y nociva para los intereses del país, con el claro propósito de darle el tiro de gracia.
Una vez más, estamos ante el cerrado círculo totalitario, la serpiente que se muerde la cola. Y una vez más, con su mordida, la serpiente logrará envenenar a todos los que le rodean, en tanto ella apenas queda hipnotizada.
URL:
http://www.cubaencuentro.com/es/encuentro_en_la_red/cuba/articulos/tinieblas_del_oficio
Plomeros, electricistas, carpinteros ¿Son tan nocivos para el país como para darles un tiro de gracia?
José Hugo Fernández, Ciudad de La Habana
viernes 16 de diciembre de 2005
Requerir los servicios de un plomero, un electricista, un soldador, un carpintero o un mecánico resultó tarea angustiosa entre los cubanos durante toda la década de los setenta y gran parte de los años ochenta. Fueron tiempos de tinieblas para el oficio en Cuba.
La cifra de quienes se desempeñaban en tales menesteres se había reducido al mínimo ante la prohibición de ejercerlos en la forma acostumbrada, que es también su forma más racional y eficaz, o sea, a través del trabajo por cuenta propia.
Así, pues, al público demandante no le quedaba otro remedio que atenerse a las ofertas que extendía el Estado (sólo para unos pocos servicios) en establecimientos llamados "consolidados", donde encima de soportar largas colas y una pésima atención, generados por una estructura burocrática infernal debía sufrir las chapucerías de "técnicos" deficientemente preparados y además apáticos, que no recibían más estímulo que un sueldo de hambre a cambio de su excesiva faena, por lo cual tiraban a mondongo el oficio.
En poco menos de tres décadas, había quedado hecha añicos una tradición de siglos. Siempre los oficios se asumieron aquí como auténticos patrimonios familiares, con particularidades y secretos que se traspasaban de padres a hijos, con una dedicación y un empeño por imponer la calidad como crédito que, aunque no estaban recogidos en reglamentos formales, ni aparecían escritos en consignas para el mural, ni eran supuestamente controlados por administradores chupatintas, se cumplían con rigor y ética que hicieron tradición.
Sin embargo, el afán totalitario de monopolizar cada acto, cada virtud y aun cada posible necesidad de las personas, anuló también lo esencial del oficio, que es el espíritu emprendedor de quien lo desempeña y su disposición competitiva.
Mareando la perdiz
Cuando en los años noventa, obligado a distraer la perdiz con la introducción de livianas reformas económicas, el régimen volvió a soltar un tanto las ataduras al trabajo independiente, los oficios habían padecido en la Isla su letargo triste y entorpecedor.
No obstante, las casas volvieron a ser visitadas de inmediato por colchoneros, albañiles, pintores de brocha gorda, reparadores de fogones o de equipos electrónicos, entre otros; mientras que en cualquier cuchitril en desuso surgía un taller. Es verdad que ya no estaban todos lo que eran y que tampoco eran todos los que estaban, pero al menos dispusimos nuevamente del concurso de gente agenciosa, con sinceras ganas de arreglar lo descompuesto.
La exitosa vuelta a este ejercicio de la iniciativa individual podría medirse no sólo por sus resultados en el orden concreto, que hoy aparecen a ojos vista, sino además por la incomodidad y hasta el abierto rechazo que casi desde los primeros días provocó en el régimen.
Muy pronto, los practicantes de oficios por cuenta propia empezaron a ser criticados en comparecencias oficiales. Se les acusó de no cumplir lo establecido para el otorgamiento de licencias, se dijo que ganaban demasiado dinero (para el gusto de quien lo decía), e incluso fueron tildados de infractores de la ley.
A la hora de legalizar tales actividades, el aparato estatal no tuvo en cuenta que éstas demandan el apoyo de una infraestructura que garantice, cuando menos, la compra de herramientas y materiales imprescindibles para su realización.
Si quien ejerce el oficio no dispone de un mecanismo por el que pueda adquirir legalmente lo que necesita, entonces quedan servidas en bandeja las premisas para que se remedie el problema mediante maniobras ilegales. Es algo tan obvio, que tienta a la sospecha de que fue hecho adrede, previendo el fracaso de la empresa, por falta de medios, o previendo quizás el argumento de la violación de la ley como pretexto para volver a prohibir el trabajo independiente, tan pronto estuviesen dadas otra vez las condiciones.
Ahora resulta que a los cargos (graves por sí solos) que se aducían en contra de quienes desempeñan oficios en forma independiente, se ha sumado otro que amenaza con ser decisivo, fulminante. Se les acusa de derrochadores de energía eléctrica, justo en un momento en que el país, dicen, está acentuando la lucha por el rescate de su estabilidad económica, ni más ni menos que en el plano del ahorro y del enfrentamiento a las ilegalidades.
El Oficio de Tinieblas que se eleva al cielo mediante las cotidianas peroratas del régimen induce a temer un nuevo período de tinieblas para el oficio en Cuba.
Primero, rompieron la tradición. Luego, ganaron tiempo disponiendo que reapareciera, pero bajo condiciones adversas y propicias para torcer su real sentido y su importancia. Finalmente, la estigmatizan como corruptora y nociva para los intereses del país, con el claro propósito de darle el tiro de gracia.
Una vez más, estamos ante el cerrado círculo totalitario, la serpiente que se muerde la cola. Y una vez más, con su mordida, la serpiente logrará envenenar a todos los que le rodean, en tanto ella apenas queda hipnotizada.
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