Viernes, Marzo 30, 2012 | Por Ernesto Santana Zaldívar
LA HABANA, Cuba, marzo, www.cubanet.org -El edificio Sarrá tenía más o
menos la edad actual de la revolución cuando esta llegó al poder en
1959. Dos años más tarde, en abril de 1961, a los pies de este inmueble
de cinco pisos, enclavado en Veintitrés y Doce, una de las esquinas más
céntricas de El Vedado, fue declarado por Fidel Castro el carácter
socialista del proceso revolucionario. Un alto jefe del partido
comunista diría, años más tarde, que "aquí, a las puertas del
cementerio, emprendimos el camino hacia el socialismo". Parecía una
broma macabra, pues el país se hallaba abismado en la peor crisis de su
historia y para entonces ya no existían el muro de Berlín, ni la
República Democrática Alemana, ni la URSS, y ese vasto campo euroriental
otrora socialista era solo un recuerdo en disipación.
Tal como se derrumbó el llamado socialismo real por el peso abrumador de
la realidad, en estos días corre peligro de desplome este simbólico
edificio, que había pertenecido a uno de los mayores casa tenientes de
la ciudad y, por tanto, uno de los más grandes expropiados por el nuevo
gobierno. Como si de un barco se tratara, hace más de veinte años fue
empotrada en su quilla una especie de mascarón de proa, una enorme tarja
—o tinglado o tropel— que representa un tumulto encabezado por nuestro
particular Gran Timonel del Trópico de Cáncer precisamente rumbo al
cementerio. Ese armatoste de bronce está en la base de la columna que
define la esquina misma, precisamente la columna que, agrietada en toda
su estatura, constituye uno de los peores síntomas de la agonía del
edificio, según lo que cuentan vecinos y moradores, sin que aparezca
ninguna información oficial que explique en detalle lo que ocurre.
Desde que vine para La Habana, muy niño, siempre he vivido cerca de la
esquina de Veintitrés y Doce y mi primer recuerdo del Sarrá es borroso:
una mole todavía con balcones, con dos pequeñas barberías, una hacia
Doce y otra hacia Veintitrés, que pronto serían desmanteladas. Desde
lejos, por la calle Doce, podía verse un gran letrero encima de la
azotea: SARRA LA MAYOR. Los portales en ángulo recto se convertirían
entonces en la antesala de un antro sórdido, sembrado de columnas que
sostenían un techo muy elevado y costroso, sobresuelo de lo desconocido.
En ese inframundo mugriento y lamentable hizo repentinamente su nido,
más lamentable y mugriento aún, el personaje más legendario que haya
recorrido las calles, avenidas, portales y rincones de La Habana.
Tras su estancia de años en los portales de San Lázaro, José López
Lledín, conocido como el Caballero de París (parafrénico él como el
mascarón de bronce, pero incapaz de hacer daño a nadie, amigo de las
flores y autoproclamado Príncipe de la Paz), vino a sentar allí su
última plaza: entre aquellas columnas del vientre del edificio, con
cartones, sacos, periódicos y revistas viejos, hizo su tugurio el
ilustre caballero de la capa negra, del que partía a su eterno
vagabundeo por los alrededores de aquella mole tan desastrada como él.
Un día, de pronto, desapareció y luego se supo que, ya muy anciano,
había sido recluido en el Hospital Psiquiátrico de La Habana.
Un día, también de pronto, la destartalada edificación comenzó a ser
remodelada. Desaparecieron los balcones, fue retirado el letrero de la
azotea, se esfumó el antro de los bajos, donde se construyeron una
pequeña oficina de correos y una galería de arte bastante amplia y
rodeada de cristales. Hubo cambios también en otros costados de
Veintitrés y Doce. Empotraron por entonces la pesada y tumultuosa tarja
de bronce en la columna esquinera. Remozado y pintado, el edificio lucía
mucho mejor que antes, aunque en lugar de los balcones aparecían ahora
unas toscas ventanas. Pero toda la esquina tenía un aspecto renacido, se
veía más céntrica y funcional, con sus dos cines, su pizzería, sus
restaurantes, panaderías, tiendas, cafeterías, situados en cien metros a
la redonda.
No sé si fue en esa misma época cuando a los inquilinos les dieron
materiales de construcción para que repararan sus casas (y algunas
quedaron muy bien), pero no se volvió a hacer un trabajo de
mantenimiento estructural en el inmueble durante otro largo período de
tiempo, lo cual, según una vecina, demuestra el error cometido por el
gobierno al eliminar el puesto de "encargado de edificio", que era quien
se encargaba de asuntos tan fundamentales como ese. Dicen que hace un
tiempo el poder popular solicitó más de dos mil pesos no convertibles
por cada apartamento para pintar el inmueble, pero ellos se negaron
porque, dados los numerosos problemas (entre otros, con el ascensor y la
escalera), lo primordial era reparar el edificio, no pintarlo. Luego,
cuando aumentó el peligro que corrían los residentes, comenzaron a
aparecer letreros de protesta y denuncia.
Hasta que, hace solo unos días, se desplomó la escalera y hubo que sacar
a los vecinos y sus pertenencias con grúas de bomberos y dispersarlos
por albergues de Cojímar y otras localidades, por centros de trabajo,
casas de cultura y quién sabe por dónde más, sin que ninguno sepa la
suerte que correrá finalmente. Triste desastre predecible. Ahora las
autoridades han soldado herméticamente las rejas de la entrada y la
policía monta guardia para que no pueda entrar nadie en el Sarrá.
Algunos creen que, luego de que lo apuntalen y lo rodeen con redes, los
funcionarios dejarán que el edificio se vaya cayendo a pedazos para,
finalmente, despejar el espacio suficiente para construir un pequeño
parque, tal como se ha hecho con tantos otros inmuebles de La Habana. En
el centro del césped, acaso, quedará un pedazo de la columna esquinera
con la tarja de bronce como un mascarón de proa rescatado de un naufragio.
O como una lápida.
http://www.cubanet.org/articulos/el-edificio-del-socialismo/
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