El precio de un peculiar concordato
La Iglesia Católica está obligada a decir que sus puertas están abiertas
para todos, cuando en realidad solo lo están para tecnócratas,
reformistas de bajos tonos, funcionarios con exabruptos liberales y
algunos exiliados
Haroldo Dilla Alfonso, Santo Domingo | 06/02/2012
Desde hace meses he guardado un texto en mi computadora para disfrutarlo
en una lectura apacible. El texto lo merece por su alta calidad
argumental y su buena pluma. Pero como creo que para mí ya pasaron los
tiempos de las lecturas apacibles, he decidido leerlo y compartir mis
puntos de vista con los pacientes lectores de CUBAENCUENTRO. Se trata
del artículo "La Iglesia católica y los destinos de la nación" del
director de Espacio Laical, Roberto Veiga, y que publicara el Cuba Study
Group.
Al discutir este artículo, siempre debemos considerar hasta qué punto
opiniones como la de Roberto Veiga pueden ser las de la jerarquía
católica cubana. En realidad la Iglesia, fuera del dogma, es muy
diversa. Y también lo es la cubana. Veiga y sus colaboradores,
representan una orientación que alguien llamó alguna vez socialdemócrata
y que yo llamaría socialcristiana. Una suerte de izquierda cristiana a
la que hay que dar la bienvenida. Pero sí creo que en lo fundamental,
las opiniones que Veiga puede expresar sobre el tema de la llamada
reconciliación nacional son en esencia las que se han fijado en la alta
cúpula. Pues hay temas delicados en que la Iglesia —avezada
sobreviviente de muchas lides— no deja cabos sueltos. Y este es uno de
ellos.
La idea central de Veiga es que la Iglesia debe desempeñar un rol
distinguido en lo que llama el camino a la concordia y el progreso
nacional. Y hacerlo, dice Veiga, con humildad, humanidad, fraternidad,
entre otros relajantes vocablos, propios del argot gremial. Y esto se
logrará, concluye, "…si todas las partes son capaces de incorporar una
conducta política nueva, madura, capaz de reconocer al otro como
interlocutor, basada en la voluntad de aceptar la legitimidad de todas
las opiniones y el análisis compartido, con el propósito de marchar
juntos y alcanzar consensos".
Por muchas razones me inclino a saludar estas generosas intenciones
explicitadas en el discurso eclesiástico cubano que Veiga sintetiza. Es
muy difícil estar en contra. A lo sumo solo tengo dudas, algunas muy
severas, que trataré de explicar.
En lo personal, aunque no soy creyente, tengo un alto aprecio por los
valores que se pueden generar desde el cristianismo. Conozco la historia
de muchas disidencias cristianas por la salvación humana, la mayor parte
de cuyos integrantes terminaron en la hoguera o en la horca. Tengo
estrechas relaciones con grupos católicos en República Dominicana que
han asumido la cuestión social con una abnegación imbatible, incluyendo
aquí la suerte de los migrantes haitianos. Sé del trabajo sacrificado
que realizan algunas congregaciones religiosas católicas en Cuba con
personas discapacitadas, enfermas, ancianos y otros grupos vulnerables.
Estimo a muchos amigos y amigas cuyas virtudes emanan de la creencia en
la infinitud de la bondad y la modestia cristianas. Finalmente, aprecio
el trabajo editorial que Veiga y sus compañeros están realizando desde
Espacio Laical, cuyas lecturas siempre disfruto.
Pero me temo que casi nada de lo anteriormente mencionado tiene que ver
con la manera como la alta jerarquía católica cubana se ha comportado en
el devenir nacional. La Iglesia católica es regularmente conservadora,
nada democrática, elitista y excluyente. Pero la nuestra —es decir, sus
jerarcas— lo ha sido de manera descarnadamente arrogante, y siempre que
ha habido una oportunidad de colocarse en el lado equivocado de la
historia, la ha aprovechado.
Y es por eso que creo que el texto de Veiga, como todos los textos que
se han producido sobre el tema desde los templos y oficinas anexas,
despierta muchas dudas razonables.
No hay —salvo breves acotaciones— una autocrítica que de cuenta de este
pasado. Al contrario, lo que hay es una construcción ideológica que
disfraza la realidad. Una sustitución de la Iglesia real y concreta —con
sus errores, cálculos de conveniencia, dogmas, atavismos, trampas, malos
pactos, etc.— por una entelequia más allá de los tiempos y las
existencias. La Iglesia que nos describe Veiga no es la Iglesia que
niega el derecho de las mujeres al control de sus cuerpos, que prohíbe
el aborto, que discrimina a los homosexuales, que estigmatiza el condón
y que frecuentemente ha pactado con lo peor de la política mundial en
aras de la sobrevivencia institucional y del credo anticomunista. No es,
definitivamente, la Iglesia que los cubanos situamos lo suficientemente
lejos como para poder construir una sociedad laica y liberal que hoy
constituye una de las grandes ventajas de nuestra sociedad.
De ahí, por ejemplo, que Veiga considere que la legitimidad de la
Iglesia católica para actuar como mediadora en el proceso de
reconciliación nacional deriva de haber tenido históricamente tanto un
discurso de este tono como una experiencia en ofrecerlo. Dos rasgos
espirituales, vaporosos, etéreos que poco tienen que ver con otra
realidad que determinó su selección por Raul Castro como interlocutora:
es la única organización que posee una estructura nacional
institucionalizada —a diferencia de las descentralizadas religiones
afrocubanas y de la fragmentación de las protestantes— y que es parte de
un continuo de poder que desemboca en el Vaticano. Y es una institución
cuyos horizontes seculares no ponen en peligro la continuidad en el
poder de la élite política cubana que es, como la Iglesia, conservadora,
nada democrática, elitista y excluyente. Una élite en bancarrota
dispuesta a concederlo todo excepto el control monopólico del Estado,
que garantiza sus privilegios y su orgásmica metamorfosis burguesa.
Esta selección le ha dado a la Iglesia católica una oportunidad única en
la historia nacional para situarse en el centro activo de la política
insular. Y la está aprovechando.
Pero es una oportunidad dudosa que pudiera conducir a una situación en
que la Iglesia (aquí recuerdo el dilema maquiavélico) al explotar su
fortuna, disminuye su virtud. La iglesia, al asumirse como casi único
espacio permitido de debate, también acepta las condiciones que le
impone la élite política, y por consiguiente produce una discriminación,
menos excluyente que la previamente existente, pero excluyente al fin.
Solo que el Partido Comunista nunca se cuidó de decir que efectivamente
había discriminación y sinceramente proclamó que dejaba fuera a todos
los enemigos de la patria, la revolución y el socialismo. Pero la
Iglesia está obligada a decir que sus puertas están abiertas para todos,
cuando en realidad solo lo están para tecnócratas, reformistas de bajos
tonos, funcionarios con exabruptos liberales y algunos exiliados
—regularmente católicos— que han sido "amnistiados" por diversas
razones. Con seguridad muchos de ellos con méritos suficientes para ser
parte de este debate, pero solo parte: la parte de quienes abogan por
una transición ordenada donde hay mucho de orden y muy poco de transición.
Repito, por convicción o por conveniencia.
Queda otra cuenta por sacar referida al costo que todo esto tiene para
la sociedad cubana.
Al final la Iglesia puede decir que usó una oportunidad para cambiar las
cosas, cuando las cosas inevitablemente cambien. Y que el fin —otra vez
Maquiavelo— justificó los medios. Pero a los cubanos nos va a quedar una
sociedad con una Iglesia erigida en árbitro más allá de las cuestiones
de la fe. Y cuando eso sucede —observen al respecto más de una
experiencia latinoamericana— el precio lo pagan todos los que están
fuera de los dogmas discriminatorios de la institución.
Es por ello que aun cuando creo entender la justeza de la idea de que la
manifestación religiosa no puede limitarse al ámbito privado, me
preocupa la imagen de las iglesias —católica, protestante o de cualquier
denominación— invadiendo el espacio público. Y me aterroriza que lo
hagan sin contrapartes autónomas permitidas en virtud de este peculiar
concordato que será bendecido en marzo por Ratzinger, un papa muy
controvertido que se mueve en la escena pública con la furia de un
inquisidor y la acrimonia de un plantígrado.
Creo que una virtud innegable de la sociedad cubana —republicana y
revolucionaria— ha sido su laicismo. Ello ha potenciado un pensamiento
liberal auténtico que al entroncar con nuestra mentalidad caribeña ha
potenciado una sicología social hedonista, librepensadora y aperturista,
liberadora de las subjetividades. En ella radica nuestra principal
virtud como sociedad.
Una virtud que debemos conservar a cualquier precio frente a todas las
tentaciones, profanas y divinas.
http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/el-precio-de-un-peculiar-concordato-273688
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