En el último año, el presidente cubano ha liderado un verdadero revolcón
económico que inevitablemente está cambiando la esencia del país. Un
recorrido por la isla hoy, luego de 53 años de revolución.
"¿Tú quieres saber lo que está sucediendo hoy en Cuba?", pregunta el
taxista frunciendo el ceño, con ese acento caribeño y sonoro de los
cubanos. Pero también con un dejo de indignación. De desesperanza. De
desdicha. "Cuba sigue siendo un país con dos monedas: una para sus
habitantes y otra para los turistas. En un país con dos monedas nunca se
podrá hablar de progreso... ni de igualdad". El hombre está conduciendo
por las calles del barrio Vedado, en La Habana. Es diciembre —época de
invierno según los isleños— y la temperatura no baja de 24 grados. El
taxista habla sin tapujos. Sin el miedo perpetuo con el que viven los
cubanos de ser escuchados, perseguidos, reprendidos, hasta en sus
propias casas. Quizá por eso el taxista reserva su discurso de
inconformidad —que aquí en Cuba sería tildado de "rebeldía" y
"oposición"— para el turista que jamás volverá a ver, para el visitante
que le pregunta si en estos seis años Raúl Castro les ha hecho la vida
más fácil, más llevadera.
"No", responde enfático, casi molesto. No. Así en las calles de La
Habana decenas de automóviles nuevos y lujosos le estén dando un aire de
modernidad a la isla que se había quedado detenida en enero de 1959,
tras el triunfo de la Revolución. No. Así en las esquinas del centro
histórico abunden los letreros que anuncian "Servicio de restaurante",
lo que unos años atrás era ilegal, motivo de encarcelamiento, porque era
la Cuba de Fidel Castro y en la Cuba del Comandante la economía privada
estaba prohibida. Hoy las leyes son otras. Un paquete de 313 medidas
para aliviar las finanzas del Estado, aprobado en abril pasado, le está
dando un viraje a la historia cubana.
El taxi se detiene en Centro Habana. El taxista dice: "Son 4 CUC.
Disfruten de Cuba", y arranca otra vez. Allí, frente al Capitolio, los
carros están estacionados en filas. Las marcas más modernas compiten
ahora con los legendarios Ford, Chevrolet y Dodge de los años cincuenta
y sesenta. Las postales sepia empiezan a desaparecer. En las callecitas
empedradas que atraviesan el centro se exhiben artesanías, copias
baratas del libro Cien horas con Fidel (la memorable entrevista de
Ignacio Ramonet), el rostro del Che Guevara en postales y cuadros y
camisetas. Hay restaurantes. Muchos. Exponen su menú a la entrada.
Prometen que en unos minutos llegarán los músicos con su salsa y su son,
y quizá también haya bailarines. Este escenario de tanto comercio, de
tantos meseros vociferando el menú del día y la oferta del plato con
langosta, es nuevo. Es la mano de Raúl.
Aquí interrumpiría el taxista para aclarar que estas medidas sí han
beneficiado a unos, pero han acentuado el mal de la mayoría. Sí, se
permitió la creación de nuevas empresas, la compra y venta de carros
modernos (antes, sólo los vehículos anteriores a 1959 podían ser
negociados) y de casas, el acceso a créditos bancarios, y se publicó un
listado de 178 actividades autorizadas para los nuevos emprendedores.
Sí, se trata de una reforma económica histórica, pero al taxista y a
otros miles de cubanos los tiene sin cuidado. A ellos, en poco o en nada
los afecta. Guillermo Fariñas, reconocido disidente de la isla, se lo
explicó así recientemente a un diario peruano: "Los funcionarios del
Gobierno, los artistas y los que reciben remesas del exterior son los
que pueden comprar celulares, casas o carros. El resto de la población
tiene que robar o mendigar para subsistir".
Un revolcón económico que no toca al taxista, quien reniega porque en su
país los isleños están condenados a sobrevivir con pesos cubanos,
mientras en los mercados les exigen CUC (el peso convertible que manejan
los turistas y que es 25 veces más costoso que el peso cubano) para
comprar alimentos de calidad, implementos de aseo, ropa fina. Ni a los
cientos de habitantes de la isla que, entusiastas, se abalanzaron a
pedir licencias para crear sus propios negocios, o para trabajar, pero
no pudieron con el peso de los impuestos (creados también recientemente)
y en pocos meses tuvieron que devolver los permisos que les habían
otorgado. Esa es la historia de doña Manuela.
Doña Manuela arrienda tres habitaciones para turistas en su casona
amarilla de Trinidad (ciudad a 300 kilómetros de La Habana). En el patio
interno de su casa, un día de diciembre, la señora Manuela se queja de
que el turismo ha estado "flojo". Cuenta que cada mes debe pagarle al
Gobierno 200 CUC (cerca de $400 mil) por el permiso para trabajar, sin
importar si ha alojado o no a algún turista. Dice, con resignación, que
ya en ocasiones anteriores ha tenido que devolver la licencia. Si este
diciembre no mejora, correrá la misma suerte. Se retira luego a la
cocina y vuelve con la comida preparada por ella y por su yerno (el
yerno que tiene la esperanza de que este 2012 el Gobierno sí aprobará la
reforma migratoria que les permitirá a los cubanos salir del país sin
previa autorización). También tiene permiso para prestarle servicio de
alimentación a sus huéspedes. Unos pesos que suman.
Desde abril, Raúl Castro es el blanco de las críticas. Las del pueblo,
que han provocado una respuesta con mano dura del Estado ("para evitar
el estallido social el régimen ha intensificado la represión contra los
disidentes", se afirmó recientemente en un artículo de la prensa
internacional). Y las de los comunistas más radicales, que sostienen que
en manos de Fidel el sector privado nunca hubiera revivido. Raúl Castro
se defiende: dice que estas medidas no deben ser interpretadas como
"reformas" sino como "actualizaciones". Argumenta que "las ideas de
Fidel están presentes en cada uno de los lineamientos propuestos".
En el fondo —coinciden los estudiosos de la historia cubana— lo que
busca Raúl Castro es remendar los vacíos que ha dejado la revolución
liderada por su hermano: una economía débil, una agricultura marchita,
una pobreza que se extiende como plaga. Hay quienes defienden que era la
única alternativa para salvar a la isla de la ruina, del colapso
financiero; la única manera de fortalecer el turismo, la segunda
actividad económica del país después de la venta de servicios
profesionales (las nuevas licencias para la creación de restaurantes y
para que los isleños puedan arrendarles a los turistas más de una
habitación, tienen ese propósito). Las cifras oficiales también dicen
que las medidas han empezado a dar sus frutos: los trabajadores privados
se duplicaron desde octubre de 2010 y hoy suman casi 360 mil (en un país
de 11,2 millones de habitantes).
Los viejos carros, que antes se paseaban por las calles de La Habana con
toda la naturalidad, se convertirán en una atracción exclusiva, costosa.
Ya está sucediendo. Frente al histórico Hotel Nacional, un cubano
vestido de lino blanco y sombrero, de una elegancia que resulta incómoda
en este calor, exhibe su automóvil antiguo. Rosado. Recién brillado.
Reluciente. Explica que en su carro —que seguramente utilizaba unos años
atrás como taxi para hacer carreras por la mitad del precio de lo que
cobraban los legales— hoy un recorrido cuesta 50 CUC ($100.000). Ni un
peso menos. Y así como él, otros tantos cubanos ya están empezando a
vivir de la nostalgia de la isla.
Por: CAROLINA GUTIÉRREZ TORRES cgutierrez@elespectador.com |
elespectador.com
http://m.elespectador.com/impreso/internacional/articulo-320020-cuba-de-raul-castro
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