La Habana de un Infante en nada difunto
Tras leer 'Cuerpos divinos', obra póstuma de su amigo Guillermo Cabrera
Infante, el escritor Juan Goytisolo recuerda las vivencias de los
primeros años en La Habana castrista. Y lo cuenta en este artículo para
EL PAÍS
JUAN GOYTISOLO 25/04/2010
En 1960 recibí en París dos visitas, primero la de Carlos Franqui,
director del diario Revolución, órgano oficial del Movimiento del 26 de
Julio, y luego la de Guillermo Cabrera Infante, responsable de Lunes, su
excelente magacín literario, que, de regreso de un viaje a la URSS, no
parecía muy encantado por cuanto había visto y oído. Ambos me
propusieron una invitación a Cuba, con cuya Revolución me identificaba
con entusiasmo. El viaje se demoró un año y, a mi llegada a La Habana a
primeros de diciembre de 1961, me encontré con la sorpresa de que el
magacín de Guillermo había sido clausurado. Junto a la polémica
suscitada por la prohibición del documental P.M de su hermano Sabá y el
fotógrafo Orlando Jiménez Leal y la histórica reunión de los escritores
y artistas cubanos en la Biblioteca Nacional, en la que Fidel Castro
expuso su concepción de la nueva literatura revolucionaria, habían
sucedido episodios inquietantes; la famosa redada de las Tres Pes
(prostitutas, proxenetas y pederastas o "pájaros") de la que fue víctima
Virgilio Piñera, y la infiltración del Consejo Nacional de Cultura y
otros organismos oficiales por miembros del viejo aparato del PC,
episodios de los que no tardé en enterarme por Franqui, Guillermo y el
cineasta Néstor Almendros. Pero nada de eso menguó mi fervor por una
Revolución apoyada entonces por la inmensa mayoría de los cubanos. Fruto
de ello fue el reportaje Pueblo en marcha publicado primero en la isla y
luego en París por la Librería Española de Antonio Soriano y cuyo valor
más seguro es sin duda la reproducción fonética de la sabrosa habla
popular cubana.
El segundo viaje fue motivado por la crisis de los cohetes y la
confrontación Kennedy-Kruschev que estuvo a punto de provocar una
tercera y mortífera guerra mundial. Con idéntico entusiasmo al de
Guillermo, cuando a fines de 1958 quiso unirse a la guerrilla de Sierra
Maestra, me embarqué en el primer avión rompebloqueo -¡vía Praga e
Islandia!- con el propósito de entrevistar a Fidel Castro para el
semanario francés L'Express, cuyo jefe de redacción era mi amigo Jean
Daniel (entrevista que no pudo realizarse por un obstáculo tan
imprevisible como ridículo, mi alergia mortal al vinagre; en una granja
experimental a la que me condujo Franqui, el Líder Máximo me llevó
amistosamente del brazo a la cava en la que aquél fermentaba y tuve que
huir por pies, medio asfixiado por el ácido acético de la atroz caverna,
y el Comandante lo tomó como un desaire a su grandiosa labor de
ingeniería agrícola).
De la infiltración por la URSS de todo el aparato revolucionario cubano
tuve una prueba concreta poco antes de esta segunda visita. La
recepcionista de la embajada en París, según me confió Martha Frayde, a
la sazón representante de Cuba en la Unesco, era nada menos que Caridad
Mercader, madre de Ramón, el asesino de Trotsky, y en previsión al
escándalo de su probable descubrimiento por la prensa francesa, me rogó
que informara del hecho al ministro de Asuntos Exteriores Raúl Roa, cosa
que hice nada más aterrizar en la isla. Manifiestamente, Roa no estaba
al corriente de ello y Caridad Mercader regresó discretamente a Cuba.
La tensión provocada por la confrontación americano-soviética y la
retirada posterior de los misiles ("Nikita, mariquita, lo que se da no
se quita", coreaba la gente), tensión palpable pese a la dulzura del
otoño habanero, me indujo impulsivamente a vestir durante una noche el
uniforme verde olivo e ir de guardia con mis colegas Lisandro Otero,
Edmundo Desnoes y Ambrosio Fornet a la base militar cercana a Rancho
Boyeros, en donde supuestamente se almacenaban las ojivas nucleares
soviéticas. Pero las cosas ya no eran tan claras para mí como en el año
anterior: Guillermo estaba en Bruselas como agregado cultural; Franqui y
su periódico soportaban una creciente marginación y, aun en la
intimidad, Carlos se expresaba con cautela; Néstor Almendros vivía un
segundo exilio en París, en donde le procuré clases de español para
subsistir antes de que fuera descubierto por cineastas de la talla de
Truffaut, Rohmer y Barbet Schroeder; y mis amigos -Walterio Carbonell,
Calvert Casey, Virgilio Piñera... -permanecían en el limbo de un exilio
interior, antes de ser barridos por el vendaval de la historia.
Aquellas semanas inolvidables frecuenté sobre todo a Titón, es decir,
Tomás Gutiérrez Alea, viejo militante con Guillermo de la causa
antibatistiana, para quien escribí un relato titulado Pausa en otoño,
con miras a convertirlo en el guión de una película que él dirigiría. La
melancolía del texto, ambientado en esos días cargados de amenazas,
carecía de contenido político y no gustó al ICAIC (Instituto Cubano de
Artes e Industrias Cinematográficas), pese a que su presidente, Alfredo
Guevara, echaba entonces un pulso con la vieja guardia del PC de Blas
Roca a propósito de la proyección de Accattone y La dolce vita (pero
contaba, me dijo cuando fui a visitarle, con la protección, jamás
desmentida, de Raúl Castro).
Evoco todo esto para explicar la fuerte impresión de la lectura de
Cuerpos divinos en mis recuerdos de hace medio siglo. Tres años después
del presente narrado, conocí a todos o casi todos los personajes
mencionados en él. No sólo a las grandes figuras de la literatura, la
historiografía y el arte (Lezama Lima, Carpentier, Fernando Ortiz,
Wifredo Lam) o del cine y el periodismo (Gutiérrez Alea, René Jordán,
Korda, Jesse Fernández), sino también a los escritores jóvenes agrupados
primero en torno al desaparecido magacín de Guillermo y luego en Casa de
las Américas (Heberto Padilla, Calvert Casey, Edmundo Desnoes, Pablo
Armando Fernández, Antón Arrufat), así como a los burócratas del momento
(Edith García Buchaca, Alfredo Guevara, Haydée Santamaría) y a quienes
no tardarían en serlo (Roberto Fernández Retamar, el "Retama" del libro).
La Habana en 1961 seguía siendo en apariencia la retratada
magistralmente en Cuerpos divinos, como en las demás obras de Guillermo.
Pude escuchar de viva voz al gran Beny Moré, pero no a Celia Cruz, que
ya se había exiliado. Elena Burke era la reina indiscutible del feeling.
Las discotecas y bares con vitrola citados en el libro existían aún. En
mis correrías de tenaz rompesuelas por el puerto y La Habana Vieja
frecuenté sobre todo la taberna San Román y los barecitos de Jesús
María, calle que evocaba para mí la canción memorizada en la niñez:
"¡Ay, mamá Inés / ay mamá Inés / todos los negros / tomamos café". En
uno de sus locales, las militantes de los Comités de Defensa de la
Revolución inscribían a las prostitutas en los cursos de alfabetización.
En otro, el bar Mi Amor, solía beber cubalibres con el dueño, un fornido
mulato de ojos claros, en compañía de la bellísima actriz Bertina
Acevedo, amiga de Gutiérrez Alea y mi fugaz pareja femenina de la época.
Los plantes ñáñigos y ceremonias de santería en honor de las divinidades
orishás descritos en Cuerpos divinos me atraían tanto como a Guillermo.
Los dos éramos lectores de Lydia Cabrera y nos fascinaban los diablitos
danzantes, los misterios del cuarto fambá, los sacrificios rituales de
gallos, la espontaneidad de una religiosidad popular a mil leguas de la
desaborida y hueca liturgia católica. Bastaba tomar una de las lanchitas
que unían el muelle habanero con Regla y Guanabacoa para desembarcar en
un mundo arraigado en la isla desde los tiempos de la colonia y que,
como comprobaría en 1967, sería condenado de nuevo, como en aquélla, a
la marginación y la clandestinidad en nombre de la pureza ideológica,
aunque su suerte la selló en 1971 el Congreso Nacional de Educación y
Cultura al calificar a las religiones africanas de "semillero de
delincuentes". Por fortuna, dicha persecución, atribuida a los excesos
de la "década ominosa", cesó a mediados de los ochenta y las divinidades
africanas reciben hoy las ofrendas de una población mayoritariamente
mulata y negra, ansiosa de un refugio en el que guarecerse de las
dificultades sin horizonte de la vida diaria.
Me gustaría demorarme en los personajes del libro devorados por la
Revolución, con alguno de los cuales me crucé, pero que todos ellos
suenan familiarmente en mis oídos: el comandante Alberto Mora, dirigente
del diezmado Directorio Revolucionario, famoso por el frustrado asalto
al palacio presidencial de Batista y al que la protección del Che salvó
temporalmente la vida (Mora se suicidó años más tarde, como refiere
Cabrera Infante en Mea Cuba); el embajador Gustavo Arcos, compañero de
lucha de Fidel, condenado después a largos años de cárcel por no entonar
una contrita retractación pública; los que lo sacrificaron todo a la
lucha antibatistiana y acabaron sus días como apestados sociales o en la
melancolía del destierro.
A las semblanzas un tanto apresuradas del Che, Fidel (a quien Cabrera
Infante acompañó durante su visita a Nueva York en 1959 y en su gira por
Hispanoamérica) y de otros dirigentes revolucionarios, prefiero, por su
precisión genial, la que traza de Hemingway, laureado ya con el Nobel y
en perpetua representación de su genio y figura (yo lo conocería meses
después con Monique Lange y Florence Malraux, en Málaga, París y ArIes,
como relato en En los reinos de taifa, y puedo confirmar sus dotes de
retratista): "un hombre grande, colorado como un camarón cocido, que
caminaba vestido como un turista, usando zapatos bajos pero no
sandalias, (...) los largos calcetines hacían de sus piernas un mazacote
de músculos con las pantorrillas boludas y protuberantes. Llevaba una
suerte de pulóver suelto y listado, como si fuera mitad hombre y mitad
cebra. No usaba barba y su cabeza se veía enorme". La escena del
encuentro muy poco casual con él en el Floridita en compañía de Lisandro
Otero (a quien llamaba en la intimidad Risandro Otelo por sus
desmesurados celos: en una velada en casa de Franqui en la que bebí más
de la cuenta había apoyado mi mano en el hombro desnudo de su realmente
hermosa mujer y él la retiró con un farfullado "no me la gastes" que
corrió de boca en boca hasta llegar a oídos de Guillermo en Bruselas),
es tan jocosa como significativa e introduce muy bien el mundo del
escritor convertido voluntariamente en estatua animada de sí mismo,
mundo expuesto después en el cuadro de Finca Vigía y, por fin, durante
el rodaje del filme sobre El viejo y el mar, en medio de su corte de
famosas y de servidores, con sus desplantes y groserías. "Me
sorprendió", dice el autor de Cuerpos divinos, "que supiera tan poco el
español, que su acento americano fuera tan espeso, que la voz se hiciera
grave con la pastosidad de la mala pronunciación". En las cartas que
escribió a Monique Lange empleaba en efecto una especie de esperanto
trilingüe y sus frases en castellano estaban plagadas de errores
sintácticos y faltas de ortografía.
Con todo, las mejores páginas del libro son las consagradas al amor por
las adolescentes y jóvenes bellezas cubanas. Con una delicadeza y
sabiduría artística raras, el autor desnuda sus cuerpos divinos sin caer
nunca en la ordinariez de las consabidas escenas de cama con que nos
agobian los malos novelistas y cineastas. El relato de sus relaciones
con Elena, con las dudas, retrocesos, pausas e inexplicables cambios de
humor de ésta, no tiene nada que envidiar al de Nabokov. La fascinadora
Lolita isleña resucita viva y muy viva por obra de la magia del
escritor. Con pluma certera, Cabrera Infante nos invita a seguir las
vicisitudes y vericuetos de la relación entre ambos, los amores y
desamores de ella: esa indiferencia suya al mundo real digna del
Mersault de Camus. Tras el distanciamiento recíproco, la nueva pasión
del entonces crítico de cine de Carteles -tal era el oficio de Cabrera
Infante antes de su entrada en el diario Revolución -se vuelca en la que
ya para siempre sería su compañera. El recorrido con Ella, así la llama,
por los bares, clubes y hoteles de El Vedado, traza una incentiva
cartografía nocturna pronto sepulta por el purificador torrente de lava
del nuevo orden moral.
Como en Tres tristes tigres y en La Habana para un Infante difunto,
Guillermo convierte la capital cubana en un ámbito literario de realidad
perenne, en una crónica minuciosa de la que fue hace medio siglo, que no
envejece ni envejecerá. Como dije hace un par de años al comandante
William Gálvez -uno de los héroes del Granma durante una imprevista y
corta visita suya a Marraquech, en respuesta a su afirmación de que
Cabrera Infante "no era cubano", no hay escritor que lo sea más que él.
La Habana y Guillermo son ya indisociables. Los vencedores se truecan
siempre en fiscales de la historia, pero no estoy muy convencido de que
ésta les absuelva, como sinceramente creían hace cincuenta y tantos años.
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