Identidad y embargo
ANDRES REYNALDO
Winston Churchill decía que uno siempre podía contar con que los
americanos harían lo correcto... después de haber intentado todo lo
demás. En el caso de las relaciones con Cuba, ya es hora. Ambas naciones
tienen que reinventar su versión del otro. Para Estados Unidos es una
cuestión de coherencia. Para Cuba, de supervivencia. Y Washington se
puede dar el lujo de hacerlo antes que La Habana.
Según parece, la administración de Barack Obama favorecerá una política
exterior de aproximación preventiva hacia sus enemigos. Remedio simple y
eficaz. Antes de enviar a la caballería, se agotan las posibilidades de
negociación. En ese ejercicio, el poderoso nunca pierde, pues cuando no
consigue la paz adquiere legitimidad para la guerra. En estos momentos,
Raúl Castro quiere negociarlo todo; y no me extrañaría que incluso fuera
capaz de poner sobre la mesa el cadáver de Fidel. Si es que el cadáver
de Fidel todavía vale algo.
Más allá de las consignas, la elite gobernante cubana transpira
inseguridad, confusión y horror al vacío. Técnicamente, Fidel no ha
muerto. Pero ha desaparecido el mundo que le permitía instrumentar su
influencia nacional e internacional. El chavismo, en el fondo, certifica
la defunción del castrismo. Habla su lengua pero camina con otras
piernas. El factor de cohesión de esa elite es su renuencia a ceder el
poder. Su control absoluto de la sociedad le asegura que no va a ser
modificada por la actual oposición interna ni el exilio. En rigor, su
gestión de gobierno consiste básicamente en desarticular las condiciones
que pudieran generar protestas populares. Entonces, puesto que no se
aprecia en el horizonte ninguna fuerza capaz de destruirla (y lamento
que no la haya), la razón política obliga a preguntar si pudiera ser
transformada.
Aquí tropezamos con una contradicción. Esa elite comprende que debe
transformarse para sobrevivir y que, a su vez, esa transformación
implica su desaparición, aunque sea más tarde que temprano. Una fórmula
perfecta para la parálisis. En ese contexto, Washington puede impartir
una nueva dinámica con la devolución de la Base Naval de Guantánamo y el
levantamiento unilateral e incondicional del embargo, así como de las
restricciones de viaje y comunicación entre ambos países. En suma,
inhibirse de la ecuación inmovilista y dejar a los jerarcas cubanos sin
su mejor coartada histórica.
Se equivoca quien crea que una normalización de las relaciones traerá la
libertad de la isla. Probablemente, al mostrar el levantamiento del
embargo como una victoria política, la dictadura consiga recobrar por un
tiempo una parte de su perdido prestigio. Pero, por primera vez en 106
años, los cubanos de allá y de aquí, castristas y anticastristas,
demócratas y antidemócratas, nos quedaremos con todo el peso de nuestro
destino en las manos. A ver a cómo tocamos cuando no tengamos a nadie
para echarle la culpa de nuestros males ni la responsabilidad de nuestra
salvación.
A lo largo del siglo XX, el proceso de nuestra construcción nacional
estuvo enajenado por la intervención norteamericana en la guerra contra
España, después de haber saboteado durante décadas la gestión
autonomista e independentista, así como por la sumisión incondicional de
nuestra soberanía republicana a Estados Unidos y luego, peor, a la Unión
Soviética. Nuestro discurso nacionalista acusa las taras de un país que
no ha tenido la ocasión de mirarse tal como es, a la luz de su cruda y
solitaria verdad. El castrismo no es la consecuencia de nuestro fracaso
social y económico (que bastante bien nos iba al respecto en 1959) sino
de nuestras deficiencias de identidad, de la imposibilidad (muy africana
y muy española) de reconocer nuestra diversidad en un proyecto común.
En el marco de una negociación con las autoridades cubanas, los
norteamericanos pudieran lograr la liberación de los presos políticos y
una mejoría (no mucho más que una mejoría) en el respeto a los derechos
humanos. Es todo lo que puede hacerse, y debe hacerse. Lo demás depende
de nosotros mismos. La democracia no puede imponerse a la fuerza. Y los
cubanos la hemos rechazado más de una vez a la fuerza. Algún día, Cuba
ha de cabalgar sobre sus ruinas. Washington no tiene por qué tomarnos de
las bridas. Pero nos haría un gran favor si retirara un par de obstáculos.
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