Cosecha roja
ALEJANDRO RIOS
Luego de afirmar que ofender a Fidel Castro era recriminar a Cuba, en el
momento más oscuro de su enfermedad, dicen que Tomás Gutiérrez Alea
blasfemaba contra el dictador que lo mantuvo en vilo durante buena parte
de su destacada carrera cinematográfica, incluso después de muerto.
Se acerca la efemérides de medio siglo de miedo y desplantes con
intelectuales y artistas cubanos. El hombre que ahora convalece de no se
sabe qué enfermedad, ha sido y es indiferentemente despiadado con los
representantes de la cultura cubana y casi nadie, incluso los que
escaparon al exilio, han podido esquivar su oscuro sortilegio.
José Lezama Lima y Raúl Hernández Novás, dos poetas insaciables, penaron
por una buena comida hasta los momentos finales de su vida, mientras los
miembros de la nomenclatura recibían, durante la prohibida Navidad, unas
cestas abundantes en productos españoles y otros manjares.
El maestro de Trocadero 162 le habló de añoradas croquetas a Julio
Cortázar, quien sin ver- güenza y olvido siguió apoyando al castrismo,
en lo que su amigo debía sufrir la violación de su correspondencia
privada y el acoso de un médico y un mediocre editor que lo vejaba
tratando de enmendarle la plana, ambos comisionados a la infausta tarea
por la policía política. Murió reivindicando oxígeno en la sala de un
hospital y su obituario fue despachado en la prensa oficial con
deleznables palabras.
Novás terminó descerrajándose un tiro en la sien con un revólver antiguo
y oxidado después de simular infames almuerzos como empleado de Casa de
las Américas en la cercana sede del Instituto de Turismo, donde le
correspondía por orientaciones burocráticas. Ni sus ejemplares versos
pudieron evitar que naufragara en el mar proceloso de una sociedad
soliviantada que su sensibilidad se resistía a entender.
El susto le fue horadando el corazón a Virgilio Piñera. Desandaba las
calles del Vedado, jaba en ristre, cual personaje de su teatro, buscando
cómo paliar sus frugales necesidades alimentarias. Escribía y guardaba
en la gaveta que luego los personeros del Ministerio del Interior
violaban a su antojo. El sueldo lo percibía traduciendo del francés y el
director del Instituto del Libro, junto a otros escritores, se mofaban
cruelmente de su deferencia gálica.
El espíritu burlón de René Ariza todavía nos alerta sobre el Castro que
todos los cubanos llevamos dentro. El lo aprendió the hard way, cuando
terminó en un calabozo con presos comunes por su narrativa irreverente y
sarcástica donde el dictador era objeto de escarnio. Cuando el
vanguardista movimiento teatral cubano fue parametrado y hecho añicos
por exceso de sospechosos y afeminados, los colegas de Ariza deambulaban
a la deriva, con el terror inminente de ser encausados sin culpa alguna.
Olga Andreu voló como un ave antes de estrellarse en el pavimento. Ya no
soportó tanta ignominia porque Heberto Padilla se la había jugado,
conjugando los más infidentes verbos en su poesía y lo hicieron olvidar
el tiempo y su propia persona en las mazmorras de la Seguridad del
Estado. El circo que le dispensaron a torturadores de la dictadura
precedente lo reeditaron con el poeta y sus amigos, en ronda de mutuas
acusaciones, para disfrute del morbo de Fidel Castro, quien desconfía
totalmente de la integridad de los intelectuales y disfruta la
humillación de sus enemigos.
Reinaldo Arenas fue un desconcierto desde el comienzo. Pensaron que no
había guajiros homosexuales y mucho menos que contaran sus desvaríos. Lo
acorralaron y le dieron caza como un animal. Cortaron por lo sano para
evitar el contagio. Le colgaron el sambenito de la pederastia y lo
encerraron en una celda de castigo de una vieja fortaleza colonial. No
pudieron doblegarlo. Le removieron todas sus musas y diablos. Lo
eternizaron con tanta malevolencia. Al quitarse la vida culpó a Fidel
Castro de su liberación.
El influyente tío no fue en su ayuda cuando cayó en desgracia. Nicolás
Guillén Landrián era director de cine a destiempo. Pensó que haciendo
malabares con la imagen y el sonido podía obnubilar a la torpe censura
para meter de contrabando su inconformidad con el status quo. Un enfant
terrible que cruzó varias veces la barrera de lo permisible y fue parado
en seco con una temporada a la sombra y una tanda de electroshocks para
amortiguar su ingenio insolente.
He aquí parte de la cosecha roja de cincuenta años de revolución. La
vida de los otros que un día se abrirá como un gran archivo secreto para
revelar los trasiegos de un despotismo cruento todavía agradable al
paladar de cierta inconsciencia mundana.
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