El fraude de una conservación
Trinidad es una suerte de vieja maquillada para el turismo barato, donde
la economía de subsistencia ha desordenado hasta las tradiciones.
Vicente Echerri, Nueva York | 13/10/2008
A la izquierda, la ermita de la Candelaria (la Popa), cuya calzada de
ladrillos fue construida hacia 1850, en una foto de los años treinta. A
la derecha, tal como se encuentra al presente. Del templo sólo queda la
pared frontal con la espadaña. La calzada no es más que un agujereado
terraplén.
Cuando a fines de 1988, la UNESCO le otorgó al centro histórico de
Trinidad el estatus de Patrimonio de la Humanidad, muchos creyeron que
no sólo se trataba del reconocimiento por el organismo internacional de
uno de los conjuntos arquitectónicos coloniales más extensos de América,
y particularmente del Caribe, sino que significaba también el arranque
de una política que serviría para contener y revertir un proceso de
decadencia que no había hecho más que acentuarse en los tres decenios
que llevaba entonces el régimen castrista en el poder.
Sin embargo, en los veinte años transcurridos desde entonces, el
espaldarazo de la UNESCO apenas si ha servido para remozar poco más de
un par de docenas de casas históricas, arreglar el empedrado de ciertas
calles y mejorar, con algunos hoteles de mediana capacidad y confort, la
infraestructura turística; mientras el abandono y la ruina, que han
distinguido a la sociedad cubana contemporánea, no han hecho una
excepción de Trinidad ni de muchos de sus edificios.
A esto hay que añadir el caos de la planificación estatal, la mezquindad
de las asignaciones oficiales, el incumplimiento de las ordenanzas
públicas en materia de preservación y reconstrucción —forzado sin duda
por el colapso económico del país—, la adulteración deliberada —so
pretexto de conservarlas— de hábitos de vida locales y la corrupción
general como sustrato, marco y trasfondo de este escenario, donde los
estragos visibles no pueden atribuirse, casi sin excepciones, a ninguna
calamidad natural.
El resultado neto es una suerte de vieja maquillada: un cascarón pintado
de colores atroces para consumo de un turismo barato, donde no puede
ocultarse, a menos que la cámara sea selectiva o cómplice, el abandono
en que se encuentran grandes segmentos de la ciudad, las precarias
adaptaciones producto de una economía de subsistencia y la reinvención,
con fines de lucro inmediato, de tradiciones y costumbres.
El conjunto es un gigantesco fraude cultural a medio camino entre un
zoco marroquí y una aldea Potemkim, sin la elegancia coreográfica del
ballet ruso.
De la evolución lenta al tiempo congelado
Cuando nací en Trinidad en 1948, la ciudad era pobre y había sufrido una
decadencia de más de medio siglo; pero su lenta evolución en el siglo XX
había sido noble y orgánica. Casi todas las familias que vivían en las
viejas casonas las conservaban con bastante decoro, y las viviendas más
notables que se levantaron en las primeras décadas de la República
respetaron las líneas de un discreto eclecticismo que podía clasificarse
cómodamente como neocolonial.
La conciencia de la conservación del patrimonio local, que precede a una
apreciable revitalización económica en la década del cincuenta, impide
la demolición y frena el expolio. La ciudad empieza a salir entonces de
su prolongada hibernación. Sus habitantes aspiran a incorporarse a la
modernidad sin renunciar a su legado histórico.
Por una parte, rehúsan convertirse en un parque temático —al estilo de
la aldea virginiana de Williamsburg—, congelados en el siglo XIX para
beneficio de los turistas (idea que se discutió en esos años y que ahora
se ha intentado a medias y de manera pobretona); y, por la otra, quieren
que lo nuevo se injerte naturalmente en lo heredado. Desean llevar vidas
normales en abierta promiscuidad con el pasado, sin renunciar por ello
al progreso, de la misma manera que guardan automóviles en sus viejas
cocheras.
Este resurgir económico de Trinidad se desacelera y termina por
paralizarse, como el del resto del país, con la llegada de la
revolución. El ingreso en la intemporalidad totalitaria no sólo vuelve a
congelar el tiempo de la ciudad, sino que apresura dramáticamente su
desnaturalización.
Empiezan a faltar muchas de las familias que han sido su soporte por
generaciones, y sus viviendas confiscadas se convierten en entidades
públicas o pasan a manos de otros particulares: unas y otros —gracias al
desplome de la economía y al control estatal de los recursos— descuidan
su mantenimiento, como descuidan, por serles ajenos, el acervo cultural
y las tradiciones artesanales. (Por ejemplo, con la liquidación de la
pequeña industria privada, desaparecen los pregones de las calles; así
como la doble sesión escolar y la llamada "escuela al campo" liquidarán
los pequeños conservatorios de piano, silenciando de paso otros de los
sonidos habituales de la ciudad).
Mientras muchos naturales se desarraigan, Trinidad se llena de extraños
que empiezan a reinventarse lo que no saben.
Para el tiempo en que llega el reconocimiento de la UNESCO, ya han
empezado, por iniciativa de algunos expertos, unas cuantas obras de
restauración que, si bien se proponen una minuciosa fidelidad, van
transformando a Trinidad en una vitrina sin alma. Se abren, en las casas
robadas, nuevos y superfluos museos, así como restaurantes y centros de
entretenimiento. La ciudad empieza a convertirse en un muestrario de
apariencias.
Cuando se crea, en 1997, la Oficina del Conservador, hay algún
entusiasmo por preservar lo que queda del pasado (cualquier desarrollo
genuino ya para entonces ni se contempla), pero apenas si existen los
recursos. En la actualidad, y pese a que Trinidad es un destino
turístico, el gobierno sólo reinvierte allí del 1,5% al 2% de lo que se
recauda. De ahí que, junto con las restauraciones, las cuales toman
muchos años y empiezan a deteriorarse tan pronto se terminan, la ciudad
se va llenando de ruinas. Algunos edificios emblemáticos, como el
Palacio Iznaga o la ermita de la Popa, parecen estar más allá de
cualquier salvación.
A pesar de la dedicación, la honestidad y el saber de un grupo de
especialistas —que ha puesto lo mejor de sí en este empeño—, la
conservación del patrimonio cultural de Trinidad, en sentido global, es
una escandalosa mentira, acorde con la naturaleza fraudulenta de la
revolución cubana, e igualmente minada por la incompetencia y envilecida
por la corrupción (latrocinio, favoritismo, sobornos, etc.) de los
funcionarios públicos y su clientela.
Las víctimas son la ciudad —su historia viva— y, desde luego, todos los
que, lejos o cerca, aún la tenemos como parte de nuestra realidad y
nuestros sueños.
http://www.cubaencuentro.com/es/cuba/articulos/el-fraude-de-una-conservacion-122283
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