2007-10-27.
Jose Vilasuso
"El buen revolucionario debe estar permanentemente listo a prestar el
servicio que se le exija." Ernesto Guevara Serna.
A Ignacio Ramonet.
La Cabaña, Enero de 1959.
Aquella mañana Máximo apareció de improviso en la oficina. Había sido
estudiante en la Escuela de Ciencias Sociales en la Universidad de La
Habana, y alzado en el año 58 en Sierra del Cristal donde alcanzó grado
de teniente a las órdenes de Raúl Castro, comandante del Segundo Frente
Oriental Frank País.
Máximo era bajito, fortachón, de rostro pálido, achatado, ligeramente
picado como de acné o viruela, tenía un acortamiento en una pierna y se
alegró mucho al verme en la oficina del tribunal. Nos referimos a sus
peripecias en la loma a donde subió armado de un ladrillo y logró
arrebatarle el fusil San Cristóbal a un bisoño a quienes llamábamos
casquitos. La última vez que nos vimos en La Habana fue al pie del
Palacio de Aldama (Reina y Amistad) de allí partió hacia La Sierra.
Seguramente citamos los nombres de amigos y conocidos con los que
habríamos perdido el contacto dadas las tantas vicisitudes reinantes por
entonces. Al final:
"Bueno, ¿qué te trae por aquí".
"Chico, es que apenas entramos en Santiago me pusieron a dirigir
pelotones. Eso es del ca… Estuve unos cuantos días y no pude resistirlo.
Horrible, horrible. No lo quiero recordar. Yo consulté al capellán y me
tranquilizó un poco. Me dijo que esa era mi obligación y que no dependía
de mí… No sé, no sé, Pepe. Pedí mi traslado para La Habana, me lo
concedieron enseguida y cuando llego aquí mira pa' hí, me asignan lo
mismo, porque dicen que tengo la experiencia. Nadie se presta para esto,
es muy duro. Eh, mala suerte, cará. Para esta noche ya tengo dos
ejecuciones asignadas."
Me miraba fijamente, algo suplicante.
"¿Esta noche?"
"Sí; dos para esta noche."
"Ah, yo iré a verte". Dije sin mayor reflexión. Máximo permanecía
grave. Sin pensarlo por puro encono y contrayendo las facciones me increpó:
"Mira come… Tú no sabes lo que estás diciendo. Que no se te ocurra. Lo
vas a estar recordando durante años y años, toda tu vida. Te pesará. Eso
es algo espantoso, de madre… Nadie sabe lo que es el paredón. Uno se
vuelve una fiera; si no eres una fiera no sirves, te acoquinas y es
peor. Matar no es fácil, Pepe.
Mira, en los primeros momentos lo hacíamos comoquiera. Se les
sentenciaba como quiera, ahí mismo. Los traíamos y los poníamos delante
del pelotón. Ni poste para amarrarlos. Figúrate, la mayor parte de los
reclutas apenas sabían manejar las armas. Al ver lo que tenían delante
muchos se acobardaban y cuando se daba la orden de fuego no se atrevían
a apuntar directo, tiraban al aire o sin mirar.
Entonces el tipo recibía varios impactos no mortales que lo hacían
saltar dando gritos, algunos se revolcaban por el suelo echando sangre y
hasta se corrían dos o tres metros hacia un lado y el otro. Hubo uno que
se le echó encima al pelotón y los espantó, parecían gallinas. Yo
entonces dándome cuenta de lo que pasaba, tenía que acercármeles,
pegarle la pistola a la cabeza y gritar. "Miren pendejos, pa' que
aprendan". No te cuento cómo es eso de hacerle saltar los sesos a un
tipo, chico. No lo quiero recordar. No me deja dormir… no puedo, no puedo…
Eso no se me olvidará jamás. Es terrible, chico… terrible. La gente no
sabe de lo que hablan, hay que pasarlo… No vayas esta noche, co. Olvida
eso. No se resiste. No podrías comer carne en mucho tiempo. ¿Sabes cómo
quedan los cuartos de reses colgados en la carnicería? Los has visto,
¿verdad? Chorreando sangre. Eso parecen esos tipos."
I
A la mañana siguiente con aquellas palabras grabadas profundamente me
dirigí al paredón. Quería empaparme de las descripciones desde el
escenario mismo de los hechos. Era un costado de las gruesas murallas
que defienden la inmensa arquitectura medieval española. Su constructor
fue Juan Bautista Antonelli y la estructura arquitectónica es la misma
en El Morro, La Fuerza, La Punta, pero La Cabaña es el mayor y más
impresionante de todos los castillos. Las murallas están formadas por
cantos gruesos e inmensos con un espesor de metros; pese a la altura y
la brisa de la bahía los muros despiden una humedad impregnada desde
hace siglos. Bien examinado como baluarte militar se comprende que aún
hoy La Cabaña sería casi inexpugnables frente a artillería ligera.
En algunas zonas la separación entre los bordes y esquinas de los cantos
hace ranuras por donde en aquella época pululaban hongos y de vez en
cuando asomaba la cabecita una iguana pequeña, que se deslizaba a escape
con el rabo enrollado, de vivos colores. Siempre había contemplado estos
castillos como reliquia histórica.
Escenario de la patria donde fueron ejecutados tantos héroes en las
luchas por la independencia, el poeta Juan Clemente Zenea fue uno de
ellos. Del otro lado, en El Morro me había impresionado la reproducción
del garrote donde se ejecutó al general Narciso López; cincuenta de sus
soldados y oficiales seleccionados por sorteo también cayeron ante los
pelotones españoles.
Durante la Segunda Guerra Mundial allí se debió de ejecutar al espía
alemán Lunning. El lugar donde me encontraba estaba bastante cercano al
Foso de los Laureles, escenario mayor de toda la tragedia; nosotros
simplemente le llamábamos El Paredón. Esa tarde caminé despacio por toda
la explanada, aspirando el aire marino, observando y tratando de
reproducir mentalmente lo que casi todas las noches allí tenía lugar.
No era tan difícil imaginar algo que cualquiera ha visto en el cine o
leído en alguna novela o la prensa. De repente el camino más correcto
era comenzar a internalizarlo como cuestión propia en que me veía
involucrado. Todo aquello me tocaba de cerca. Pisar el lugar de los
fusilamientos era un remedo de testigo presencial. Pero más relevante
sería palpar el meollo de aquellas ejecuciones, en qué consistían; su
naturaleza, utilidad y causales.
De cara a los postes, al vuelo tomé la distancia que me separaba de los
mismos; pocos metros, y no menos pasos más adelante la línea en que se
colocaba el pelotón. Me les acerqué y toqué los maderos con las manos.
Eran pequeños y gruesos, menos de mis cinco ocho de altura. Me coloqué
delante en el puesto del reo y a mis espaldas cubriendo el nivel
comprendido desde el pecho a la cabeza, sobresalía una densa y larga
perforación de la muralla ligeramente blancuzca en lo más profundo de
las incontables huellas que la formaban.
Las perforaciones más hondas coincidían con mayor simetría con las
medidas superiores de los postes; exactamente a la medida de la cabeza,
hombros y pecho de un hombre de estatura normal. Por el suelo se regaban
abundantes casquillos de bala, por regarse casi a mis pies no podrían
ser residuos de las descargas de fusilería; sino de los tiros de gracia.
A los pies de cada poste, mezclados con la yerba, se ennegrecían los
charcos de sangre coagulada.
A partir de aquella vivencia mi sentir referente al proceso en que me
veía inmerso iría cobrando nuevos matices sostenidamente. Hasta el
instante no había deparado en la naturaleza profunda de aquellas
ejecuciones. La intensidad misma que un fusilamiento produce nos
arrastra insensiblemente a pasarlo por alto lo antes posible. Más bien
lo contemplamos como rutina, algo que sucede y vuelve a suceder sin
aquilatarse con mayor detenimiento.
Por entonces los cintillos de la prensa internacional censuraban con
acritud todo aquello sin que yo aún reparara en que necesariamente no
tenían que estar equivocados. Ahora por primera vez me sentí aludido,
los periódicos ofrecían una versión alterna de todo lo que tenía a mis
pies, de lo que hacía en aquel lugar, mi trabajo. Versión alterna que
-contrastantemente- no podría estar muy lejana a mi natural manera de
pensar y sentir. En el subconsciente brotó la posible comparación con el
proceso precedente, ¿seríamos nosotros los nuevos asesinos?
Mientras esta idea maduraba en mi conciencia me situaba cada vez más
distante de Mike, de Nuiry, e innumerables amigos uniformados de quienes
me consideraba solidario. No es fácil desligarse de personas por quienes
se siente simpatía y perderse luego en un mar desconocido donde no
pueden esperarse afectos sustitutos.
Frente al nuevo gobierno emergían fuerzas oscuras, reaccionarios y los
restos de la dictadura depuesta. Eran aquellos contra quienes mi
generación militaba y consideraba incompatibles. Nada les debíamos. Creo
que las preocupaciones, en mayor o menor grado, eran compartidas por un
número creciente de compañeros universitarios y colegas letrados.
Pensando y pensando al anochecer las nubes se oscurecían, y al día
siguiente amanecían ennegrecidas.
Pero la rutina en la fortaleza de La Cabaña no paraba. Las causas
llegaban al escritorio a intervalos más o menos prolongados. Por más que
me esmeré en estudiar cada una hasta el pormenor más insignificante, no
hallé elemento alguno indispensable de juicio para darle curso ante el
ministerio fiscal. Una tras otra apenas leídos unos cuantos folios se
caían por falta de pruebas; las engavetaba y allí quedaron. Sólo con el
tiempo supe que a Otto Meruelo, uno de los acusados a mi cargo, había
sido condenado a treinta años; del resto nada ha llegado a mis oídos. En
lo adelante otros aspectos del entorno diversificaban la continua atención.
Toda resistencia a darle curso a los casos tendría que ser objeto de
consideración por la superioridad. No se trataba de simples sospechas.
Estaba en el Ejército, ya se había anunciado que tendría que concurrir a
prácticas de tiro, me confeccionaban el uniforme, carnet de
identificación, pronto entraría en nómina con grado de subteniente.
Realidades que eran de esperarse, aunque prefería no anticipar
decisiones. Una cosa u otra, el ritmo de los acontecimientos no se
detendría, a punto estaban de adquirir mayor relieve y nuevos
compromisos ineludibles.
Asistí a varios juicios como mero espectador, uno de los acusados que
recuerdo con fuerte conmoción fue el coronel Luis Ricardo Grao. Lo vi
sentado frente al tribunal y el fiscal hacía alarde de sonora
verbosidad; los términos empleados destilaban una violencia repetitiva,
abrumadora. Grao lo miraba como de soslayo y dejó escapar una sonrisa de
incrédula ironía. Ignoro si caí en su ángulo visual pero experimenté mi
primer sentimiento de compasión hacia uno de los llamados esbirros.
Ante mis ojos un poder avasallante y omnímodo se cebaba en un ser
indefenso que luego de aquel martirio sería fusilado. Su suerte había
sido determinada de arriba, era vox populi. ¿Qué se sacaba con aquel
espectáculo? ¿Para qué aquellas acusaciones? Pensé en que la ejecución
pondría fin a una situación incalificable para cualquiera. Sin embargo,
¿qué sentido tendría privar de la vida a nadie sólo para salir del paso?
¿acaso la muerte de un reo que no era objeto de las garantías que
asisten a todos los de su clase, podría acallar los remordimientos de
tantos a su alrededor? Por otro lado, luego de Grao y para escuchar
idénticas diatribas ¿a quién le tocaría ocupar el mismo banquillo de
acusado?
No concurrí a su ejecución, cada mañana me bastaba con recoger las
impresiones de los militares que residían en la fortaleza. El caso fue
sonado. Luis Ricardo Grao murió de pie. Los seis plomos disparados a la
vez no lo pudieron derribar. Aquel estoicismo mostrado ante el tribunal
parece que lo acompañó ante el paredón. Quizás debió tratarse de una
humanidad capaz de asimilar por igual tanto la descarga de acusaciones y
denuestos, como los balazos de los fusiles. Mientras las voces de mando
dirigían el rastrillar, toma de puntería, y por fin ordenaron el fuego.
Grao lo absorbía todo con absoluta pasividad. Ni pizca de temor ni
prueba alguna de desafecto a los que le privaron de la existencia
terrenal. Parecía que el convencimiento de haber sido escogido como
chivo expiatorio, excluía de responsabilidades a los que pusieron fin a
sus días. Por ello luego de la descarga permaneció de pie, estático.
Estaría contemplándolos después de concluir la ejecución, aún vivo o
muerto. Permanecería en este mundo o ya habría traspasado el umbral de
la muerte. Tal vez esperaría pidiéndoles cuenta tanto a ellos como a los
que se confabularon con aquel tormento. Por la otra acera, el efecto de
su pasividad tuvo que ser imperecedero al menos entre los tiradores de
ojo más certero.
¿Pensarían que erraron los tiros? ¿Las balas no entraban? ¿Fue que
ejecutaban a un hombre tan fuerte, física o mentalmente? Grao estuvo de
pie por un tiempo como robado al minutero del reloj, nadie se movía, no
se sabía que hacer; hasta que presa de rabia, doloroso deber militar, o
el querer apartar de una vez la presencia de un hombre que ha superado a
la muerte, hizo al oficial a cargo de la ejecución sacar la pistola y
pegándosela a la sien disparar.
Grao no fue único. Casos insólitos se produjeron con frecuencia. La
sorpresa aguarda en el tránsito de esta vida a la otra. En ese instante
el tiempo se detiene, el paso es tan intenso que los testigos llegan a
creer que han transcurrido horas, noches enteras. Las fallas a la hora
de disparar a un hombre indefenso son más frecuentes de lo calculado.
Con mayor razón porque se trata de un hombre a quien no conoces y nada
te ha hecho.
Generalmente se espera que seis fusiles hagan blanco en los sitios
cruciales pecho, cuello, la cabeza. Pero tanto por el examen del cuerpo
exánime, como por la frecuencia con que los tiros de gracia no obedecían
a mera rutina, nos dábamos cuenta que a la hora de apretar el gatillo no
era raro desviar la dirección del disparo. Si morir es siempre
impredecible y único; matar no es menos único e impredecible. Toda
muerte es indescriptible, no tiene gemela y sus consecuencias imposibles
de descalificar. Es una responsabilidad que otros hombres no hemos eludido.
La flojera de los miembros del pelotón se convirtió en inconveniente
cada vez más patente. No solo para la generalidad de los casos con la
sentencia a cargo del tribunal; sino -excepcionalmente- por los vaivenes
especiales con que se decidía la suerte de algunos acusados. Se trataba
de decisiones personales "de arriba." Asunto ajeno al tribunal cuya
decisión se le debía comunicar al procesado personalmente. Entonces
¿quién le pondría el cascabel al gato?
El contratiempo mayor era la escasez de oficiales dispuestos a dirigir
los pelotones. Como Máximo con frecuencia se contaron no escasos casos.
Un hombre prueba el trago de sangre una, dos veces… luego se perturba,
el cargo de conciencia, huye, reniega de sí mismo. No son conjeturas. En
más de una cabeza cupo preguntarse: "si no aparecen voluntarios
suficientes, alguien tendrá que empuñar la pistola, ¿no te parece?"
"¿Quién, el Che? Pues que no se lo planteen, para él eso no es problema,
acuérdate de Eutimio Guerra: le puso la pistola en la nuca y pun. Para
darnos el ejemplo, mi hermano..."
II
Para estimular una mejor y eficiente prestación de estos servicios se
determinó un aumento de cobranza que inicialmente había ascendido a
quince pesos para los reclutas además de adquirir rango de combatiente.
A los oficiales les correspondían veinticinco, y reconocimiento a su
pericia conforme al menor número de tiros de gracia que tuvieran que
propinar al ejecutado.
Sin embargo, el anuncio de la buena nueva no obtuvo la respuesta
esperada. Los voluntarios seguían sin aparecer; excepto un oficial a
quien recuerdo solitario, silencioso, de espesa barba que le tapaba el
cuello, y ancho de espaldas, al menos es la imagen que guardo. Se
llamaba Herman Marks, oriundo de Estados Unidos, norteño, según se decía
exconvicto y prófugo de la justicia en su país. Lo tuve muy cerca, en
mesa contigua del comedor, nunca le quise hablar, y al parecer era
comunicativo; eso se decía. Se le señalaba como alguien que reunía
cualidades nada despreciables y hasta con cierto agradecimiento dada su
incondicional disposición a encarar deberes que otros rehuían.
Nunca olvidaré la noche en que tuvieron lugar siete cepillos. Fue la más
activa durante aquel período imborrable, pero no puedo precisar si los
aumentos de honorarios ya habrían sido efectivos. De todas maneras esa
noche Herman Marks estuvo de plácemes; al menos y por seguro cobró como
mínimo $175.00.
http://www.miscelaneasdecuba.net/web/article.asp?artID=12350
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