Salidas de emergencia
Jorge Olivera Castillo
LA HABANA, junio (www.cubanet.org) - No son tan inexpugnables los muros
de las prisiones de Cuba. Hay maneras de traspasarlos sin garrocha ni
otras maniobras que se elucubran entre insomnios, hambres, palizas y
altercados por cualquier asunto, regularmente banal y circunscrito a
esos mundos donde el instinto se revela como algo fatídico.
Las paredes amuralladas con sus alambres a prueba de dobleces intentan
desvanecer los proyectos de evasión. Es un pensamiento fijo en la
psiquis de cientos de reos. Apenas una fracción de casi el 1% de cubanos
que despiertan cada mañana con los barrotes en las pupilas, el ruido de
los cerrojos percutiendo en los bordes de los tímpanos y la voz de un
guardia confundiéndose con el trueno.
Según operaciones aritméticas realizadas bajo la luz de la objetividad,
cerca de 100 000 hombres y mujeres padecen el rigor del encierro. Son
números anclados en el olvido, piezas humanas que rebotan entre la vida
y la muerte.
No cumplen los edictos, empañan la marcialidad de los decretos. Por eso
el castigo, como una ráfaga de mordidas que llegan al hueso.
Son muchas las tácticas para dejar atrás esos universos donde se respira
el mismo aire que podría haber ahora mismo en una bóveda fúnebre o en
una escena, en tiempo real, de leones que despedazan a su víctima.
Es el olor que disipa el terror, el néctar de abusos flagrantes y
sistemáticos. No hace falta la exageración, ni trampas semánticas que
sirvan para cazar un mayor número de atenciones. Quien escribe viene de
allí. Conoce al detalle el manual de la sobrevivencia. El limo que paren
las humedades en pisos y paredes. Los bodrios del almuerzo y el mejunje
rancio servido a media tarde.
También puedo disertar de los recitales de bastonazos sobre espaldas y
cabezas. Tenían un sonido semejante a los que salen de los tambores
africanos utilizados en las celebraciones folklóricas. Fui, gracias a
Dios, espectador y no tambor ocasional de estos ciclos de barbarie. De
lejos, las lamentaciones, la espontaneidad de una defensa rebajada al
registro de unos gritos estremecedores. Uno, dos, muchos hombres
sometidos a los más draconianos suplicios.
De tales vivencias de desgajan las intenciones de irse. Es un mandato
irrecusable. El ultimátum que quema los últimos átomos de la paciencia y
de la cordura. Insisto en afirmar que son innumerables las soluciones.
Irse al otro lado de las atalayas con sus militares armados, abandonar
para siempre el perímetro dominado por las agonías es un pensamiento que
se multiplica entre los inquilinos de celdas y galeras.
Un tajo en la parte baja de los antebrazos para vaciar el cuerpo de
flujos sanguíneos. El trago amargo de ácido sulfúrico. El corte, exacto
y profundo a la altura de la ingle que deja los intestinos a la
intemperie. La caída libre desde la cima de algunos de los edificios que
conforman la versión tropical del campo de concentración.
Así se consigue la huida. El alivio para las tensiones de la reclusión y
los tratos crueles y degradantes repartidos a granel. Es la artesanía de
la fuga que cobra una importancia vital.
Mientras escribo los últimos párrafos, me entero que el preso común Raúl
Luán escapó de la prisión de Ariza, enclavada en la ciudad de
Cienfuegos. Lo hizo con una soga. Se ahorcó después de una paliza.
Gracias al trabajo del periodista independiente Ramón Pupo supe del
fatal desenlace. Las salidas de emergencia son espaciosas, no hay
obstáculos y tienen, además, luz fluorescente y hasta una guía para no
extraviarse. Otros presos esperan el momento oportuno. Los muros de las
prisiones cubanas son altos y macizos. No obstante, hay quienes lo
cruzan. A su manera.
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